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– Yo también conservo la mía -dijo Beth después de palparse los bolsillos.

Todavía llevábamos puestos los impermeables y los chalecos salvavidas, pero me percaté de que Beth había perdido los prismáticos que antes colgaban de su cuello.

Observamos el mar y las nubes aterradoras que giraban en torno al ojo de la tormenta. No había cesado la lluvia, pero ya no era tan abundante como antes. Cuando uno está empapado hasta los huesos, un poco de lluvia carece de importancia. Lo que me preocupaba era la hipotermia que podía sobrevenirnos si permanecíamos demasiado tiempo inmóviles.

– ¿Cómo está el corte de tu frente? -pregunté después de mirar a Beth.

– Bien -respondió-. Lo he limpiado con agua salada.

– Estupendo. ¿Y tu herida de bala?

– Espléndida.

– ¿Y los demás golpes y contusiones?

– Todos y cada uno en perfecto estado.

Me pareció advertir cierto sarcasmo en su tono de voz. Me puse de pie y sentí que me flaqueaban las piernas.

– ¿Estás bien? -preguntó Beth.

– Estupendamente -respondí, tendiéndole una mano para ayudarla a levantarse-. Nos hemos salvado del fuego pero seguimos en la brecha -agregué, mezclando dichos.

– Creo que Tom y Judy Gordon se habrían sentido orgullosos de tu habilidad marinera -dijo Beth con toda seriedad.

No respondí. Había implícita otra frase silenciosa, que diría aproximadamente: «Emma se sentiría orgullosa y halagada de ver lo que has hecho por ella.»

– Creo que deberíamos dirigirnos hacia el estrecho y buscar el laboratorio principal -dijo Beth.

No respondí.

– No podemos dejar de ver las luces -prosiguió-. Pediremos ayuda a la fuerza de seguridad de la isla y yo llamaré por teléfono o por radio a mi oficina.

Tampoco respondí.

– ¿John?

– No he venido hasta aquí para pedirle ayuda a Paul Stevens -respondí.

– John, no estamos en muy buena forma, disponemos de cinco balas entre ambos y vamos descalzos. Ha llegado el momento de llamar a la policía.

– Tú puedes ir al edificio principal si lo deseas. Yo voy en busca de Tobin.

Di media vuelta y empecé a andar por el promontorio en dirección este, hacia donde había visto fondeado el barco de Tobin, a un kilómetro aproximadamente a lo largo de la playa.

No me llamó, pero al cabo de un minuto caminaba junto a mí. Proseguimos en silencio. No nos quitamos los chalecos salvavidas, en parte porque abrigaban, pero supongo que también porque uno nunca sabe cuándo caerá de nuevo en la bebida.

Los árboles llegaban al borde del acantilado erosionado y abundaban los matorrales. Descalzos, caminábamos cautelosamente y avanzábamos con lentitud.

Había amainado el viento en el centro de la tormenta y el aire permanecía inmóvil. Oí incluso el piar de algunos pájaros. Sabía que donde estábamos la presión atmosférica era sumamente baja y, a pesar de no ser sensible habitualmente a las variaciones climáticas, me sentía más o menos… nervioso y supongo que también bastante fuera de mí. En realidad, tal vez lo que me sentía era hastiado y sanguinario.

– ¿Tienes algún plan? -preguntó Beth, en una especie de susurro.

– Por supuesto.

– ¿En qué consiste tu plan, John?

– Mi plan consiste en ser flexible.

– Un magnífico plan.

– Desde luego.

Brillaba un poco la luna a través de las oscuras nubes y alcanzábamos a ver unos tres metros delante de nosotros. No obstante, era peligroso caminar al borde del precipicio debido a la erosión y decidimos adentrarnos en la isla, para seguir hacia el este por el camino de grava que había utilizado el autobús de Paul Stevens durante nuestra visita a Plum Island. Como el camino estaba cubierto de ramas y árboles caídos, no teníamos que preocuparnos de que nos sorprendiera algún vehículo de vigilancia.

Nos sentamos a descansar sobre un tronco caído. Se veía el vaho de nuestra respiración en el aire húmedo. Me quité el chaleco salvavidas, el impermeable, la pistolera y luego el jersey de cuello alto, que logré romper por la mitad, y envolví los pies de Beth con la tela.

– Voy a quitarme los calzoncillos. No mires de reojo.

– No miraré de reojo. Pero ¿puedo observar?

Me quité los ceñidos vaqueros empapados de agua y luego los calzoncillos, que rompí en dos.

– ¿Calzones cortos? Te había tomado por un individuo de calzoncillos ajustados.

Por alguna razón, la señorita Penrose parecía estar de buen humor. Supongo que era la euforia postraumática de supervivencia. Envolví mis pies con los dos trozos de tela.

– Haría donación de mis bragas -dijo Beth-, pero estaban tan mojadas cuando me cambié de ropa en el barco, que no me molesté en ponérmelas de nuevo. ¿Quieres mi blusa?

– No, gracias. Con esto basta.

Volví a ponerme los vaqueros, luego mi pistolera, directamente sobre la piel desnuda, el impermeable y el chaleco salvavidas. Tenía tanto frío que empecé a temblar.

Examinamos la herida de bala de Beth, que, aparte de sangrar un poco, parecía estar bien.

Seguimos por el camino sin asfaltar. El firmamento empezaba a oscurecerse de nuevo y sabía que no tardaría en llegar la segunda parte de la tormenta, que sería tan violenta como la primera.

– Aquí es aproximadamente donde Tobin ha fondeado -susurré-. Ahora debemos proseguir con cautela y en silencio.

Beth asintió. Salimos del camino para dirigimos por el bosque hacia el norte, hasta el borde del acantilado. Y, efectivamente, a unos cincuenta metros de la orilla estaba fondeado el Chris Craft, que capeaba el oleaje sujeto a las dos anclas que Tobin había bajado, a proa y a popa. A la tenue luz de la luna vimos el ballenero en la playa, a nuestros pies, y supimos que Tobin había desembarcado. Vimos también un cabo sujeto al ballenero, que subía por el acantilado y estaba atado a un árbol, cerca de donde nos habíamos agazapado.

Permanecimos inmóviles, a la escucha, mirando en la oscuridad. Estaba bastante seguro de que Tobin se había dirigido hacia el interior de la isla.

– Ha ido en busca del tesoro -susurré.

– No podemos seguirle la pista, de modo que esperaremos a que regrese -respondió-. Entonces lo detendré.

– Eres la bondad personificada.

– ¿Qué diablos significa eso?

– Significa, señorita Penrose, que uno no detiene a la persona que ha intentado matarle tres veces.

– No pensarás matarlo a sangre fría.

– ¿Quieres apostar algo?

– John, he arriesgado mi vida en el barco por ayudarte. Ahora estás en deuda conmigo. Todavía soy responsable de este caso, soy policía y lo haremos a mi manera.

No vi ninguna razón para discutir lo que ya estaba decidido en mi mente.

Beth sugirió que soltáramos el cabo del ballenero para dejar que se lo llevara el oleaje y cortarle así la retirada a Tobin. Yo le señalé que si Tobin regresaba por la playa y descubría que el ballenero había desaparecido, le podía poner sobre aviso.

– Espera aquí y cúbreme -dije.

Me agarré al cabo y descendí unos cinco metros hasta el ballenero, en la playa rocosa. En la popa estaba la caja de plástico que había visto en el cobertizo, con diversos artículos en su interior, pero me percaté de que había desaparecido la sirena de aire comprimido. Probablemente, Fredric Tobin había deducido que yo la había descubierto y se desprendía de pequeñas piezas del rompecabezas. Pero no importaba porque no se enfrentaría a un jurado de doce personas.

Encontré unos alicates y extraje la clavija que sujetaba la hélice al eje de transmisión. Hallé clavijas de repuesto en la caja y me las guardé en el bolsillo. También encontré una navaja de escamar y limpiar pescado, y me la guardé. Busqué una linterna, pero no había ninguna a bordo.

Me sujeté al cabo para izarme de nuevo por el acantilado y hundí los pies envueltos en mi ropa interior en la arena de la ladera. En la cima, Beth me tendió una mano para ayudarme.