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Las masas de tierra a mi alrededor parecían negras, completamente desprovistas de color, como pilas de carbón, mientras que el mar y el cielo desprendían una aterradora luminiscencia gris. Normalmente, a aquella hora podían verse las luces de la costa, indicios de existencia humana, pero al parecer se había interrumpido el fluido eléctrico en todas partes y la costa había retrocedido uno o dos siglos en el tiempo.

En general, la tormenta era todavía horrible y sería de nuevo mortífera cuando nos separáramos de Shelter Island para entrar en la bahía de Gardiners.

Sabía que debía encender mis luces de navegación, pero había sólo otro barco en la zona y no quería que me viera. Estaba seguro de que él tampoco había encendido sus luces.

– De modo que los Gordon no tuvieron tiempo de regresar a por su segundo cargamento antes de que pasara de nuevo el barco patrulla de Plum Island -dijo Beth.

– Efectivamente -respondí-. En un bote de goma sólo se puede transportar cierta cantidad, y no quisieron dejar los huesos y lo demás en la lancha mientras hacían un segundo viaje.

– De modo que decidieron disponer de lo que ya habían recuperado -afirmó Beth- y volver en otro momento a por la parte principal del tesoro.

– Exactamente. Con toda probabilidad aquella misma noche, a juzgar por el cabo provisional con que amarraron el barco. De camino a su casa, debieron de pasar por la de Tobin en Founders Landing. Estoy seguro de que pararon en el cobertizo, tal vez con la intención de dejar en su casa los huesos, el baúl podrido y las cuatro monedas como una especie de recuerdo del hallazgo. Cuando vieron que no estaba el ballenero, dedujeron que Tobin había salido y se dirigieron a su propia casa.

– Donde sorprendieron a Tobin.

– Eso es. Él ya había saqueado la casa para simular un robo y comprobar si los Gordon ocultaban parte del tesoro.

– También querría comprobar si en la casa había alguna prueba que pudiera incriminarlo.

– Por supuesto. Luego los Gordon atracaron en su propio embarcadero y puede que entonces izaran las banderas de señalización de «Cargamento peligroso, necesitamos ayuda». Estoy seguro de que izaron la bandera pirata por la mañana, para indicarle a Tobin que aquél era, efectivamente, el día de marras, como estaba previsto. El mar estaba tranquilo, no llovía y se sentían muy seguros de sí mismos y repletos de buenas intenciones…

– Y cuando los Gordon atracaron en su embarcadero, el ballenero de Tobin estaba en algún lugar cercano de las marismas.

– Sí -respondí antes de reflexionar unos instantes-. Probablemente nunca sabremos lo que ocurrió a continuación: lo que se dijeron, lo que Tobin creía que contenía la caja, lo que a los Gordon les pareció que Tobin se proponía. En algún momento, los tres comprendieron que su sociedad había terminado. Tobin sabía que no tendría otra oportunidad para asesinar a sus socios. De modo que levantó su arma, pulsó la palanca de la sirena de aire comprimido y apretó el gatillo. La primera bala alcanzó a Tom en la frente a bocajarro, Judy dio un grito, miró a su marido y recibió el segundo balazo en la sien… Tobin soltó la palanca de la sirena. Abrió la caja de aluminio y comprobó que apenas contenía oro o joyas. Supuso que el resto del botín estaba a bordo del Spirochete y registró el barco. No encontró nada. Se dio cuenta de que acababa de matar las gallinas que debían entregarle los huevos de oro. Pero no estaba todo perdido. Sabía o creía que podía acabar el trabajo solo.

Beth asintió y reflexionó unos momentos.

– O puede que Tobin tenga otro cómplice en la isla.

– Desde luego -respondí-. En cuyo caso, prescindir de los Gordon no tenía mucha importancia.

Proseguimos por el estrecho, que tiene seis kilómetros de longitud por uno como mínimo de ancho. Ahora reinaba decididamente la oscuridad: ninguna luz, un cielo sin luna ni estrellas y sólo un mar negro como el azabache y un cielo como el carbón. Apenas se distinguían las señales del canal. De no haber sido por ellas, habría estado completamente perdido y desorientado y habría acabado contra las rocas o en algún banco de arena.

Vi algunas luces en la orilla a nuestra izquierda y comprendí que nos encontrábamos frente a Greenport, donde, evidentemente, utilizaban generadores de emergencia.

– Greenport -dije.

Beth asintió.

A ambos se nos ocurrió la misma idea, que fue la de refugiarnos en el puerto. Imaginé que estábamos en un bar, donde se festejaba tradicionalmente el huracán, a la luz de las velas y con cerveza caliente.

En algún lugar a nuestra derecha, aunque no alcanzaba a verlo, se encontraba el puerto de Dering, en Shelter Island, y sabía que allí había un club deportivo donde podría amarrar el barco. Greenport y Dering eran los últimos puertos de fácil acceso antes del mar abierto. Miré a Beth.

– Cuando pasemos de Shelter Island, el mar estará muy agitado -dije.

– Está muy agitado ahora -respondió, encogiéndose de hombros-. Intentémoslo; siempre podremos dar media vuelta.

Consideré que era el momento de mencionarle el estado del combustible.

– Nos queda poca gasolina y en algún lugar de la bahía de Gardiners nos encontraremos en la legendaria situación de no poder regresar.

– No te preocupes por eso -respondió Beth después de mirar fugazmente el indicador de combustible-. Zozobraremos mucho antes.

– Eso suena como una de las imbecilidades que yo suelo decir.

Inesperadamente, me sonrió. Luego bajó al camarote y regresó con un salvavidas, es decir, una botella de cerveza.

– Bendita seas -exclamé.

El movimiento del barco era tan violento que no podía llevarme la botella a la boca sin golpearme los dientes y opté por verter la cerveza desde lo alto a mi boca abierta, pero la mitad me cayó en la cara.

Beth trajo una carta de navegación plastificada, que colocó sobre el salpicadero.

– Ahí delante, a la izquierda, está Cleeves Point y allí, a la derecha, se encuentra Hays Beach Point, en Shelter Island. Pasados esos puntos, entraremos en una especie de embudo entre Montauk Point y Orient Point, donde penetra de lleno la fuerza del Atlántico.

– ¿Eso es bueno o malo?

– No tiene gracia.

Tomé otro trago de cerveza, una marca cara de importación, como era de esperar en Fredric Tobin.

– Me gusta la idea de robarle el barco y tomarme su cerveza -dije.

– ¿Qué te ha resultado más divertido -preguntó Beth-, destrozarle el piso o hundirle el barco?

– El barco no se hunde.

– Deberías mirar abajo.

– No es necesario, lo percibo en el timón -respondí-. Buen lastre.

– De pronto te has convertido en un auténtico marino.

– Aprendo con rapidez.

– Claro. Descansa un poco, John. Yo me ocuparé del timón.

– De acuerdo.

Cogí la carta de navegación, le cedí el timón a Beth y descendí al camarote.

El suelo estaba cubierto por casi diez centímetros de agua, lo que significaba que las bombas de la sentina no achicaban lo suficiente. Un poco de agua no importaba como lastre, así compensaba la pérdida de peso de los depósitos de combustible. Era una pena que los motores no pudieran alimentarse de agua.

Fui al váter y vomité medio litro de agua salada. Me lavé la sal de la cara y de las manos y regresé al camarote. Luego me senté en uno de los bancos convertibles en cama para estudiar la carta de navegación y tomarme la cerveza. Me dolían los brazos, los hombros, las piernas y las caderas, y me palpitaba el pulmón, pero mi estómago estaba mucho mejor. Después de examinar la carta un par de minutos, me dirigí al frigorífico en busca de otra cerveza y subí a cubierta.

Beth se manejaba perfectamente en la tormenta, que, como ya he dicho, no era tan violenta a sotavento de Shelter Island. La mar era gruesa, pero previsible, y el viento no era tan violento a resguardo de la isla.