– Gracias.
– ¿Quieres quedarte en mi casa esta noche? -preguntó cuando el transbordador se acercaba al muelle.
– Me gustaría pero debo regresar a casa.
– Puedo ir yo a tu casa.
– Para serte sincero, se suponía que hoy debía hablar o reunirme con la detective Penrose y todavía tengo que intentarlo.
– De acuerdo.
Nadie insistió en la cuestión.
– Te veré mañana después del trabajo -dije cuando la acompañé a su casa.
– Estupendo. Hay un bonito restaurante junto al mar al que me gustaría llevarte.
– Encantado.
Nos besamos en el umbral, subí a mi Jeep y regresé a mi casa.
Había siete mensajes para mí. No estaba de humor para escucharlos y decidí acostarme. Seguirían ahí por la mañana.
En la cama, intenté decidir qué iba a hacer respecto a Fredric Tobin. A veces se da la situación de tener a tu hombre, pero no tenerlo. Hay un momento crítico en el que hay que optar entre seguir al acecho, enfrentarse a él, introducir humo en su madriguera o fingir que ha dejado de interesarnos.
También debería haber pensado que un animal o un hombre acorralado puede ser peligroso, que tanto participa el cazador como la presa y que la presa tiene mucho más que perder.
Pero olvidaba lo listo y astuto que era Tobin porque lo veía como un petimetre, igual que él me veía como un paleto. Ninguno de nosotros se engañaba, pero ambos nos habíamos dejado llevar ligeramente por nuestras respectivas fachadas. En cualquier caso, me culpo a mí mismo de lo sucedido.
Capítulo 29
Llovía por primera vez desde hacía varias semanas cuando desperté el lunes por la mañana y los agricultores estaban contentos aunque no alegrara a los vinateros. Yo conocía por lo menos a uno que tenía problemas más graves que la copiosa lluvia.
Mientras me vestía, oí por la radio que un huracán llamado Jasper se encontraba junto a la costa de Virginia y ocasionaba mal tiempo por el norte, hasta Long Island. Me alegré de regresar ese día a Manhattan.
No había estado en mi piso de la calle Setenta y Dos desde hacía más de un mes, ni había escuchado los mensajes de mi contestador automático, en parte porque no me apetecía, pero supongo que, sobre todo, porque había olvidado mi código de acceso.
En todo caso, aproximadamente a las nueve de la mañana, descendía a la planta baja con unos vaqueros de diseño y un jersey de cuello alto. Preparé café. Estaba más o menos a la espera de que Beth llamara o apareciera.
La revista semanal local estaba sobre la mesa de la cocina desde el viernes, sin que nadie la hubiera leído, y no me sorprendió ver los asesinatos del pasado lunes en primera plana. Me llevé la revista y una taza de café a la terraza trasera y leí la versión del corresponsal local estrella sobre el doble asesinato. El periodista era lo suficientemente impreciso, dogmático y mal escritor para trabajar en Newsday o en el Times.
Vi un artículo sobre los viñedos Tobin, en el que aparecía la siguiente cita del señor Fredric Tobin: «La vendimia empezará de un día para otro y éste promete ser un gran año, tal vez el mejor de la última década, siempre y cuando no abunde la lluvia.»Lo siento, Freddie, pero está lloviendo. Me pregunté si a los condenados se les permitía tomar vino con su última comida.
Dejé la revista local y cogí el regalo de Emma, La historia del tesoro pirata. Hojeé el libro, miré las ilustraciones, vi un mapa de Long Island, que examiné durante aproximadamente un minuto, luego encontré los capítulos dedicados al capitán Kidd y leí al azar una declaración del caballero Robert Livingstone, uno de los avalistas de Kidd. Parte de la declaración decía así:
Enterado de la llegada del capitán Kidd a estas tierras para comparecer ante Su Excelencia, el señor de Bellomont, el abajo firmante, se trasladó directamente desde Albany por la ruta más rápida a través de los bosques para reunirse aquí con el citado Kidd y asistir a Su Excelencia. Ya su llegada a Boston, el capitán Kidd declaró que a bordo de su balandra, entonces en el puerto, había cuarenta fardos de mercancías y cierta cantidad de azúcar, además de unos cuarenta kilos de metales preciosos. También declaró el susodicho Kidd que poseía veinte kilos de oro, que había dejado a buen recaudo en algún lugar del canal entre Boston y Nueva York, sin nombrar ningún sitio en particular, que sólo él encontraría.
Hice algunos cálculos mentales y deduje que veinte kilos de oro valdrían aproximadamente trescientos mil dólares a ojo de buen cubero, sin contar su valor histórico o numismático, que según Emma podría cuadruplicar fácilmente su precio.
Seguí leyendo una hora y, cuanto más leía, más convencido estaba de que casi todos los narradores de ese relato, desde lord Bellomont hasta el último marinero, eran unos mentirosos. No había dos versiones iguales y el valor y cantidades de oro, plata y joyas fluctuaban enormemente. En lo único que coincidían era que el tesoro se había distribuido por varios lugares a lo largo del canal de Long Island. No había una sola mención a Plum Island, ¿pero qué mejor lugar para ocultar algo? Como había descubierto en mi visita a la isla, en aquella época no tenía ningún puerto, así que era improbable que se acercara a ella algún barco al azar, en busca de agua o comida. Era propiedad de colonos blancos y por tanto prohibida a los indios, aunque al parecer estaba deshabitada. Y si Kidd había depositado un valioso tesoro en manos de John Gardiner, un hombre al que no conocía, ¿qué le había impedido cruzar los nueve o diez kilómetros de la bahía para esconder un tesoro en Plum Island? Me parecía lógico. Sin embargo, me preguntaba cómo lo habría averiguado Fredric Tobin. Estaría encantado de contárnoslo en su conferencia de prensa al anunciar el descubrimiento. Probablemente diría: «Mucho trabajo, un buen conocimiento de vinicultura, perseverancia y un producto superior. Y buena suerte.»Pasé mucho rato en la terraza trasera, leyendo, observando el tiempo que hacía, elucubrando sobre el caso y esperando a Beth, que, en mi opinión, ya debería haber llegado.
Finalmente, entré en la casa por las puertas de cristal que daban a la sala de estar y escuché los siete mensajes del contestador automático.
El primero era de mi tío Harry para comunicarme que un amigo suyo deseaba alquilar la casa y me pedía que la comprara o la dejara. El segundo era del teniente de detectives Wolfe y decía sencillamente: «Estoy de usted hasta las narices.» El tercero era un mensaje de Emma, poco antes de la medianoche del viernes, sólo para saludar. El cuarto era de Max, del sábado por la mañana, con los detalles de la fiesta de Tobin y para comunicarme que había mantenido una agradable charla con Beth y pedirme que le llamara. El quinto era de Dom Fanelli y decía: «Hola, paisano, te perdiste una excelente velada. ¡Vaya noche! Nos ligamos a cuatro turistas suecas en Taormina's, dos azafatas, una modelo y otra actriz. He llamado a nuestro amigo Jack Rosen del Daily News y escribirá un artículo sobre tu regreso a Nueva York después de convalecer en el campo. El héroe lesionado que regresa a casa, maravilloso. Llámale el lunes por la mañana y el artículo se publicará el martes, de modo que los jefazos de la central puedan leerlo antes de tocarte los cojones. ¿Qué te parece? Llámame el lunes, nos tomaremos una copa por la tarde y te hablaré de las suecas. Ciao.»Sonreí. Cuatro suecas, un carajo. El sexto era de Beth, del domingo por la mañana, para preguntarme adonde había ido el sábado por la noche y cuándo podíamos vernos. Y el séptimo era también de Beth, del domingo por la tarde, después de recibir mi mensaje en su despacho, para comunicarme que pasaría por mi casa el lunes por la mañana.
De modo que, cuando sonó el timbre poco antes del mediodía, no me sorprendió excesivamente ver a Beth en la puerta.