Выбрать главу

– Sé que puedo… bueno, creo que puedo atrapar a ese individuo si es el asesino -dijo Beth.

– Estupendo.

– ¿Estás seguro de que ha sido él?

– Completamente seguro.

– ¿Y Paul Stevens?

– Es el comodín de la baraja -respondí-. Puede ser el cómplice de Tobin en los asesinatos o estar chantajeando a Tobin o ser un buitre a la espera de lanzarse sobre el tesoro o, simplemente, un individuo que siempre parece sospechoso y culpable de algo.

– Deberíamos hablar con él.

– Ya lo he hecho.

– ¿Cuándo? -preguntó Beth, con las cejas levantadas.

Le hablé de mi visita por sorpresa a la casa del señor Stevens en Connecticut, sin mencionar que lo había derribado.

– Por lo menos es culpable de habernos mentido y de conspirar con Nash y Foster -concluí.

– O puede que esté más implicado de lo que parece -dijo Beth después de reflexionar-. Tal vez aparezca alguna prueba forense en los escenarios de los nuevos asesinatos. Eso remataría el caso.

– Desde luego. Entretanto, Tobin sabrá lo que ocurre a su alrededor y tiene a la mitad de los políticos locales en el bolsillo y, probablemente, amigos en el Departamento de Policía de Southold.

– Mantendremos a Max al margen.

– Haz lo que tengas que hacer. Pero no asustes a Tobin, porque si sabe que sospechas de él, cualquier prueba que exista bajo su control desaparecerá.

– ¿Como el tesoro?

– Efectivamente. O el arma homicida. En realidad, si yo hubiera matado a dos personas con mi pistola registrada y de pronto se presentara la policía en mi despacho, arrojaría el arma en pleno Atlántico y alegaría que me la habían robado. Deberías anunciar que has encontrado una de las balas, eso le asustará si todavía conserva la pistola. Luego asegúrate de que lo sigan y comprueba si intenta deshacerse del arma, en caso de que aún no lo haya hecho.

Beth asintió y me miró.

– Me gustaría que trabajaras conmigo en este caso. ¿Lo harás? La cogí del brazo, entramos en la cocina, levanté el teléfono y se lo entregué.

– Llama a su despacho y comprueba si está allí.

Llamó al servicio de información, consiguió el número de los viñedos Tobin y marcó.

– El señor Tobin, por favor-dijo-. ¿Qué le digo? -preguntó después de mirarme.

– Dale las gracias por una fiesta tan maravillosa.

– Sí, soy la detective Penrose, del Departamento de Policía del condado de Suffolk. Deseo hablar con el señor Tobin -dijo y escuchó en silencio-. Dígale que he llamado para darle las gracias por su excelente velada. ¿Hay alguna forma de localizarle? -preguntó mirándome fugazmente-. De acuerdo. Sí, buena idea.

Colgó y me miró.

– No está, no se le espera, ni sabe dónde encontrarle. Además, están a punto de cerrar la bodega debido al mal tiempo.

– Bien. Llama a su casa.

Sacó la agenda de su bolso, encontró el número privado de Tobin y marcó.

– ¿Llamo a su casa para agradecerle una velada maravillosa? -preguntó.

– Has perdido el medallón de oro de tu abuela en su jardín.

– Bien -dijo antes de hablar por el auricular-. ¿Está el señor Tobin en casa? -preguntó-. ¿Y la señorita Wells? Gracias -respondió después de escuchar-. Volveré a llamar… no, ningún mensaje… no, no se asuste. Acuda a uno de los refugios designados… Entonces llame a la policía o a los bomberos y acudirán a rescatarla. ¿Comprendido? Hágalo ahora -concluyó Beth por teléfono y colgó-. El ama de llaves, europea del este. No le gustan los huracanes.

– A mí tampoco me apasionan. ¿Dónde está el señor Tobin?

– Se ha ausentado sin dar explicaciones. La señorita Wells se ha trasladado a Manhattan hasta que pase la tormenta. ¿Dónde se habrá metido? -preguntó Beth después de mirarme.

– No lo sé. Pero sabemos dónde no está.

– Por cierto, deberías marcharte de esta casa. Se aconseja a todos los residentes en la costa que evacúen sus casas.

– Los meteorólogos son alarmistas profesionales.

En aquel momento parpadearon las luces.

– A veces aciertan -dijo Beth.

– En todo caso, hoy debo regresar a Manhattan. Mañana por la mañana tengo varias citas con los que decidirán mi futuro.

– Entonces es preferible que salgas ahora. El tiempo no mejorará.

Mientras pensaba en las alternativas, el viento arrastró una silla de la terraza y parpadearon de nuevo las luces. Me acordé de que debía llamar a Jack Rosen del Daily News, pero se me había pasado la hora límite para su columna. Además, no creía que el heroico policía herido en acto de servicio regresara ni hoy ni mañana a su casa.

– Vamos a dar un paseo -dije.

– ¿Adónde?

– A buscar a Fredric Tobin -respondí- para darle las gracias por su maravillosa fiesta.

Capítulo 31

La lluvia era copiosa y el viento sonaba como un tren de mercancías.

Encontré dos ponchos amarillos en el perchero y cogí mi treinta y ocho, que introduje en la pistolera. La operación siguiente consistía en recorrer el camino que conducía a la carretera, cubierto de ramas y escombros. Arranqué el Jeep, introduje una velocidad y avancé por encima de las ramas.

– Treinta y tres centímetros del suelo y tracción en las cuatro ruedas -dije.

– ¿También flota? -preguntó Beth.

– Quizá lo averigüemos hoy.

Avancé por los estrechos caminos junto al mar, por encima de ramas y desechos marinos, hasta encontrarme con un árbol caído que bloqueaba el acceso a la carretera.

– No había salido al campo durante un huracán desde que era niño -dije.

– Esto no es un huracán, John -aclaró Beth.

– A mí me lo parece -respondí mientras conducía por el jardín de una casa para rodear el enorme árbol derribado por el viento.

– El viento debe alcanzar una velocidad de sesenta y cinco nudos para ser un huracán. Ahora es una tormenta tropical.

Beth conectó la radio y sintonizó una emisora de noticias permanentes, donde, como era de suponer, hablaban de Jasper. El locutor decía: «…se dirige hacia el noreste, con vientos de hasta sesenta nudos, que equivalen a unos ciento veinte kilómetros por hora para los acostumbrados a medidas terrestres. Avanza a unos veinticuatro kilómetros por hora y, si no cambia de rumbo, alcanzará la costa meridional de Long Island aproximadamente a las ocho de la tarde. Se ha advertido del peligro para la navegación de pequeños barcos en el océano y en el canal. Se aconseja a los viajeros que permanezcan en sus casas…» Apagué la radio.

– Alarmista.

– Mi casa está bastante lejos de la costa -dijo Beth-, tal vez quieras pasarte por allí más tarde. Se encuentra a menos de dos horas de Manhattan, en coche o en tren, y podrías marcharte cuando haya pasado lo peor de la tormenta.

– Gracias.

Circulamos un rato en silencio, hasta llegar por fin a la carretera principal, donde no había escombros pero estaba inundada. El tráfico era escaso y casi todos los negocios junto a la carretera estaban cerrados e incluso algunos tapiados. Vi un puesto de verduras derrumbado y un poste que, al caer, había arrastrado los cables eléctricos y telefónicos.

– No creo que esto sea bueno para las uvas -dije.

– Esto no es bueno para nada -respondió Beth.

No habían transcurrido todavía veinte minutos cuando entré en el aparcamiento de grava de los viñedos Tobin. No había ningún coche aparcado y vi un letrero que decía «Cerrado».

Cuando miré hacia la torre, comprobé que no se veía ninguna luz encendida por las ventanas, a pesar de que el cielo estaba casi negro.

A ambos lados del aparcamiento había viñedos y las cepas estacadas estaban recibiendo un duro castigo. Si la tormenta empeoraba, con toda probabilidad iba a arrasar la cosecha. Recordé la breve disertación de Tobin sobre la influencia moderadora del clima marítimo, siempre y cuando no azotara un huracán.