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– Bueno, intentaré evitarlo. Pero sin duda ha de dirigirse a sotavento de la isla si lo que pretende es fondear y acercarse a la orilla con el ballenero.

– ¿Vamos a desembarcar? -preguntó Beth al cabo de unos segundos.

– Eso espero.

– ¿Cómo?

– Intentaré montar el barco sobre la playa.

– Hay muchas rocas y encalladeros a lo largo de esta playa -dijo Beth después de consultar la carta.

– Entonces encuentra un lugar donde no haya rocas ni encalladeros.

– Lo intentaré.

Seguimos rumbo este otros diez minutos. Miré el indicador de combustible y marcaba «Vacío». Comprendí que debía dirigirme a la playa porque si nos quedábamos sin combustible, el temporal nos iba a arrastrar a alta mar o a arrojarnos contra las rocas. Pero quería avistar por lo menos el barco de Tobin antes de desembarcar.

– John, casi no nos queda combustible. Debes dirigirte a la playa -dijo Beth.

– Un minuto.

– No disponemos de un minuto; estamos a unos cien metros de la playa. Hazlo ahora.

– Intenta avistar el Chris Craft delante de nosotros.

Levantó los prismáticos que llevaba todavía colgados del cuello y miró por encima de la proa.

– No, no veo ningún barco -dijo-. Dirígete a la playa.

– Otro minuto.

– No. Ahora. Lo hemos hecho todo a tu manera, ahora lo hacemos a la mía.

– De acuerdo…

Pero, antes de empezar a virar hacia la playa, de pronto cesó el viento y vi un increíble muro de nubes sobre nuestras cabezas. Pero aún más increíble fue ver el firmamento, rodeado de ese muro de nubes que giraba vertiginosamente como si estuviéramos en el fondo de un pozo. Luego vi las estrellas, que creía que nunca volvería a ver.

– El ojo pasa por encima de nosotros -dijo Beth.

El viento había amainado, pero el oleaje no. La luz de las estrellas se filtraba por aquella especie de agujero y alcanzábamos a ver la playa y el mar.

– Adelante, John -exclamó Beth-. No tendremos otra oportunidad como ésta.

Y tenía razón. Lograba ver las olas que rompían, lo que me permitía cronometrarlas, así como las rocas que salían del agua y el oleaje peculiar de los encalladeros y bancos de arena.

– ¡Adelante!

– Un minuto. Quiero ver dónde desembarca ese cabrón, no quiero perderle en la isla.

– ¡John, estás sin combustible!

– Sobra combustible. Busca el Chris Craft.

Beth pareció resignarse a mi estupidez y levantó los prismáticos para escudriñar el horizonte. Después de lo que parecía media hora, pero que probablemente era sólo un minuto o dos, señaló y exclamó:

– ¡Allí!

Me entregó los prismáticos. Miré a través de la oscura lluvia y, efectivamente, se distinguía una silueta en el negro horizonte, que podía ser el puente del Chris Craft o un montón de rocas.

Después de acercarnos un poco más, comprobamos que se trataba realmente del Chris Craft y que permanecía bastante quieto, lo que indicaba que Tobin había echado por lo menos dos anclas, a proa y a popa. Le devolví a Beth los prismáticos.

– Bien. Vamos a la playa. Sujétate. Vigila las rocas y obstáculos parecidos.

Beth se arrodilló en su asiento, se inclinó hacia adelante y se agarró fuertemente al marco del parabrisas, desprovisto de cristal. Cuando se movía, advertía por la expresión de su cara que le dolía la herida.

Viré noventa grados a estribor y aproé el barco hacia la lejana playa. Las olas empezaron a romper en la popa y aceleré los motores. Necesitaba aproximadamente un minuto de combustible.

La playa se acercaba y se distinguía con mayor claridad. Las olas que la azotaban eran monstruosas y cada vez más ruidosas conforme nos acercábamos.

– ¡Banco de arena a proa! -exclamó Beth.

Consciente de que no disponía de tiempo para maniobrar, aceleré a fondo y cruzamos el banco frotando la arena.

La playa estaba ahora a menos de cincuenta metros y creí realmente que podíamos lograrlo. Entonces el Fórmula golpeó algo mucho más duro que un banco de arena, oí el ruido inconfundible de la fibra de vidrio cuando se quiebra y al cabo de una fracción de segundo se elevó el barco y cayó de nuevo con un gran estruendo.

Miré a Beth y comprobé que seguía agarrada al marco del parabrisas.

El barco era ahora muy pesado e imaginé la cantidad de agua que entraba con el casco partido. Los motores parecían trabajar forzados, incluso acelerados a fondo. Las olas nos empujaban hacia la playa, pero la resaca nos hacía retroceder entre el oleaje. Nuestro progreso, si es que avanzábamos, era mínimo. Entretanto, el barco se llenaba de agua, que alcanzaba ya el peldaño inferior de la escalera.

– ¡No avanzamos! -exclamó Beth-. ¡Arrojémonos al agua!

– ¡No! No nos movamos del barco. Esperaremos la ola perfecta.

Mientras esperábamos, veíamos que se acercaba la orilla y luego retrocedía durante unos seis ciclos de olas. Volví la cabeza para ver cómo se formaba el oleaje. Por fin vi cómo crecía una ola gigantesca a nuestra espalda y puse el Fórmula, casi inundado, en punto muerto. El barco retrocedió ligeramente y se subió a la ola justo en la cresta ascendente.

– ¡Agáchate y agárrate fuerte! -exclamé.

Beth se agachó y se agarró a la base de la silla.

La ola nos propulsó como una tabla en su cresta elevada con tanta fuerza que el Fórmula, de cuatro toneladas, con varias toneladas adicionales de agua, avanzó como un cesto de mimbre en una cascada. Yo anticipaba un desembarco anfibio, que sería una caída desde el aire.

Mientras salíamos disparados hacia la playa, tuve la serenidad de desconectar los motores, de modo que si sobrevivíamos al aterrizaje no hiciera explosión el Fórmula, en el supuesto de que quedara algo de combustible. También me preocupaba que las hélices nos decapitaran.

– ¡Agárrate fuerte! -exclamé.

– ¿En serio? -respondió Beth.

Aterrizamos en la playa de proa entre olas. El Fórmula rodó de costado y ambos saltamos del barco en el momento que azotaba una nueva ola. Encontré una piedra saliente, que rodeé con el brazo, y agarré la muñeca de Beth con la otra mano. La ola rompió, retrocedió, y echamos a correr como el diablo hacia el interior. Beth se sujetaba el costado herido.

Llegamos a un acantilado erosionado y empezamos a escalar por la arena mojada, la arcilla y el óxido férreo, que se desprendían a grandes pedazos.

– Bien venido a Plum Island -dijo Beth.

– Gracias.

De algún modo, llegamos a la cima y nos desplomamos sobre la hierba, donde permanecimos un largo minuto. Luego me incorporé y contemplé la playa a nuestros pies. El Fórmula había volcado y vi que su casco blanco estaba completamente abierto. Rodó de nuevo cuando la resaca lo arrastró hacia el mar, se enderezó momentáneamente, luego zozobró de nuevo y otra ola lo arrojó a la playa.

– No me gustaría estar en ese barco -dije.

– Y a mí no me gusta estar en esta isla -respondió Beth.

– Salimos del fuego para caer en las Brasas -dije.

– ¿Te importaría mantener la boca cerrada unos cinco minutos?

– Con mucho gusto.

A decir verdad, me sentó bien el silencio relativo después de horas de viento, lluvia y el ruido de los motores. En realidad, llegaba a oír los latidos de mi corazón, las palpitaciones en mis oídos y el jadeo de mi pulmón. También oí una vocecita en mi interior que me decía:

– Atención a los hombrecitos con grandes rifles.

Capítulo 35

Permanecimos sentados en la hierba para centrar de algún modo nuestras mentes y recuperar el aliento. Estaba mojado, cansado, frío, aturdido y, además, me dolía el pulmón herido. Había perdido mis zapatillas y me percaté de que Beth también iba descalza. La parte positiva era que estábamos vivos y que conservaba mi treinta y ocho en la pistolera. Desenfundé el revólver y me aseguré de que la única bala restante estuviera en el lugar adecuado del tambor para el siguiente disparo.