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Lo destrocé todo, incluido el refrigerador de vino, pero tampoco encontré nada útil.

Paseé por la sala con el hacha en la mano, en busca de cualquier cosa, pero también desahogando un poco mi frustración.

En unos estantes de la pared había lo que denominan una cadena, con un televisor, un vídeo, un reproductor de discos compactos, etcétera, además de varios estantes con libros. También lo examiné todo, sacudiendo los libros uno por uno y arrojándolos luego al suelo.

Entonces, algo me llamó la atención. En un marco dorado, del tamaño aproximado de un libro, había un viejo pergamino. Lo acerqué a la tenue luz de la ventana. Era un mapa borroso dibujado a pluma con una escritura en la parte inferior. Lo llevé a la cocina y lo puse sobre la mesa, cerca de una de esas luces de emergencia que producen un tenue resplandor. Vi de qué se trataba: un sector de la costa con una pequeña ensenada. La escritura era realmente difícil y deseé que Emma estuviera conmigo para ayudarme.

Al principio creí que podría tratarse de un fragmento de la costa de Plum Island, pero en la isla no había ensenadas, salvo donde estaba el puerto, que tenía un aspecto muy diferente a lo que veía en el mapa.

Luego pensé que podía ser una ilustración de la ensenada de Mattituck, donde se encontraban los árboles del capitán Kidd, pero guardaba un escaso parecido, o ninguno, con la cala que había visto en mi mapa de carreteras y en persona. Había una tercera posibilidad, que fueran los promontorios o arrecifes, pero una vez más, no observé semejanza alguna con aquel sector de la costa, que era muy recto, mientras que el del mapa era curvado y tenía una ensenada.

Por fin decidí que no tenía ningún sentido, salvo el de tratarse de un viejo pergamino que Tobin había querido enmarcar con fines decorativos. ¿Asunto resuelto? No. Lo seguí observando e intentaba descifrar la borrosa escritura, hasta que por fin distinguí dos palabras: Founders Landing.

Ahora que me había orientado, vi que era efectivamente un mapa de medio kilómetro de costa aproximadamente, que incluía Founders Landing, una ensenada anónima y lo que actualmente era la propiedad de Fredric Tobin.

La escritura de la parte inferior eran evidentemente instrucciones, entre las que había números, y distinguí la palabra roble.

Oí un ruido en la sala de estar y desenfundé mi arma.

– ¿John? -dijo Beth.

– Estoy aquí.

Beth entró en la cocina.

– ¿No pensabas marcharte? -pregunté.

– Ha venido la policía de Southold en respuesta a la llamada de un vigilante. Les he dicho que estaba todo bajo control.

– Gracias.

– Está todo destrozado -dijo después de mirar la sala de estar.

– Huracán John.

– ¿Te sientes mejor?

– No.

– ¿Qué tienes ahí?

– El mapa de un tesoro. Estaba a la vista, en este marco dorado.

– ¿Plum Island? -preguntó mientras lo examinaba.

– No. El mapa de Plum Island o lo que les condujera al tesoro fue destruido hace mucho tiempo. Éste es un mapa de Founders Landing y de lo que actualmente es la finca de Tobin.

– ¿Y bien?

– Estoy seguro de que es una falsificación. Durante mis estudios de archivero he aprendido que se puede comprar auténtico pergamino en blanco, de cualquier época determinada de los últimos siglos. Luego existen expertos en la ciudad que mezclan un poco de carbón con aceite o lo que sea y escriben lo que se les pida.

– De modo que Tobin encargó este mapa, donde se indica que hay un tesoro enterrado en su propiedad -asintió Beth.

– Efectivamente. Y si te fijas, verás que lo escrito parecen instrucciones. Y si prestas aún más atención… ¿Ves esa cruz?

Levantó el pergamino para examinarlo.

– Sí, la veo. No tenía ninguna intención de que los Gordon enterraran el tesoro en el promontorio.

– No. Pretendía que le entregaran el tesoro, matarlos y luego enterrarlo en su propiedad.

– ¿Entonces el tesoro está enterrado ahora en la finca de Tobin?

– Vamos a averiguarlo.

– ¿Otro allanamiento de morada?

– Peor. Si lo encuentro en casa, voy a romperle ambas piernas con esta hacha y luego advertirle que lo lastimaré realmente si no habla. ¿Quieres que te deje en algún sitio?

– Iré contigo. Necesitas que alguien te cuide y yo debo buscar el medallón de mi abuela en el jardín.

Guardé el pergamino en mi camisa, bajo el poncho, y agarré el hacha. De camino a la escalera, arrojé una lámpara de mesa contra una de las altas ventanas en arco. Entró una ráfaga de viento por el cristal roto, que hizo volar las revistas de la mesilla.

– ¿Ha alcanzado ya los sesenta y cinco nudos?

– Poco le falta.

Capítulo 32

El desplazamiento de los viñedos Tobin a Founders Landing, habitualmente en veinte minutos, duró una hora a causa de la tormenta. Las carreteras estaban cubiertas de ramas y la lluvia era tan intensa sobre el parabrisas que me vi obligado a avanzar con mucha lentitud y con las luces encendidas, a pesar de que eran sólo las cinco de la tarde. De vez en cuando, una ráfaga de viento alteraba la dirección del Jeep.

Beth encendió la radio y el locutor decía que la tormenta no había alcanzado todavía la categoría de huracán, pero poco le faltaba. Jasper seguía desplazándose hacia el norte a veinticuatro kilómetros por hora y el extremo de la tormenta, que absorbía humedad y fuerza en el Atlántico, se encontraba a unos cien kilómetros de la costa de Long Island.

– Esos individuos intentan asustar a todo el mundo -comenté.

– Mi padre me contó que el huracán de setiembre de 1.938 asoló por completo grandes zonas de Long Island.

– Mi padre también me habló de ese huracán. Los viejos suelen exagerar.

– Si Tobin está en casa -dijo Beth, cambiando de tema- me ocuparé yo de la situación.

– Bien.

– Lo digo en serio. Se hará a mi manera, John. No haremos nada que comprometa el caso.

– Ya lo hemos hecho. Y no te preocupes por perfeccionar el caso.

No respondió. Intenté llamar a mi contestador automático, pero no se estableció conexión.

– Se ha cortado la electricidad en mi casa -dije.

– Probablemente a estas alturas se ha cortado en todas partes.

– Esto es tremendo. Creo que me gustan los huracanes.

– Tormenta tropical.

– Sí. Eso también.

Se me ocurrió que no regresaría a Manhattan aquella noche, así que, al no asistir a mi cita obligatoria, tendría graves problemas en mi trabajo. Me di cuenta de que no me importaba.

Pensé de nuevo en Emma y se me ocurrió que si no hubiera muerto, mi vida habría sido más feliz. A pesar de todas mis divagaciones sobre la vida en la ciudad o en el campo, en realidad había imaginado mi futuro, aquí, con Emma Whitestone, dedicándome a pescar, nadar, coleccionar orinales o lo que la gente haga en este lugar. También se me ocurrió que ahora todos mis vínculos con el norte de Long Island se habían acabado: mi tía June estaba muerta, mi tío Harry vendía la casa, Max y yo nunca repararíamos la relación que en otro momento habíamos tenido, los Gordon estaban muertos y ahora Emma también había fallecido. Además, las perspectivas tampoco parecían demasiado halagüeñas en Manhattan. Miré fugazmente a Beth Penrose.

Percibió mi mirada y volvió la cabeza hacia mí.

– El cielo es muy hermoso después de la tormenta.

– Gracias -asentí.

En la zona de Founders Landing había muchos árboles viejos y, lamentablemente, habían caído muchas ramas a la carretera y los jardines. Tardamos otros quince minutos en sortear los obstáculos y llegar a la finca de Tobin.