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Miré al horizonte y alcancé a distinguir la silueta negra de los dos cabos, que señalaban el fin del pasaje protegido.

– Yo me ocuparé del timón -dije-. Tú coge la carta de navegación.

– De acuerdo -respondió mientras señalaba en la carta-. Ahora la navegación será un poco compleja. Debes mantenerte a la derecha del faro de Long Beach.

– Muy bien -dije.

Cambiamos de lugar. Cuando pasaba junto a mí miró hacia la popa y dio un grito.

Supuse que había sido una ola monstruosa lo que la había asustado y miré por encima del hombro al coger el timón.

No podía creer lo que veía: un enorme yate, un Chris Craft para ser exacto, el Autumn Gold concretamente, a menos de diez metros de nuestra popa, en rumbo de colisión y acercándose a toda máquina.

Capítulo 34

Beth parecía magnetizada por el espectro del enorme barco que se dibujaba sobre nosotros.

A mí también me sorprendió. Con el rugido de la tormenta y el ruido de nuestros propios motores no había oído absolutamente nada. Además, la visibilidad era muy limitada y el Chris Craft no llevaba encendidas las luces de navegación.

En todo caso, Fredric Tobin nos había aventajado en la maniobra y sólo se me ocurría pensar en la proa del Autumn Gold a punto de rajar la popa del Sondra: una imagen freudiana donde las haya.

Parecía que iba a hundirnos.

Al darse cuenta de que le habíamos visto, el señor Tobin conectó su altavoz eléctrico.

– ¡Jodeos! -exclamó.

Caramba, qué lenguaje.

Pulsé la palanca de los aceleradores y aumentó la distancia entre ambos barcos. Tobin sabía que no podía superar la velocidad del Fórmula 303, ni siquiera en esos mares.

– ¡Jodeos! ¡Estáis muertos! ¡Estáis muertos! -exclamó de nuevo.

La voz de Freddie era un tanto estridente, tal vez como consecuencia de la distorsión eléctrica.

En algún momento, Beth había desenfundado su Glock de nueve milímetros y se había agachado tras su asiento, desde donde intentaba apuntar apoyada en el respaldo. Pensé que debería disparar, pero no lo hacía.

Al mirar al Chris Craft me percaté de que Tobin no estaba en el puente descubierto, sino en la cámara de cubierta, donde sabía que había un segundo juego de controles de mando. También advertí que la ventana junto al timón estaba abierta. Aún más interesante era que el capitán, el comandante Freddie, estaba asomado a la ventana con un rifle en su mano derecha y supuse que tenía la izquierda en el timón. Apoyaba el hombro derecho en el marco de la ventana y nos apuntaba con el arma.

Ahí estábamos, en dos barcos que se desplazaban alocadamente sin luces en la oscuridad, contra viento, olas y todo lo demás, y supongo que ésa era la razón por la que Tobin todavía no había disparado.

– Haz un par de disparos -dije.

– Se supone que no debo disparar hasta que lo haga él -respondió Beth.

– ¡Dispara esa maldita arma!

Lo hizo. En realidad disparó las quince balas del cargador y vi que el parabrisas que había junto a Tobin estaba hecho añicos. También vi que F. Tobin y su rifle habían desaparecido de la ventana.

– ¡Buen trabajo! -exclamé.

Beth introdujo otro cargador de quince balas en la pistola y apuntó al yate.

Yo miraba fugazmente por encima del hombro, mientras intentaba controlar el Fórmula en un mar cada vez más violento. De pronto, Tobin se asomó a la ventana y vi un fogonazo en su rifle.

– ¡Agáchate! -chillé.

Vio otros tres fogonazos y oí un impacto en el salpicadero, antes de que se desmoronara mi parabrisas. Beth devolvía el fuego de forma más lenta y sosegada que antes.

Sabía que no podíamos igualar la precisión de su rifle, de modo que aceleré a fondo y nos alejamos velozmente del Chris Craft sobre las crestas de las olas. A unos veinte metros, éramos mutuamente invisibles. Oí el crujido de sus altavoces, seguido de su voz estridente y chillona a través de la tormenta:

– ¡Jodeos! ¡Os ahogaréis! ¡Nunca sobreviviréis a esta tormenta! ¡Jodeos!

No parecía el caballero amable y cortés al que había tenido el mal gusto de conocer. Éste era un hombre desesperado.

– ¡Estáis muertos, cabrones! ¡Estáis muertos!

Me ponía realmente furioso que me estuviera provocando el individuo que acababa de matar a mi amante.

– Ese hijo de puta debe morir -dije.

– No permitas que te domine, John. Está acabado y lo sabe; está desesperado.

¿Él estaba desesperado? Nuestra situación tampoco era especialmente halagüeña.

Beth permanecía en posición de tiro, cara a la popa, y procuraba afianzar su arma en el respaldo de su asiento.

– John, gira en redondo y nos colocaremos tras él -dijo.

– Beth, no soy un comandante de la Marina y esto no es un combate naval.

– ¡No quiero tenerlo a nuestra espalda!

– No te preocupes. Limítate a vigilar -respondí, echando una ojeada al indicador de combustible, que marcaba entre un octavo y vacío-. No tenemos suficiente gasolina para maniobrar.

– ¿Crees que todavía se dirige a Plum Island? -preguntó Beth.

– Allí es donde está el oro.

– Pero sabe que lo hemos descubierto.

– Razón por la cual no dejará de intentar matarnos, o por lo menos de presenciar que zozobramos y nos ahogamos.

– ¿Cómo hemos logrado situarnos delante de él? -preguntó después de unos instantes de silencio.

– Supongo que navegábamos más de prisa: las leyes de la física.

– ¿Tienes algún plan?

– No. ¿Y tú?

– ¿Ha llegado el momento de dirigirse a un puerto seguro?

– Tal vez. Pero no podemos retroceder; no quiero tener que verme de nuevo con el rifle de Freddie.

Beth encontró la carta de navegación plastificada en cubierta y la abrió sobre el salpicadero.

– Eso de ahí debe de ser el faro de Long Beach -dijo mientras señalaba.

Miré hacia adelante, a mi derecha, y vislumbré una luz tenue que parpadeaba.

– Si nos dirigimos a la izquierda del faro -prosiguió-, puede que veamos algunos indicadores del canal que nos conduzcan a East Marión o a Orient. Podemos desembarcar en algún lugar y llamar a los guardacostas o al personal de seguridad de Plum Island para advertirles de la situación.

Miré la carta, iluminada por la suave luz del salpicadero.

– Es imposible navegar con este barco, en esta tormenta, por esos estrechos canales -respondí-. El único lugar al que podría llegar es Greenport, o tal vez Dering, pero Freddie está entre nosotros y esos puertos.

– En otras palabras -dijo Beth después de reflexionar unos instantes-, ahora ya no le perseguimos a él, sino que él nos persigue a nosotros hacia alta mar.

– Bueno… podríamos decir que le conducimos a una trampa.

– ¿Qué trampa?

– Sabía que me lo preguntarías. Confía en mí.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué no? -dije al tiempo que soltaba un poco los aceleradores y el Fórmula se estabilizaba ligeramente-. A decir verdad, me gusta cómo están las cosas. Ahora sé con seguridad dónde se encuentra y hacia dónde se dirige. Prefiero ocuparme de él en tierra firme. Le esperaremos en Plum Island.

– Bien -dijo Beth mientras doblaba la carta y miraba por encima del hombro-. Nos supera en armas y en embarcación.

– Correcto -respondí, fijando el rumbo a la derecha del faro, hacia la bahía de Gardiners y en dirección a Plum Island-. ¿Cuánta munición te queda?

– Me quedan nueve disparos en la pistola y un cargador de quince en el bolsillo -respondió.

– Con eso basta -dije y la miré fugazmente-. Has disparado muy bien ahí atrás.

– No mucho.

– Le has impedido apuntar y puede que le hayas alcanzado.

No respondió.

– Oí el último disparo junto al oído antes de hacer impacto en el parabrisas. ¡Maldita sea! Como en los viejos tiempos en la ciudad. Por cierto, ¿estás bien?