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Me puse de pie y me limpié la mano con el pañuelo.

– El tesoro del capitán Kidd.

– ¿Esto? -preguntó Beth, mirando las cuatro monedas de oro en su mano.

– Parte de él. Lo que vemos aquí es parte de un baúl de madera, a mi juicio fragmentos de la tapa, que ha sido forzada. El baúl estaba envuelto en esa lona o hule podrido, para protegerlo del agua durante un año aproximadamente, pero no a lo largo de trescientos años.

– ¿Quién es ése? -preguntó Beth, señalando la calavera.

– Supongo que es el guardián del tesoro. A veces asesinaban a un condenado, un indígena, un esclavo o un desgraciado y lo arrojaban sobre el baúl. En aquella época se creía que el fantasma del muerto permanecía inquieto y ahuyentaba a quien intentara excavar su tumba.

– ¿Cómo lo sabes?

– Lo he leído en un libro. Y para los que no eran supersticiosos y hubieran visto que allí se enterraba algo o advirtieran la tierra removida, si cavaban, se encontraban con un cadáver y podían suponer que se trataba sólo de una tumba. Muy astuto, ¿no te parece?

– Supongo. Yo no seguiría excavando.

Permanecimos un rato en la bodega, sumidos en nuestros pensamientos. El contenido de la caja de aluminio no desprendía un olor particularmente agradable y me agaché para cerrar la tapa.

– Supongo que todo esto iba a aparecer en algún lugar, cualquier día, junto con el oro y las joyas -dije.

– ¿Pero dónde está el tesoro? -preguntó de nuevo Beth mientras observaba las monedas de oro en su mano.

– Si los esqueletos pudieran hablar, estoy seguro de que nos lo dirían.

– ¿Por qué tiene monedas en los ojos?

– Está relacionado con alguna superstición.

– Tenías razón -dijo Beth después de mirarme-. Te felicito por tu excelente trabajo de investigación.

– Gracias -respondí-. Vamos a tomar un poco de aire fresco.

Capítulo 33

Cuando subimos a la cocina, comprobamos que Eva había desaparecido.

– Puede que aquí tenga lo suficiente para conseguir una orden de registro -dijo Beth.

– No -respondí-. Lo que hemos encontrado aquí no está relacionado de ningún modo con los asesinatos, salvo de modo circunstancial. No olvides que han muerto tres testigos potenciales.

– De acuerdo… pero aquí hay restos humanos -dijo Beth-. Para empezar ya es algo.

– Cierto; justifica una llamada telefónica. Pero no menciones que los huesos pueden tener trescientos años.

Beth levantó el auricular del teléfono de pared.

– No hay línea -dijo.

– Prueba mi móvil -respondí mientras le entregaba las llaves del coche.

Salió por la puerta trasera, subió al Jeep, marcó un número y vi que hablaba con alguien.

Di un paseo por la planta baja de la casa. Estaba decorada con lo que parecían verdaderas antigüedades, pero podían ser buenas reproducciones. El estilo parecía esencialmente rural inglés, puede que de mitad del siglo XIX. Estaba claro que Fredric Tobin sabía cómo gastar su dinero. Había construido un mundo entero de placer, buen gusto y elegancia, más propio de los Hamptons que del norte de Long Island, que se enorgullecía de las virtudes y los gustos sencillos tradicionales. Indudablemente, Tobin hubiera preferido encontrarse en Burdeos o, por lo menos, en los Hamptons junto a Martha Stewart, intercambiando recetas de lenguas de colibrí rellenas, pero, de momento, como la mayoría de la gente, debía vivir cerca de donde trabajaba, donde el vino le proporcionaba el pan. En la sala de estar había un hermoso aparador de madera tallada, con cristal curvado y biselado, lleno de lo que parecían objetos de un valor incalculable. Cuando lo abrí crujió y emitió pequeños tintineos. Me encanta ese sonido; mis antepasados debieron de ser vándalos, visigodos o algo por el estilo.

Había un pequeño estudio junto a la sala de estar y examiné el escritorio de su excelencia, pero allí no guardaba gran cosa. Vi algunas fotos enmarcadas, una de Sondra Wells y otra de su verdadero amor: él mismo en el puente de su yate.

Encontré su agenda y busqué el nombre de los Gordon. Tom y Judy estaban ahí, pero sus nombres habían sido tachados. Busqué Whitestone y vi que el nombre de Emma también estaba tachado. Teniendo en cuenta que la había asesinado aquella misma mañana y que todavía no se había desvelado la noticia, eso era indicio de una mente muy enfermiza y meticulosa. El tipo de mente que a veces perjudica a quien la posee.

En la sala había una chimenea y, sobre su repisa, los soportes de dos rifles, pero allí no estaba ninguna de las armas. Eva había demostrado ser una testigo fiable.

Regresé a la cocina y me asomé a la ventana posterior. La mar estaba enfadada, como dirían los viejos lobos de mar, pero aún no estaba furiosa. Sin embargo, era incapaz de imaginar qué podía haber impulsado a Fredric Tobin a salir en un día como ése. En realidad, sí podía imaginarlo. Debía reflexionar un poco.

Beth regresó a la casa con el poncho empapado de agua, después de la corta carrera desde el coche.

– Hay un equipo de forenses en la casa de los Murphy -dijo después de entregarme las llaves- y otro en… el otro lugar. Ya no dirijo la investigación del caso Gordon -agregó.

– Mala suerte -respondí-. Pero no te preocupes, ya has resuelto el caso.

– Tú lo has resuelto.

– Eres quien debe demostrarlo. No envidio tu trabajo; Tobin puede acabar contigo, Beth, si no sigues con mucho tiento.

– Lo sé… -respondió y consultó su reloj-. Son las siete menos veinte. El personal forense y de homicidios viene hacia aquí, tardarán un poco en cruzar la tormenta. Conseguirán una orden de registro antes de entrar en la casa. Debemos estar fuera cuando lleguen.

– ¿Cómo justificarás haber estado ya en el interior del edificio?

– Eva nos invitó a entrar. Estaba asustada y creía que corría peligro. Lo elaboraré un poco, no debes preocuparte por eso. Diré que bajé al sótano para comprobar la electricidad.

– Estás aprendiendo a protegerte. -Sonreí-. Parece que alternas con polis callejeros.

– Me debes cierta protección, John. Has quebrantado todas las normas del manual.

– Apenas he pasado de la primera página.

– Y no vas a seguir.

– Beth, ese individuo ha matado a tres personas por las que sentía mucho afecto y a una inocente pareja de ancianos. Las tres últimas víctimas no habrían fallecido si yo hubiera actuado con mayor rapidez y pensado mejor.

– No te sientas culpable -dijo Beth después de colocar una mano sobre mi hombro-. La policía era responsable de la seguridad de los Murphy… Y en cuanto a Emma… sé que yo no habría imaginado que corría peligro…

– No quiero hablar de eso.

– Lo comprendo. No tienes por qué hablar con la policía del condado cuando llegue. Márchate y yo me ocuparé de todo.

– Buena idea -dije lanzándole las llaves del coche-. Hasta luego.

– ¿Adónde vas sin las llaves?

– A dar una vuelta en barco -respondí y cogí la llave del Fórmula del tablero.

– ¿Estás loco?

– El jurado lo está deliberando. Hasta luego.

Me dirigía hacia la puerta trasera cuando Beth me agarró del brazo.

– No, John. Vas a matarte. Atraparemos a Fredric Tobin más tarde.

– Quiero atraparlo ahora, con sangre fresca en las manos.

– No, John -insistió mientras me estrujaba el brazo-. Ni siquiera sabes adonde ha ido.

– Sólo hay un lugar al que iría en barco en un día como hoy.

– ¿Adónde?

– Ya lo sabes: Plum Island.

– ¿Pero por qué?

– Creo que el tesoro todavía está allí.

– ¿Cómo lo sabes?

– Lo supongo. Ciao.

Me marché antes de que pudiera volver a impedírmelo.