Tobin parecía haber desaparecido y me pregunté si algún balazo lo habría alcanzado. Pero entonces se encendió de pronto un foco en la proa del Chris Craft, que iluminó el Fórmula y a Beth, agachada en la popa.
– Maldita sea.
Beth estaba introduciendo el último cargador en su Glock y Tobin, de nuevo en la ventana, había soltado el timón y apuntaba su rifle con ambas manos.
Desenfundé mi treinta y ocho, di media vuelta y apoyé la espalda contra el timón, para mantenerlo firme mientras apuntaba. El rifle de Tobin apuntaba a Beth, a menos de cinco metros de distancia.
Durante una fracción de segundo, todo pareció quedar paralizado: los barcos, Beth, Tobin, yo y el propio mar. Disparé. El cañón del rifle de Tobin, que claramente apuntaba a Beth, se dirigió de pronto hacia mí y vi un fogonazo casi en el mismo momento en que el Chris Craft, sin ninguna mano que sujetara el timón, viraba bruscamente a babor y Tobin erraba el disparo. Ahora el Chris Craft estaba perpendicular al Fórmula y vi a Tobin por la ventana lateral del camarote. Él también me vio y se cruzaron nuestras miradas. Efectué otros tres disparos y se rompió la ventana en añicos. Cuando miré de nuevo, había desaparecido.
Ahora me percaté de que el Chris Craft remolcaba el pequeño ballenero que había visto en el cobertizo; ya no me cabía la menor duda de que Tobin intentaba utilizarlo para desembarcar en Plum Island.
El Chris Craft se movía a bandazos sin rumbo fijo y era evidente que no había nadie al timón. Cuando me preguntaba si le habría alcanzado, se aproó muy decididamente a nosotros y nos iluminó de nuevo con el foco. Beth disparó contra la luz, que estalló al tercer disparo con un aluvión de chispas y cristales.
Tobin, a quien no se desalentaba con facilidad, aceleró los motores del Chris Craft y su proa se acercó a la popa del Fórmula. Nos habría embestido, de no haber sido porque Beth había sacado la pistola de bengalas y la disparó contra el parabrisas del puente del yate. Se produjo una cegadora explosión blanca fosforescente y el Chris Craft viró, cuando Tobin seguramente soltó el timón para protegerse. Era incluso posible que se hubiera quemado, cegado o que estuviera muerto.
– ¡Acelera! ¡Acelera! -exclamó Beth.
Había empujado ya las palancas de los aceleradores y el Fórmula cobraba velocidad.
Vi llamas en el puente del Chris Craft. Beth y yo nos miramos, mientras ambos nos preguntábamos si habríamos tenido suerte. Pero mientras observábamos el barco de Tobin a nuestra espalda, parecieron sosegarse las llamas y, a unos doce metros de distancia, oímos el crujido de su bocina y una vez más la voz de aquel pequeño cabrón.
– ¡Corey! ¡Voy a por ti! ¡Y a por ti, señora puta! ¡Os mataré a ambos! ¡Os mataré!
– Creo que habla en serio -dije.
– Cómo se atreve a llamarme puta.
– Es evidente que sólo pretende provocarte. ¿Cómo puede saber que eres una puta si no te conoce? Quiero decir, si lo fueras.
– Sé lo que quieres decir.
– Entendido.
– Larguémonos de aquí, John. Se acerca de nuevo.
– De acuerdo -respondí, empujando de nuevo las palancas de los aceleradores.
Pero, a mayor velocidad, el Fórmula era inestable y, al producirse el impacto con la siguiente ola, se elevó tanto la proa que creí que íbamos a dar un salto mortal en el aire. Oí que Beth gritaba y temí que se hubiera caído por la borda, pero cuando el barco alcanzó de nuevo la superficie del agua, Beth rodó por cubierta hasta medio camino de la escalera, donde permaneció inmóvil.
– ¿Estás bien? -pregunté.
– Sí -respondió después de levantarse.
Movió la cabeza y se situó entre el asiento y el salpicadero.
– Tú preocúpate de las olas y de las señales del canal, yo vigilaré a Tobin -dijo entonces.
– De acuerdo.
Se me ocurrió que tal vez Beth tenía razón, debería dar la vuelta para situarme a la espalda de Tobin, en lugar de que fuera él quien se nos acercara de nuevo por la popa. Puede que no nos viera, si estaba cómodamente sentado en su camarote al resguardo de la lluvia, y lográramos abordar su barco. Pero si nos veía, nos íbamos a enfrentar de nuevo al cañón de su rifle.
Nuestra única ventaja era la velocidad, que no podíamos aprovechar plenamente en aquellas condiciones.
– Muy bien. Bien pensado -dije.
Beth no respondió.
– ¿Te queda alguna bengala?
– Otras cinco.
– Bien.
– No demasiado; he perdido la pistola de bengalas.
– ¿Quieres que volvamos a buscarla?
– Estoy harta de tus chistes.
– Yo también. Pero no tenemos otra cosa.
Avanzamos en silencio por la tormenta, que además empeoraba.
– Tuve la sensación de que estaba muerta -dijo por fin Beth.
– No podemos permitir que vuelva a acercarse tanto -respondí.
– Dejó de apuntarme para dispararte a ti -comentó después de mirarme.
– Es la historia de mi vida. Cuando a alguien le queda una sola bala, me elige a mí.
Casi sonrió y después descendió al camarote. Transcurrido menos de un minuto, regresó y me entregó otra cerveza.
– Cada vez que te portes bien, recibirás una cerveza -dijo.
– Ya no me quedan muchos trucos. ¿Cuántas cervezas tienes?
– Dos.
– Las justas.
Consideré las alternativas y me percaté de que las había agotado prácticamente todas. Ahora ya sólo quedaban dos puertos posibles: el muelle del transbordador, en Orient Point, y la ensenada de Plum Island. Ahora estábamos probablemente cerca de Orient Point, a nuestra izquierda, y Plum Island se encontraba tres kilómetros más adelante. Miré el indicador de combustible: la aguja estaba en la parte roja, pero no llegaba todavía a la v de vacío.
El mar estaba ahora tan revuelto que durante largos períodos no lograba ver siquiera las señales del canal. Sabía que Tobin, desde su elevado puente, tenía mejor visibilidad de las señales y de nosotros. Mientras pensaba en ello, de pronto se me ocurrió que debía de tener un radar, un radar de superficie, gracias al cual nos había encontrado. Y también debía de disponer de un sonar, lo que facilitaba enormemente su navegación aunque perdiera de vista las señales del canal. En resumen, el Sandra no era equiparable al Autumn Gold.
– Maldita sea.
De vez en cuando y con mayor frecuencia, rompía una ola sobre la proa o los costados del barco y percibía que el Fórmula era cada vez más pesado. En realidad, estaba seguro de que navegaba más hundido en el agua. El peso adicional también nos obligaba a avanzar más despacio y gastar más combustible. Me percaté de que Tobin podía alcanzarnos a nuestra velocidad actual. También me di cuenta de que perdíamos nuestra batalla contra el mar, además de nuestro combate naval.
Miré de reojo a Beth, ella lo percibió y también me miró.
– En caso de que volquemos o nos vayamos a pique, quiero que sepas que en realidad me gustas.
– Lo sé -respondí con una sonrisa-. Lo siento. Nunca debí…
– Conduce y calla.
Me concentré de nuevo en el timón. El Fórmula avanzaba ahora con tanta lentitud que las olas se subían a la popa. En poco tiempo se anegaría el barco, se inundarían los motores o nos alcanzaría Tobin, sin que en esta ocasión pudiéramos huir de él.
Beth vigilaba por si veía a Tobin y, naturalmente, no pudo evitar darse cuenta de que las olas se subían a la popa y el barco navegaba cada vez más hundido en el agua.
– John, va a inundarse el barco.
Miré de nuevo el indicador de gasolina. Nuestra única oportunidad en esa situación consistía en acelerar los motores y ver lo que sucedía. Llevé la mano a los aceleradores y los empujé a fondo.
El Fórmula avanzó, lentamente al principio, pero luego cobró velocidad. A pesar de que ahora entraba menos agua por la popa, la proa golpeaba violentamente las olas que teníamos delante. Tan violentos eran en realidad los impactos que daban la sensación de golpear un muro de ladrillo cada cinco segundos. Creí que la embarcación se desintegraría, pero el casco de fibra de vidrio resistía.