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Beth asintió de nuevo. Me percaté de que estaba casi convencida de mi reconstrucción de lo sucedido antes de los asesinatos.

– Los Gordon y Tobin declararían que habían examinado antiguos archivos en diversas sociedades históricas locales, lo cual es cierto, así como en Inglaterra. Su investigación les habría convencido de que el tesoro estaba enterrado en una propiedad de Margaret Wiley y, aunque lamentaban haber privado a la anciana del botín, todo vale en la búsqueda de tesoros. Le ofrecerían a Margaret una bonita joya o algo por el estilo. También señalarían que habían arriesgado veinticinco mil dólares, porque no tenían una seguridad absoluta de que allí se encontrara el tesoro.

Me recliné en mi sillón para escuchar el viento y la lluvia. Me sentía tan triste como en los peores momentos de mi vida y me sorprendía lo mucho que echaba de menos a Emma Whitestone, que había aparecido en mi vida de una forma tan rápida e inesperada para luego trasladarse a otra vida, tal vez en algún lugar entre las estrellas.

Respiré profundamente antes de proseguir.

– Supongo que los Gordon y Tobin debían de poseer alguna documentación falsa para demostrar que habían descubierto la ubicación del tesoro en algún archivo. No sé lo que se proponían en este sentido: un pergamino falso, una fotocopia de un original supuestamente perdido o puede que se limitaran a declarar que no estaban dispuestos a revelar su fuente de información porque todavía buscaban otros tesoros. Al gobierno no le importa cómo lo encontraron, sólo dónde y cuánto vale. ¿Te parece lógico?

– Me parece lógico como tú lo has planteado -respondió Beth-, pero sigo creyendo que alguien lo relacionaría con Plum Island.

– Es posible. Pero sospechar dónde se ha encontrado el tesoro y demostrarlo son dos cosas muy distintas.

– Sí, pero no deja de ser un punto débil en un plan que es sólido en los demás sentidos.

– Sí, lo es. Ahí va otra teoría que encaja realmente con lo sucedido: Tobin no tenía ninguna intención de compartir el hallazgo con los Gordon. Los indujo a creer todo lo que te he contado, los convenció para que compraran el terreno y entre los tres elaboraron la historia sobre el descubrimiento del tesoro y la razón por la que lo compartirían. Pero, en realidad, Tobin también temía que alguien estableciera el vínculo con Plum Island. Los Gordon resolvieron el problema de la localización del tesoro y lo sacaron de la isla. Sin embargo, luego se convirtieron en un problema, en el punto débil, en la pista evidente respecto a su lugar de procedencia.

– Tres pueden guardar un secreto si dos están muertos -dijo Beth después de asentir mientras se mecía en silencio.

– Exactamente. Los Gordon eran listos, pero también un poco ingenuos y nunca habían conocido a nadie tan perverso y engañoso como Fredric Tobin. En ningún momento llegaron a sospechar porque hicieron todo lo previsto, compraron el terreno y todo lo demás. En realidad, Tobin sabía desde el principio que los asesinaría. Con toda probabilidad, se proponía enterrar el tesoro en su propia finca, cerca de Founders Landing, que también es un paraje histórico, donde luego se descubriría, o había decidido mantenerlo oculto, aquí o en el extranjero, y quedarse así no sólo con la parte de los Gordon, sino también con la del Tío Sam.

– Sí. Eso parece bastante probable ahora que ha demostrado ser capaz de asesinar a sangre fría.

– En cualquier caso, él es tu hombre.

Beth permaneció sentada, con la barbilla en la mano y los pies apoyados en el travesaño frontal de la mecedora.

– ¿Cómo conociste a los Gordon? -preguntó finalmente-. Es decir, ¿por qué unas personas con una agenda tan apretada se tomaron el tiempo…? ¿Comprendes a lo que me refiero?

Intenté sonreír antes de responder.

– Subestimas mi encanto. Pero es una buena pregunta -respondí mientras me lo pensaba, no por primera vez-. Puede que simplemente les gustara. Pero también es posible que sospechasen algo y quisieran tener cerca a un protector. También cultivaron la amistad de Max, de modo que deberías preguntarle cómo empezaron a relacionarse.

– Entonces, ¿cómo los conociste? -insistió Beth después de asentir-. Debí habértelo preguntado el lunes, en el escenario del crimen.

– Sí, debiste haberlo hecho -respondí-. Los conocí en el bar de Claudio’s. ¿Lo conoces?

– Todo el mundo lo conoce.

– Intenté ligarme a Judy en la barra.

– He aquí una forma propicia de iniciar una amistad.

– Desde luego. En todo caso, consideré que el encuentro era fortuito y puede que lo fuera. Por otra parte, los Gordon ya conocían a Max, Max me conocía a mí y puede que hubiera mencionado que el policía herido en acto de servicio que había aparecido por televisión era amigo suyo y se estaba recuperando en Mattituck. Entonces, y todavía ahora, frecuentaba sólo dos lugares: la Olde Towne Taverne y Claudio’s. De modo que es posible… aunque puede que no… es difícil saberlo. De todos modos no importa, salvo como curiosidad. A veces las cosas ocurren por pura casualidad.

– Por supuesto. Pero en nuestro trabajo debemos buscar motivos y planes. El resto es casualidad -respondió Beth antes de mirarme-. ¿Cómo te sientes, John?

– Bien.

– Te lo pregunto en serio.

– Un poco deprimido. El tiempo no acompaña.

– ¿Duele?

No respondí.

– Charlé un rato por teléfono con tu compañero de trabajo -dijo Beth.

– ¿Dom? No ha mencionado nada. Me lo habría dicho.

– Pues no lo ha hecho.

– ¿De qué le hablaste?

– De ti.

– ¿El qué sobre mí?

– Tus amigos están preocupados por ti.

– Más les vale preocuparse de sí mismos si hablan de mí a mis espaldas.

– ¿Por qué no dejas de hacerte el duro?

– Cambiemos de tema.

– De acuerdo.

Se puso de pie, se acercó a la baranda y contempló la bahía, en cuya superficie empezaba a levantarse el mar y a formar cabrillas.

– Se acerca un huracán, pero puede que no nos afecte. -Beth me miró-. Dime, ¿dónde está el tesoro?

– Buena pregunta -respondí mientras me levantaba para contemplar el mar embravecido.

Evidentemente, no había ningún barco a la vista y empezaba a volar broza por el jardín. Cuando el viento paraba momentáneamente se oía el ruido del mar contra las rocas de la orilla.

– ¿Y dónde están nuestras pruebas irrefutables? -preguntó Beth.

– La respuesta a ambas preguntas puede encontrarse en la casa, el despacho o el apartamento del señor Tobin -respondí, sin dejar de contemplar el mar.

– Presentaré los hechos conocidos al fiscal y solicitaré una orden de registro -dijo Beth después de reflexionar unos instantes.

– Buena idea. Si consigues una orden de registro sin causa probable, eres mucho más lista que yo. Cualquier juez será bastante reticente a extender una orden de registro para las residencias y despacho de un distinguido ciudadano, sin ningún problema previo con la ley. Lo sabes perfectamente -respondí mientras observaba su rostro y veía que reflexionaba-. Eso es lo maravilloso de Estados Unidos. Ni la policía ni el gobierno pueden molestarte sin el debido proceso. Y si eres rico, el debido proceso es más extenso que para la gente de a pie.

– ¿Qué crees que deberíamos… debería hacer ahora?

– Lo que se te antoje. Yo he dejado el caso.

En esos momentos empezaban a romper las olas, algo inusual en la bahía. Recordé lo que Emma había mencionado del aspecto del mar cuando se acercaba una tormenta.