– Jasper.
– Así es como se llama.
Beth miró a su alrededor.
– Creo que no está aquí -dijo-. No veo ningún coche y el lugar está a oscuras. Probemos en su casa.
– Pasemos antes por la oficina.
– John, está cerrado.
– Cerrado es un término relativo.
– No, no lo es.
Conduje hacia la bodega, giré a la derecha y salí del aparcamiento a una zona de césped, entre la bodega y los viñedos. Me dirigí a la parte trasera del edificio, donde había varios camiones aparcados entre montones de botas vacías.
– ¿Qué haces? -preguntó Beth.
– Comprueba si está abierta -dije después de acercarme a la puerta trasera de la torre.
Beth me miró e intentó decir algo.
– Limítate a comprobar si está abierta. Haz lo que te digo.
Se apeó del Jeep, corrió hacia la puerta y tiró del pomo. Me miró, movió la cabeza negativamente y empezó a regresar al vehículo. Aceleré, embestí la puerta y ésta se abrió de par en par. Paré el motor y bajé del vehículo. Agarré a Beth del brazo y entramos corriendo por la puerta abierta de la torre.
– ¿Estás loco?
– Hay una buena vista desde arriba.
Sabía que la puerta del ascensor se cerraba con llave y me dirigí a la escalera. Beth me agarró del brazo y me obligó a detenerme.
– ¡Alto! Esto es un allanamiento de morada, por no mencionar la violación de los derechos civiles…
– Estamos en un edificio público.
– ¡Está cerrado!
– Yo me encontré la puerta forzada.
– John…
– Vuelve al Jeep. Yo me ocuparé de esto.
Intercambiamos miradas, Beth parecía decirme: «Sé que estás furioso, pero no lo hagas.» Le di la espalda y empecé a subir solo por la escalera. En cada piso probé la puerta de las oficinas, pero estaban todas cerradas con llave.
En el rellano del segundo piso oí pasos a mi espalda, desenfundé mi treinta y ocho, esperé junto a la pared y vi a Beth que subía por la escalera. Me miró.
– Soy yo quien comete el delito -dije-. No necesito ningún cómplice.
– La puerta estaba forzada -respondió Beth-. Estamos investigando.
– Es lo que yo había dicho.
Seguimos por la escalera.
En el tercer piso, donde se encontraban los despachos directivos, la puerta también estaba cerrada con llave. Eso no significaba que no hubiera nadie en el edificio, aquellas salidas de incendios estaban cerradas, pero podían abrirse desde el otro lado. Golpeé repetidamente la puerta de acero.
– John, creo que no hay nadie -dijo Beth.
– Eso espero.
Corrí hasta el cuarto piso y ella me siguió. Probé la puerta, pero también estaba cerrada.
– ¿Es éste su apartamento? -preguntó Beth.
– Sí.
En una caja de cristal en la pared se encontraban el hacha y el extintor obligatorios. Agarré el extintor, rompí el cristal y cogí el hacha. El ruido del cristal retumbó por toda la escalera.
– ¿Qué estás haciendo? -exclamó Beth casi a gritos.
La empujé hacia atrás, di un hachazo al pomo de la puerta, que se desprendió inmediatamente, pero ésta permanecía cerrada. Con unos cuantos hachazos se rompió el cerrojo y se abrió la puerta.
Respiré profundamente varias veces. Tenía una extraña sensación en el pulmón, como si se hubiera abierto algo que había tardado mucho en cerrarse.
– John, escúchame…
– Silencio. Atenta por si oyes pasos.
Saqué mi arma de debajo del poncho y ella hizo lo mismo. Permanecimos inmóviles y nos asomamos a la puerta que acababa de abrir. Un biombo de seda japonés, que ocultaba la puerta de acero de los delicados ojos del señor Tobin, me impedía ver el interior del apartamento. Estaba oscuro y silencioso.
Llevaba todavía el hacha en mi mano izquierda, la arrojé contra el biombo de seda, que cayó al suelo, y vimos un gran espacio, utilizado como sala de estar y comedor.
– No podemos entrar ahí -susurró Beth.
– Debemos hacerlo. Alguien ha derribado la puerta. Hay ladrones en algún lugar.
El ruido que habíamos hecho hasta ahora bastaba para atraer a cualquiera de las inmediaciones, pero no se oía nada. Supuse que la puerta trasera estaba conectada a alguna alarma, pero, seguramente, docenas de alarmas habían sonado en las diversas centrales de seguridad, debido a la tormenta, por toda la zona norte de Long Island. En todo caso, podíamos ocuparnos de la policía si se presentaba; en realidad, nosotros éramos policías.
Avancé por la sala de estar, desplazando el arma que sujetaba con ambas manos en un arco desde la izquierda hasta el centro. Beth hacía lo mismo de la derecha al centro.
– John, esto no es una buena idea. Debes tranquilizarte. Sé que estás alterado y no te lo reprocho, pero no puedes hacer esto. Vamos a salir de aquí y…
– Silencio -dije-. ¡Señor Tobin! ¿Está usted en casa? Tiene visita.
Nadie respondió. Avancé hacia el interior de la sala de estar, iluminada sólo por el oscuro firmamento, tras las grandes ventanas en arco, y la luz que se filtraba por dos enormes claraboyas en el techo, a cuatro metros de altura. Beth me seguía lentamente.
Era un lugar previsiblemente tranquilo, con la pared redondeada de la sala semicircular que daba al norte. La otra mitad de la torre, que daba al sur, estaba dividida en una cocina abierta, que alcanzaba a ver, y un dormitorio que ocupaba el cuarto suroeste del círculo. La puerta de la habitación estaba abierta y miré en su interior. Llegué a la conclusión de que estábamos solos, o si Tobin se encontraba allí, estaba muerto de miedo y se había ocultado bajo la cama o en un armario.
Miré a mi alrededor en la sala de estar. A la luz grisácea alcanzaba a ver que la moderna decoración era escasa y ligera, en consonancia con el ambiente del apartamento. De las paredes colgaban acuarelas con paisajes locales que reconocí: el faro de Plum Island, el faro de Horton Point, algunas marinas, unos pocos edificios antiguos de tablas de madera e incluso la posada del general Wayne.
– Bonito lugar -dije.
– Sí, muy bonito -respondió Beth.
– Aquí a uno le puede ir bien con las mujeres.
La señorita Penrose no respondió.
Me acerqué a una de las ventanas que daba al norte y contemplé la tormenta que arreciaba en el exterior. Vi que algunas cepas estaban en el suelo e imaginé que las uvas que no habían sido todavía vendimiadas se habían estropeado y serían arrastradas por el viento.
– Aquí no hay ningún ladrón -dijo Beth, fiel a mi guión-. Deberíamos marcharnos y denunciar que hemos encontrado pruebas de un allanamiento de morada.
– Buena idea. Pero antes me aseguraré de que los delincuentes hayan huido -respondí mientras le entregaba las llaves del coche-. Espérame en el Jeep. Tardaré sólo un momento.
– Llevaré el coche al aparcamiento -dijo Beth después de titubear-. Esperaré quince minutos. Eso es todo.
– De acuerdo.
Le di la espalda y entré en el dormitorio, un poco más lujoso y acogedor que el resto del piso, donde el regalo de Dios a las mujeres servía el champán. En realidad, había un cubo para el champán junto a la cama. Mentiría si dijera que no imaginé a Emma en la cama con el Señor de las Uvas. Pero eso ya no importaba. Ella estaba muerta y él no tardaría en estarlo.
A la izquierda, había un gran cuarto de baño con una ducha de múltiples chorros, una bañera de hidromasaje, un bidet y todo lo demás. Sí, Fredric Tobin había disfrutado de una buena vida, hasta que empezó a gastar más de lo que ganaba. Se me ocurrió que aquella tormenta lo habría aniquilado, sin una transfusión de oro.
Había un escritorio en la habitación y lo registré de cabo a rabo, pero no encontré nada útil ni que lo incriminara.
Tardé unos diez minutos en ponerlo todo patas arriba. De nuevo en la sala de estar, encontré un armario cerrado con llave y lo abrí de un hachazo, pero sólo parecía contener un servicio de plata de ley, algunos manteles, copas de cristal, un refrigerador de vino con puerta de cristal, un humidificador de cigarros y otros artículos propios de la buena vida, incluida una gran colección de vídeos pornográficos.