En todo caso, los Gordon estaban esa noche en refrigeración; el tesoro, escondido en algún lugar, y el probable asesino, a unos quince metros, hablando con una mujer a la que me sentía muy apegado. En realidad, me percaté de que Tobin y Emma estaban ahora conversando a solas.
Harto de la situación, eché a andar por el lateral de la casa y me desprendí del sombrero y de la espada por el camino. Oí que alguien me llamaba, pero seguí andando.
– ¡JOHN!
Volví la cabeza y vi que Emma se acercaba a mí apresuradamente.
– ¿Adónde vas?
– A algún lugar donde pueda tomarme una cerveza.
– Te acompaño.
– No, no necesito compañía.
– Necesitas mucha compañía, amigo mío -respondió Emma-. Ése es tu problema; has estado solo demasiado tiempo.
– ¿Escribes una columna sentimental en el semanario local?
– No voy a morder el anzuelo ni a permitir que te marches solo. ¿Adónde vas?
– A la Olde Towne Taverne.
– Mi antro predilecto. ¿Has probado su plato combinado?
Me cogió del brazo y nos marchamos.
Subí a su viejo coche y a los veinte minutos nos habíamos instalado en una mesa de la Olde Towne Taverne, con cervezas en la mano y a la espera de nachos y alas de pollo. Los clientes habituales del sábado por la noche no parecía que fueran a asistir a la fabulosa fiesta de Freddie ni que acabaran de regresar de ella.
– Te llamé anoche -dijo Emma.
– Creí que salías con las chicas.
– Te llamé cuando regresé, a eso de la medianoche.
– ¿No hubo suerte con la caza?
– No -respondió-. Supongo que estabas dormido.
– En realidad fui a Foxwoods. Allí uno puede perder hasta los calzoncillos.
– Y que lo digas.
– Supongo que no le has dicho nada a Fredric de lo que hablamos -dije después de charlar un rato.
Titubeó un poco más de lo necesario antes de responder.
– No… pero le he dicho que nos citamos para salir juntos. -Sonrió-. Lo hacemos, ¿no es cierto?
– Los archiveros siempre os ocupáis de las citas: 4 de julio de 1.776, 7 de diciembre de 1.941…
– Habla en serio.
– De acuerdo, en serio habría preferido que no me mencionaras en absoluto.
– Me siento feliz -respondió después de encogerse de hombros- y quiero que todo el mundo lo sepa. Me ha deseado suerte.
– Es todo un caballero.
– ¿Estás celoso? -preguntó Emma sonriendo.
Voy a asegurarme de que lo asen vivo.
– En absoluto. Pero creo que no deberías hablar con él de nosotros, ni mencionar el tesoro pirata.
– De acuerdo.
Después de disfrutar de una agradable cena, fuimos a su casa, un pequeño chalet en una zona residencial de Cutchogue. Me mostró su colección de orinales, diez en total, utilizados como macetas y colocados en la repisa de una gran ventana. El que yo le había regalado estaba ahora lleno de tierra y contenía un rosal enano.
Desapareció un momento y regresó con un regalo para mí.
– Lo he traído de la tienda de recuerdos de la sociedad histórica. No lo he robado, pero me he concedido el cuarenta por ciento de descuento.
– No era necesario…
– Ábrelo.
Lo desenvolví y comprobé que se trataba de un libro titulado La historia del tesoro pirata.
– Mira la primera página -dijo.
– A John, mi bucanero favorito, con cariño, Emma. -Leí con una sonrisa-. Gracias. Es lo que siempre había deseado.
– Bueno, no siempre. Pero me ha parecido que te gustaría echarle una ojeada.
– Lo haré.
En cualquier caso, el chalet era agradable, estaba limpio, no había ningún gato, tenía whisky y cerveza, el colchón era duro, le gustaban los Beatles y los Bee Gees, y tenía dos almohadas para mí. ¿Qué más se puede pedir? Bueno, nata fresca. También tenía.
Al día siguiente, domingo, fuimos a desayunar al restaurante de Cutchogue y luego, sin preguntármelo, condujo hasta una iglesia metodista, en un bonito edificio de madera.
– No soy fanática -dijo Emma-, pero de vez en cuando me levanta el ánimo. Tampoco va mal para el negocio.
De modo que asistí a la iglesia, dispuesto a refugiarme bajo el banco si se derrumbaba el tejado.
A continuación recuperamos mi coche de la mansión del señor Tobin y Emma me siguió a mi mansión.
Mientras Emma se preparaba un té llamé a Beth a su despacho. No estaba y le dejé el mensaje a un individuo que dijo que se ocupaba del caso Gordon.
– Dígale que estaré fuera todo el día. Intentaré hablar con ella esta noche; de lo contrario, que pase por mi casa mañana por la mañana para tornar un café.
– De acuerdo.
Llamé a casa de Beth y me respondió el contestador automático. Dejé el mismo mensaje.
Satisfecho de haber hecho cuanto estaba en mi mano para cumplir mi promesa, regresé a la cocina.
– Vamos a dar un paseo dominguero en coche -dije.
– Me parece una buena idea.
Emma condujo su coche y yo la seguí en el mío hasta su casa. Luego nos dirigimos en mi Jeep a Orient Point y tomamos el transbordador a New London. Pasamos el día en Connecticut y Rhode Island, visitamos las mansiones de Newport, cenamos en Mystic y regresamos en el transbordador.
Permanecimos un rato en el muelle, contemplando el mar y las estrellas.
Cuando el transbordador cruzaba el estrecho de Plum Island, vi a mi derecha el faro de Orient Point; a mi izquierda, el viejo faro de piedra de Plum Island estaba a oscuras, imponente, con el firmamento nocturno como telón de fondo.
El agua del estrecho estaba rizada.
– Se acerca una tormenta -comentó Emma-. El mar se altera antes de que llegue el viento -agregó-. También desciende el barómetro. ¿No lo sientes?
– ¿Qué debería sentir?
– La presión que desciende.
– Aún no -respondí después de sacar la lengua.
– Yo sí lo siento; soy muy sensible a los cambios de tiempo.
– ¿Es eso bueno o malo?
– Creo que es bueno.
– Yo también.
– ¿Estás seguro de que no lo percibes? ¿No te duelen un poco las heridas?
Me concentré en mis lesiones y, ciertamente, me dolían un poco.
– Gracias por hacerme pensar en ello -dije.
– Es bueno conocer tu propio cuerpo, comprender las relaciones entre los elementos, el cuerpo y la mente.
– No cabe la menor duda.
– Por ejemplo, yo me vuelvo un poco loca en luna llena.
– Más loca -puntualicé.
– Sí, más loca. ¿Y tú?
– Me pongo muy caliente.
– ¿En serio? ¿En luna llena?
– Luna llena, cuarto creciente, cuarto menguante…
Se rió.
Contemplé Plum Island cuando pasábamos junto a ella. Se distinguían algunas luces de navegación "y, en el horizonte, un resplandor que correspondía al emplazamiento del laboratorio principal, detrás de los árboles. Por lo demás, la isla estaba tan oscura como hace trescientos años y si entornaba los ojos podía imaginar el velero de William Kidd, el San Antonio, que reconocía la isla una noche de julio de 1.699. Podía ver que arriaban un bote, con Kidd y, tal vez, otras dos personas a bordo, y a alguien en el bote remando hacia la orilla…
– ¿En qué estás pensando? -Emma interrumpió mis pensamientos.
– Me limito a disfrutar de la noche.
– Tenías la mirada fija en Plum Island.
– Sí… pensaba en… los Gordon.
– Pensabas en el capitán Kidd.
– Debes de ser bruja.
– Soy una buena metodista y una zorra, pero sólo una vez al mes.
– Además de sensible a los cambios de tiempo. -Sonreí.
– Efectivamente. Por cierto, ¿vas a contarme algo más sobre ese… asesinato?
– No.
– Bien. Lo comprendo. Si necesitas algo de mí, no tienes más que pedirlo; haré cuanto pueda para ayudarte.