Crucé el jardín en dirección al barco. Realmente aullaba el viento y una enorme rama cayó cerca de mí. Ya casi había oscurecido, pero no me importaba porque no deseaba ver el aspecto del agua.
Avancé por el embarcadero de poste en poste, con pequeñas carreras para que el viento no me arrojara al agua. Por fin llegué al cobertizo, que crujía y rechinaba. A la luz del crepúsculo comprobé que el Fórmula 303 seguía ahí, pero me percaté de que el ballenero había desaparecido y me pregunté si lo habría arrastrado el oleaje después de soltarse accidentalmente las amarras o si Tobin lo remolcaba con el Chris Craft como bote salvavidas o para acercarse a la playa de Plum Island.
Contemplé el Fórmula que subía y bajaba a merced del oleaje y golpeaba las defensas del embarcadero flotante. Titubeé momentáneamente mientras procuraba entrar en razón y convencerme de que no era necesario salir en barco durante la tormenta. De un modo u otro, Tobin estaba acabado. O puede que no. Tal vez debía acabar con él antes de que se rodeara de abogados, coartadas e indignación por mis violaciones de sus derechos civiles. Los muertos no pueden llevar a nadie ante los tribunales.
Seguí contemplando el Fórmula y, a la luz crepuscular, tuve la sensación de que Tom y Judy estaban a bordo, sonrientes, gesticulando para que me reuniera con ellos. Luego cruzó por mi mente la imagen de Emma y vi que me sonreía mientras nadaba en la bahía. A continuación vi la cara de Tobin cuando hablaba con ella en la fiesta, consciente de que la mataría…
Más allá de los requisitos legales, comprendí que para mí la única forma satisfactoria de cerrar el caso consistía en capturar personalmente a Fredric Tobin y luego… ya lo pensaría cuando llegara el momento.
De pronto, acababa de saltar a la movediza cubierta de la lancha, donde tuve que agarrarme para recuperar el equilibrio, y me dirigí al asiento de la derecha, el asiento del capitán.
Mi primer problema consistió en encontrar el contacto, que por fin localicé cerca del acelerador. Intenté recordar lo que les había visto hacer a los Gordon, así como el texto de una tarjeta de plástico, que en una ocasión me habían mostrado para que la leyera, titulada De pronto al mando. Después de leerla, había decidido que no deseaba estar de pronto al mando. Pero ahora lo estaba y ojalá hubiera tenido esa tarjeta a mano.
En todo caso, recordé que debía colocar ambos selectores de velocidades en punto muerto, introducir la llave en el contacto, hacerla girar y luego… ¿qué? No ocurría nada. Vi dos botones con la palabra start y pulsé el de la derecha. El motor de estribor giró y se puso en marcha. Luego pulsé el otro botón y arrancó el motor de babor. Me percaté de que los motores giraban un poco a trompicones y pulsé ligeramente ambos aceleradores. Recordé que debía dejar que se calentaran unos minutos; no quería que se me pararan en aquel mar. Mientras se calentaban, encontré un cuchillo en la guantera abierta, corté el cabo de guía, luego las dos amarras y el barco se desplazó inmediatamente sobre una ola, hasta golpear el costado del cobertizo, a unos dos metros del embarcadero.
Puse marcha avante y agarré las palancas de ambos aceleradores. El barco estaba aproado hacia la bahía y lo único que debía hacer era empujar las palancas de ambos aceleradores para entrar en la tormenta.
Estaba a punto de hacerlo cuando oí un ruido a mi espalda y volví la cabeza. Era Beth que me llamaba por encima del ruido del viento, del agua y de los motores.
– ¡JOHN!
– ¿Qué?
– ¡Espera! ¡Voy contigo!
– ¡Vamos! -exclamé después de colocar la palanca de cambio en posición de retroceso, agarrar el timón y lograr acercarme al embarcadero-. ¡Salta!
Saltó sobre la movediza cubierta a mi espalda y se cayó.
– ¿Estás bien?
Se puso de pie, una ola levantó el barco y volvió a caerse.
– Estoy bien -respondió después de levantarse de nuevo e instalarse en el asiento izquierdo-. Vamos.
– ¿Estás segura?
– ¡Adelante!
Apreté los aceleradores y salimos del cobertizo para penetrar en la lluvia. Al cabo de un segundo, vi una ola gigantesca que se nos acercaba por estribor. Viré y dirigí la proa a la ola. El barco se elevó sobre la cresta de la ola, que rompió a nuestra espalda y nos dejó literalmente suspendidos en el aire. Cayó de proa y penetró en el oleaje. Luego se elevó la proa, la popa penetró en el agua, empezaron a empujar las hélices y nos pusimos en marcha, aunque en la dirección equivocada. Aproveché la depresión entre dos olas para virar ciento ochenta grados y dirigirnos al este. Cuando pasábamos junto al cobertizo oí un fuerte crujido, vi cómo toda la estructura se ladeaba a la derecha y luego se derrumbaba en el mar efervescente.
– ¿Sabes lo que haces? -preguntó Beth por encima del ruido de la tormenta.
– Por supuesto. Hice un cursillo titulado De pronto al mando.
– ¿Sobre barcos?
– Eso creo -respondí antes de volver la cabeza y cruzar las miradas-. Gracias por haber venido.
– Conduce -dijo Beth.
El Fórmula avanzaba a media potencia, que es como creo que debe hacerse para mantener el control en una tormenta. Parecíamos estar por encima del agua la mitad del tiempo, volando sobre las crestas de las olas, luego penetrábamos en otras olas, chirriaban las hélices, mordían el agua y nos propulsaban como un cohete hacia adelante. Sabía que debía mantener la proa en dirección al oleaje y evitar que alguna ola grande nos golpeara de costado. El barco probablemente no se hundiría, pero podría volcar. Había visto barcos volcados en la bahía en tormentas menos bravas.
– ¿Sabes navegar? -preguntó Beth.
– Por supuesto. En rojo se gira a la derecha.
– ¿Qué significa eso?
– Se debe mantener la señal roja a la derecha cuando se entra en un puerto.
– Nosotros no vamos a ningún puerto. Salimos a la mar.
– Entonces hay que buscar señales verdes.
– No veo ninguna señal -dijo Beth.
– Yo tampoco. Me quedaré a la derecha de la doble línea blanca. Eso no puede perjudicarnos.
No respondió.
Intenté mentalizarme. Navegar no era la mayor de mis aficiones, pero me habían invitado a muchos barcos a lo largo de los años y creía haber adquirido algunos conocimientos desde que era niño. En junio, julio y agosto había salido con los Gordon una docena de veces y a Tom, que no dejaba de charlar, le encantaba compartir conmigo su entusiasmo y sus conocimientos náuticos. No recordaba haberle prestado demasiada atención (me interesaba mucho más Judy en biquini), pero tenía la seguridad de que en algún lugar de mi cerebro había un recoveco titulado Barcos. Sólo debía encontrarlo. En realidad, estaba seguro de que sabía más sobre barcos de lo que me imaginaba. O eso esperaba.
Estábamos ahora en plena bahía de Peconic y el barco golpeaba duramente el agua, entre continuas sacudidas y zarandeos, como si condujera un coche sobre los travesaños de una vía de ferrocarril. Percibía que mi estómago no estaba sincronizado con el movimiento vertical del barco: cuando el barco descendía, mi estómago estaba todavía arriba y cuando se elevaba, descendía mi estómago. O eso parecía. Como la visibilidad era nula a través del parabrisas, me levanté para mirar por encima de él, con el trasero apoyado en el asiento, la mano derecha en el timón y la izquierda agarrada al salpicadero. Había tragado suficiente agua salada para elevar cincuenta puntos la presión sanguínea. También empezaban a arderme los ojos. Miré a Beth y comprobé que también se frotaba los ojos.
A mi derecha vi un enorme velero de costado en el agua, con la quilla ligeramente visible y el palo mayor y la vela parcialmente sumergidos.
– Dios mío -exclamé.
– ¿Necesitan ayuda? -preguntó Beth.
– No veo a nadie.
Me acerqué al velero, pero no parecía haber nadie agarrado a los palos o a la arboladura. Encontré el botón de la sirena en el salpicadero y lo pulsé varias veces, pero no vi ninguna señal de vida.