– ¡Beth!
– ¡Estoy aquí! ¡Ahora voy! -respondió desde el camarote.
Subió a gatas por la escalera y me di cuenta de que le sangraba la frente.
– ¿Estás bien? -pregunté.
– Sí… sólo me he dado algún golpe. Me duele el trasero. -Intentó reírse, pero dio la impresión de que sollozaba-. Esto es una locura.
– Baja al camarote y prepárate un martini; mezclado, no agitado.
– Tu absurdo sentido del humor parece ir con la situación. Se empieza a acumular agua en el camarote y oigo que funcionan las bombas de la sentina. ¿Tienes algún chiste para eso?
– Pues… no sé… tal vez lo que oyes no es la bomba, sino el vibrador de Sondra Wells bajo el agua. ¿Qué te parece?
– Me parece que voy a saltar por la borda. ¿Bastan las bombas para eliminar el agua que entra?
– Supongo. Depende de cuántas olas rompan en cubierta.
A decir verdad, me había percatado de que el timón respondía torpemente, como consecuencia del peso del agua en la sentina y en el camarote.
Guardamos silencio durante los diez minutos siguientes. Entre ráfagas de viento cargadas de lluvia, mi visibilidad alcanzó unos cincuenta metros durante unos segundos, pero no vislumbré el yate de Tobin, ni ningún otro barco, salvo un par de pequeñas embarcaciones que habían zozobrado y la tormenta arrastraba a la deriva.
Me percaté de un nuevo fenómeno o tal vez debería decir un nuevo horror, que era algo que los Gordon denominaban seguimiento del mar y que había experimentado con ellos aquel día en el estrecho. Lo que ocurría era que el mar a nuestra espalda avanzaba con mayor rapidez que el barco, golpeaba la popa de la embarcación y la dejaba casi descontrolada, con un movimiento lateral denominado guiñada. Las dos únicas cosas correctas eran que seguíamos todavía rumbo este y que aún flotábamos, aunque no sé por qué.
Eché la cabeza atrás para que la lluvia me limpiara la sal de la cara y de los ojos. Y, como me encontraba mirando al cielo, dije para mis adentros: El domingo por la mañana fui a la iglesia, Señor. ¿Me viste? En la capilla metodista de Cutchogue. A la izquierda del banco central. ¿Emma? Díselo. Eh, Tom, Judy, señores Murphy… hago esto por vosotros. Podréis agradecérmelo personalmente dentro de unos treinta o cuarenta años.
– ¿John?
– ¿Qué?
– ¿Qué estás mirando ahí arriba?
– Nada. Tomo un poco de agua fresca.
– Te traeré agua del camarote.
– Todavía no. Quédate aquí un poco -respondí-. Luego te dejaré el timón y descansaré un rato.
– Buena idea -dijo Beth y permaneció silenciosa durante un minuto-. ¿Estás… preocupado? -preguntó luego.
– No. Estoy asustado.
– Yo también.
– ¿Ha llegado el momento del pánico?
– Todavía no.
Examiné el salpicadero y vi por primera vez el indicador de combustible. Señalaba aproximadamente un octavo de depósito, lo que equivalía a unos cincuenta litros, que, a media aceleración, con aquellos enormes motores contra la tormenta, significaba que no nos quedaba mucho tiempo ni podíamos recorrer una gran distancia. Me pregunté si lograríamos llegar a Plum Island. Quedarse sin gasolina en un coche no es el fin del mundo, quedarse sin combustible en un avión es el fin del mundo y quedarse sin gasolina en un barco durante una tormenta probablemente también lo era. Decidí que debía vigilar el indicador de combustible.
– ¿Se ha convertido ya en huracán? -pregunté.
– No lo sé, John, y me importa un comino.
– Lo mismo digo.
– Tenía la impresión de que no te gustaba el mar.
– Me encanta el mar. Lo que no me gusta es estar sobre él.
– Hay varios puertos deportivos y ensenadas en la costa de Shelter Island. ¿Quieres arrimarte a puerto?
– ¿Y tú?
– Sí, pero no.
– Lo mismo digo -respondí.
Por fin entramos en el estrecho entre el norte de Long Island y Shelter Island. La boca del estrecho medía aproximadamente un kilómetro y Shelter Island, al sur, tenía suficiente volumen y elevación para protegernos, por lo menos, parcialmente del viento. Con menos aullidos y chapoteo podíamos hablar con más facilidad, y el mar estaba ligeramente más calmado.
Beth se puso de pie y se sujetó al asa del salpicadero, situada encima de la escalera.
– ¿Qué crees que sucedió aquel día?, ¿el día de los asesinatos? -preguntó.
– Sabemos que los Gordon salieron del puerto de Plum Island a las doce del mediodía, aproximadamente -respondí-. Se alejaron lo suficiente de la orilla para que el barco patrulla no pudiera identificarlos. Miraron con los prismáticos y esperaron a que pasara el barco de vigilancia. Luego apretaron el acelerador y se dirigieron a toda prisa a la playa. Disponían de entre cuarenta y sesenta minutos antes de que apareciera de nuevo el barco patrulla. Esto quedó claro en Plum Island, ¿no es cierto?
– Sí, pero yo creía que hablábamos de terroristas o personas no autorizadas. ¿Me estás diciendo que entonces pensabas ya en los Gordon?
– Más o menos. No sabía por qué ni lo que se proponían, pero quería saber cómo podían haber hecho lo que fuera: un robo, etcétera.
– Sigue -asintió Beth.
– Después de una veloz carrera se acercaron a la orilla. Si un barco patrulla o un helicóptero hubiera visto su barco fondeado, no habría sido un grave problema porque todo el mundo reconocía su singular embarcación. No obstante, según Stevens, nadie vio su barco aquel día. ¿Correcto?
– De momento.
– Hacía un apacible y bonito día veraniego. Los Gordon se acercaron a la orilla en su bote de goma, con la caja de aluminio a bordo, y lo ocultaron entre los matorrales.
– Y las palas.
– No. Ya habían desenterrado el tesoro y lo habían ocultado en un lugar de fácil acceso. Pero antes tenían que preparar el terreno: trabajo de archivo y arqueológico, comprar la parcela de Margaret Wiley, etcétera.
– ¿Crees que los Gordon intentaban engañar a Tobin? -preguntó Beth.
– No lo creo. Los Gordon se habrían contentado con la mitad del tesoro, menos otra mitad para el gobierno. Sus necesidades no se acercaban, ni de lejos, a las de Tobin. Además, los Gordon aspiraban a la publicidad y la fama de ser los descubridores del tesoro del capitán Kidd. Sin embargo, las necesidades de Tobin eran otras y también su plan. Ningún escrúpulo le impedía asesinar a sus socios, apoderarse de la totalidad del tesoro, ocultar la mayor parte de él, descubrir luego una pequeña parte en su propia finca y celebrar una subasta en Sotheby's, ante la prensa y los inspectores de Hacienda.
Beth se llevó la mano bajo el chubasquero y sacó las cuatro monedas de oro. Me las mostró y yo cogí una para examinarla, mientras ella se ocupaba del timón. La moneda era del tamaño aproximado de un cuarto de dólar, pero muy pesada; siempre me ha sorprendido lo mucho que pesa el oro. Era muy brillante, con el perfil de un individuo y una escritura que parecía española.
– Esto podría ser lo que llaman un doblón -dije mientras se lo devolvía.
– Quédatelo para que te traiga suerte.
– ¿Suerte? No necesito la clase de suerte que le ha dado a los demás.
Beth asintió mientras examinaba las tres monedas que tenía en la mano y luego las arrojó por la borda. Yo hice lo mismo.
Evidentemente, fue un gesto idiota, pero hizo que nos sintiéramos mejor. Comprendí la superstición universal de los marinos de arrojar algo valioso o a una persona por la borda, para apaciguar el mar y que éste dejara de hacer lo que fuera que los estuviera aterrorizando.
De modo que nos sentimos mejor después de arrojar las monedas al mar, y el viento amainó realmente un poco conforme avanzábamos junto a la costa de Shelter Island y disminuyó también la altura y la frecuencia de las olas, como si hubiera surtido efecto la ofrenda.