– Pues…
– ¿Qué te ocurre? -pregunté inmediatamente, mirándola.
– No estoy segura…
– ¿Beth? ¿Qué ocurre?
Vi que movía la mano izquierda sobre el impermeable y hacía una mueca. Cuando sacó la mano estaba cubierta de sangre.
– Maldita sea -exclamó.
Me quedé literalmente sin habla.
– Es curioso -dijo Beth-. No me había dado cuenta de que me había alcanzado… luego he sentido un calor… Pero no tiene importancia… es sólo una rozadura.
– ¿Estás… segura?
– Sí… Siento por donde ha pasado…
– Déjame ver. Acércate.
Se acercó a mí, junto al timón, se situó de espaldas a la proa, se desabrochó el chaleco salvavidas y se levantó la blusa y el impermeable. Su costado, entre el pecho y la cadera, estaba cubierto de sangre.
– Tranquila -dije mientras la palpaba.
Toqué la herida y comprobé con alivio que era realmente superficial, a lo largo de la costilla inferior. El corte era hondo, pero no llegaba al hueso.
Beth suspiró cuando mis dedos tocaban la herida.
– No hay peligro -dije, retirando la mano.
– Ya te lo había dicho.
– Me divierte hurgar en las heridas de bala. ¿Duele?
– Antes no dolía, pero ahora sí.
– Baja al camarote y busca el botiquín.
Beth descendió por la escalera.
Escudriñé el horizonte. A pesar de la oscuridad, logré distinguir las dos masas de tierra que señalaban el fin del estrecho relativamente calmado.
Al cabo de un minuto estábamos en la bahía de Gardiners. A los dos minutos, el mar estaba como si alguien hubiera pulsado el botón de enjuagar y centrifugar. Aullaba el viento, azotaban las olas, el barco estaba casi descontrolado y yo contemplaba las alternativas.
Beth emergió a trompicones del camarote y se agarró al asa del salpicadero.
– ¿Estás bien? -pregunté a gritos, por encima del ruido del viento y de las olas.
– ¡John! ¡Debemos regresar! -exclamó después de asentir.
Sabía que tenía razón. El Fórmula no estaba fabricado para navegar en aquellas condiciones, ni yo tampoco. Entonces recordé las palabras de Tom Gordon una noche en la terraza de mi casa, parecía que hacía una eternidad: «Un barco en puerto es un barco seguro, pero un barco no es para eso.»A decir verdad, ya no me asustaba el mar ni, para el caso, la posibilidad de mi propia muerte. Funcionaba a base de pura adrenalina y odio. Volví la cabeza hacia Beth y se cruzaron nuestras miradas. Parecía comprender, pero no deseaba compartir mi crisis psicótica.
– John -dijo Beth-, si morimos se saldrá con la suya. Debemos refugiarnos en algún puerto o en alguna cala.
– No puedo… nos estrellaríamos contra las rocas y se hundiría el barco. Debemos seguir.
No respondió.
– Podemos atracar en Plum Island -agregué-. Puedo entrar en la ensenada. Está bien señalizada e iluminada. Tienen su propio generador.
Abrió de nuevo la carta de navegación y la miró fijamente, como si intentara encontrar una respuesta a nuestro dilema. En realidad, como yo ya había señalado, los únicos puertos posibles, Greenport y Dering, estaban a nuestra espalda y entre nosotros y dichos puertos se encontraba Tobin.
– Ahora que estamos en mar abierto -dijo Beth-, deberíamos poder dar un rodeo sin cruzarnos con él y regresar a Greenport.
– Beth, debemos permanecer en el canal señalizado -respondí mientras movía la cabeza-. Si perdemos de vista esas señales, estaremos acabados. Circulamos por una estrecha pista, con un individuo con un rifle a nuestra espalda, y sólo podemos seguir adelante.
Por su forma de mirarme, comprendí que no estaba plenamente convencida de lo que le decía, lo que era comprensible porque no le había revelado toda la verdad. En realidad, yo quería matar a Fredric Tobin. Cuando creía que había asesinado a Tom y a Judy, me satisfacía la perspectiva de que acabara con él el gran Estado de Nueva York. Pero ahora, después de asesinar a Emma, debía ocuparme personalmente de él. Llamar a los guardacostas o al servicio de seguridad de Plum Island no bastaría para vengarme. Y, hablando de venganza, me pregunté dónde estaría en ese momento Paul Stevens.
– Ya han muerto cinco personas inocentes, John -dijo Beth, irrumpiendo en mis pensamientos-, y ninguna lo merecía. No voy a permitir que acabes con mi vida ni con la tuya. Vamos a regresar. Ahora.
– ¿Vas a amenazarme con tu pistola? -pregunté después de mirarla.
– Si me obligas…
– Beth, puedo navegar en estas condiciones -respondí sin dejar de mirarla fijamente-. Sé que puedo hacerlo. No nos ocurrirá nada. Confía en mí.
Me miró durante mucho tiempo antes de hablar.
– Tobin ha asesinado a Emma Whitestone ante tus propias narices y eso supone un ataque a tu virilidad, un insulto a tu imagen machista y a tu ego. Eso es lo que te impulsa, ¿no.es cierto?
– En parte -respondí, ya que no tenía ningún sentido mentir.
– ¿Cuál es la otra parte?
– Pues… me estaba enamorando de ella.
Beth asintió. Parecía reflexionar.
– Si de todos modos vas a lograr que nos matemos, no tienes por qué ignorar toda la verdad.
– ¿Toda la verdad?
– El asesino de Emma Whitestone… y supongo que fue Tobin… la violó antes.
No respondí. También debo decir que no estaba completamente sorprendido. Todo hombre tiene una faceta primitiva, incluidos los petimetres como Fredric Tobin y, cuando ese lado oscuro se convierte en dominante, se manifiesta de un modo previsible y muy aterrador. Podía afirmar haberlo visto todo: violaciones, torturas, secuestros, mutilaciones, asesinatos y todo el resto del código penal. Pero ésta era la primera vez que el delincuente me mandaba un mensaje personal. Y yo no reaccionaba con mi sosiego habitual. La había violado. Y, cuando se lo hacía a ella, me lo hacía, o creía hacérmelo, a mí.
Guardamos un rato de silencio. En realidad, el ruido de los motores, del viento y de las olas dificultaba la conversación y no me importaba.
Beth se sentó en el asiento de la izquierda y se sujetó firmemente los brazos, mientras el barco se balanceaba, cabeceaba, guiñaba y todo lo demás, salvo rodar y zambullirse.
Permanecí de pie al timón, afianzado contra el asiento. El viento soplaba por el cristal roto del parabrisas y la lluvia llegaba por todas partes. Nos quedaba poco combustible y yo estaba frío, mojado, agotado y muy trastornado por la imagen de Tobin abusando de Emma. Beth estaba extrañamente silenciosa, casi catatónica, con la mirada fija en cada una de las olas que se acercaban.
Por fin pareció resucitar y miró por encima del hombro. Sin decir palabra, se levantó de su silla para dirigirse a la popa del barco. Volví momentáneamente la cabeza y vi que se agachaba en la popa, mientras desenfundaba su nueve milímetros. Miré a nuestra espalda, pero sólo vi muros de olas que seguían al barco. Luego, cuando el Fórmula se elevó sobre una ola de tamaño considerable, vi el puente superior del Chris Craft a nuestra espalda, a no más de veinte metros, que reducía velozmente la distancia que nos separaba. Tomé una decisión y reduje la velocidad, dejando sólo la potencia necesaria para controlar el barco. Beth se percató de la disminución de revoluciones en los motores y volvió la cabeza para mirarme y asintió para indicar que lo comprendía. Se centró de nuevo en el Chris Craft y apuntó. Debíamos enfrentarnos a la bestia.
Tobin no advirtió la repentina diferencia de velocidad y, antes de darse cuenta, estaba a menos de siete metros del Fórmula sin haber preparado su rifle. Antes de que lo hiciera, Beth disparó repetidamente a la figura oscura en la ventana de la cámara. Yo lo observaba, mirando la mitad del tiempo al frente para mantener el barco aproado a las olas y la otra mitad a la popa, para asegurarme de que no le sucedía nada a Beth.