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– De acuerdo.

Empecé a descender, con la linterna en una mano y el hacha en la otra. Beth desenfundó su nueve milímetros y me siguió.

Hacía mucho frío en el sótano, que apenas tenía dos metros de altura. Los cimientos y el suelo eran de piedra. A primera vista, no parecía haber gran cosa; era demasiado húmedo como almacén y excesivamente lúgubre y siniestro incluso para la colada. Sólo parecía contener un fogón y una caldera. No comprendí a qué podía referirse Eva.

Entonces, la luz de la linterna iluminó un largo muro de ladrillo al fondo del sótano y nos acercamos.

El muro de ladrillo, de construcción más reciente que los antiguos cimientos de piedra, era esencialmente un tabique que dividía el sótano en dos mitades y que llegaba hasta las viejas vigas de roble.

Exactamente en el centro había una hermosa puerta de roble labrado. La linterna iluminó una placa de bronce sobre la puerta, en la que se leía: «Bodega privada de Su Excelencia.»Puesto que Su Excelencia carecía de sentido del humor, supuse que se trataba de un obsequio de algún admirador o incluso, posiblemente, de Emma.

– ¿Crees que deberíamos entrar? -susurró Beth.

– Sólo si la puerta no está cerrada con llave. Normas de registro y confiscación -respondí antes de entregarle la linterna, intentar girar el pomo de latón, comprobar que estaba cerrada con llave y ver el agujero de la cerradura encima del pomo-. Está sólo atascada -añadí.

Levanté el hacha, golpeé la cerradura y la madera se astilló, pero la puerta resistió. Después de otros cuantos hachazos se abrió de par en par.

Beth apagó la linterna en el momento en que se abrió la puerta y nos encontramos de espaldas al muro, uno a cada lado de la misma, con las pistolas en la mano.

– ¡Policía! ¡Salga con las manos en alto! -ordené.

Nadie respondió.

Arrojé el hacha por la puerta abierta y cayó al suelo con un ruido metálico, pero nadie disparó.

– Entra tú primero -dije-. A mí ya me han disparado este año.

– Gracias -respondió antes de agacharse-. Voy a la derecha.

Entró rápidamente por la puerta, la seguí y me situé a la izquierda. Permanecimos agachados e inmóviles, con las pistolas levantadas.

No alcanzaba a ver nada, pero sentía que la sala estaba más fría y tal vez más seca que el resto del sótano.

– ¡Policía! -exclamé-. ¡Levante las manos!

Después de otro medio minuto, Beth encendió la linterna. El rayo se desplazó por la sala e iluminó una hilera de estanterías repletas de botellas de vino. Movió la luz a nuestro alrededor. En el centro de la sala había una mesa con dos candelabros, varias velas y una caja de fósforos. Encendí unas diez velas, que llenaron el ambiente de luz parpadeante.

Había estanterías por todas partes, como era de esperar en una bodega. También había varios montones de cajas de vino, de madera y de cartón, unas abiertas y otras cerradas, así como media docena de barriles en sus correspondientes peanas. Vi serpentines de refrigeración en las paredes, con protecciones de plástico. El techo parecía de cedro y la piedra rugosa del suelo estaba cubierta de baldosas.

– Yo guardo mis dos botellas de vino en el armario de la cocina -dije.

Beth cogió la linterna y examinó algunas de las botellas polvorientas de los estantes.

– Esto son vinos franceses añejos -declaró.

– Probablemente guarda el suyo en el garaje -respondí.

Beth iluminó el muro de piedra, donde había amontonadas varias docenas de cajas de cartón.

– Aquí hay algo de vino suyo -dijo Beth-. Y los barriles también llevan sus etiquetas.

Miramos un rato a nuestro alrededor y vimos un aparador con copas, sacacorchos, servilletas, etcétera. Vimos también varios termómetros y todos marcaban dieciséis grados centígrados.

– ¿Qué intentaba decirnos Eva? -pregunté por fin.

Miré a Beth a la luz de las velas y se encogió de hombros.

– Tal vez deberíamos examinar esas cajas -respondió.

– Puede que tengas razón.

Empezamos a mover las cajas de madera y de cartón. Abrimos un par de ellas, pero sólo contenían botellas de vino.

– ¿Qué buscamos? -preguntó Beth.

– No lo sé, pero vino no.

En un rincón, donde se unían los dos muros de piedra, había un montón de cajas de vino de los viñedos Tobin, todas ellas con la etiqueta «Autumn Gold». Me acerqué y empecé a arrojarlas a un pasillo entre dos hileras de estanterías. El ruido de cristales rotos y el olor a vino impregnaban la sala.

– No tienes por qué estropear un buen vino -dijo Beth-. Tranquilízate. Pásame las cajas.

– Quítate de en medio -respondí sin hacerle caso.

Después de arrojar las últimas cajas, allí, en el rincón, había algo que no era vino. En realidad, era una nevera portátil de aluminio, que contemplé a la luz de las velas.

Beth se me acercó con la linterna e iluminó la caja de aluminio.

– ¿Es ésa la caja de la que hablabas?, ¿la nevera portátil del barco de los Gordon?

– Realmente lo parece. Pero es una caja bastante común y a 110 ser que tenga huellas dactilares, lo que dudo, nunca lo sabremos con seguridad. Sospecho que ésta es la caja que todo el mundo creía que contenía ántrax refrigerado.

– Todavía es posible que lo tenga -dijo Beth-. No estoy completamente convencida de esa historia del tesoro pirata.

– Espero que los técnicos detecten alguna huella dactilar en esa superficie de aluminio rugoso -respondí y di media vuelta para retirarme.

– Espera. ¿No vas a…? Quiero decir…

– ¿Abrirla? ¿Estás loca? ¿Manipular las pruebas? Ni siquiera deberíamos estar aquí. No tenemos orden de…

– ¡Déjate de tonterías!

– ¿Cómo?

– Abre esa maldita caja. O, mejor dicho, yo la abriré. Toma esto -dijo mientras me ofrecía la linterna. La cogí y me agaché entre dos cajas de vino-. Dame un pañuelo o algo por el estilo.

Le entregué mi pañuelo y, con él en la mano, Beth abrió el cerrojo y levantó la tapa.

Mantuve la linterna enfocando la caja. Supongo que esperábamos encontrarnos con oro y joyas, pero antes de que la tapa estuviera completamente abierta, lo que vimos fue una calavera humana que nos miraba. Beth se sobresaltó, retrocedió y se cerró la tapa. A varios pasos de la caja, recuperó el aliento, señaló la caja y se quedó momentáneamente sin habla.

– ¿Has visto eso? -preguntó por fin.

– Sí. Está muerto -respondí.

– ¿Cómo…? ¿Por qué…?

– Pañuelo -dije después de agacharme junto a la caja.

Me lo entregó y levanté la tapa. El haz luminoso de la linterna se desplazó por el interior de la caja de aluminio y comprobé que la calavera descansaba sobre otros huesos. Había una moneda de cobre cubierta de cardenillo en cada cuenca de los ojos de la calavera.

Beth se agachó junto a mí y apoyó una mano en mi hombro, para mantener el equilibrio o para sentirse más segura.

– Es parte de un esqueleto humano -dijo después de recuperar el control de sí misma-. Un niño.

– No, un adulto de poca estatura. Las personas eran más pequeñas en aquella época. ¿Has visto alguna vez una cama del siglo XVII? Una vez dormí en una.

– Dios mío… ¿Qué hace ahí ese esqueleto…? ¿Qué más hay en la caja…?

Introduje la mano, agarré algo desagradable al tacto y lo levanté a la luz de la linterna.

– Madera podrida.

Ahora alcanzaba a ver que debajo de los huesos había varios trozos de madera podrida y, al mirar más detenidamente, descubrí piezas de latón cubiertas de cardenillo, algunos clavos de hierro oxidado y un fragmento de tela raída.

Los huesos no eran blancos, sino de un castaño rojizo, y me percaté de que estaban impregnados de tierra y arcilla, lo que indicaba que no habían sido enterrados en un ataúd y que habían permanecido mucho tiempo bajo tierra.

Después de hurgar en la caja encontré un candado de hierro oxidado y cuatro monedas de oro, que le entregué a Beth.