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– He retirado la clavija de la hélice -dije.

– Bien -dijo Beth-. ¿La has guardado por si luego la necesitamos?

– Sí, me la he tragado. ¿Tengo aspecto de estúpido?

– No pareces estúpido, pero cometes estupideces.

– Eso forma parte de mi estrategia.

Le entregué las clavijas y me guardé la navaja.

– Lamento los comentarios desagradables -dijo Beth para mi asombro-. Estoy un poco cansada y nerviosa.

– No te preocupes.

– Tengo frío. ¿Podemos… acurrucamos?

– ¿Abrazamos?

– Acurrucamos. Conviene acurrucarse para conservar el calor corporal.

– Efectivamente. Lo he leído en algún lugar. De acuerdo…

Con cierta torpeza nos acurrucamos o nos abrazamos, yo sentado sobre un tronco de árbol caído y Beth sobre mi regazo, con los brazos a mi alrededor y la cabeza hundida en mi pecho. Así estábamos un poco más calientes, aunque a decir verdad, dadas las circunstancias, la situación no era sensual ni nada por el estilo. Era sólo contacto humano, trabajo en equipo y supervivencia. Habíamos superado juntos muchos percances y ahora, cerca del fin, creo que ambos sentíamos que algo había cambiado entre nosotros desde la muerte de Emma.

Además, había en todo eso un fuerte elemento de Robinson Crusoe o d e La isla del tesoro y supongo que, en cierto modo, yo disfrutaba, como los chicos de todas las edades disfrutan al enfrentarse al hombre y la naturaleza. Sin embargo, tenía la clara impresión de que Beth Penrose rio compartía mi entusiasmo juvenil. Las mujeres suelen ser más prácticas y, por lo general, es menos probable que les divierta revolcarse en el barro. También creo que el acecho y la matanza no atrae tanto a las féminas. Y eso era realmente el quid de la cuestión: acecho y matanza.

Permanecimos un rato abrazados, escuchando el viento y la lluvia, y viendo cómo el Chris Craft se balanceaba y cabeceaba sobre las olas, sin dejar de vigilar la playa a nuestros pies y de escuchar por si oíamos pasos en el bosque.

Por fin, al cabo de diez minutos, nos soltamos y me puse de pie para desentumecer mis articulaciones y me percaté de una inesperada rigidez en el viejo cigüeñal.

– Ya no tengo tanto frío -dije.

Beth permaneció sentada sobre el árbol caído, con los brazos alrededor de las rodillas, sin responder.

– Intento ponerme en el pellejo de Tobin -declaré.

– ¿Y tiene su pellejo tanto frío como el nuestro? -dijo Beth.

– Supongamos que se dirige hacia el interior de la isla, donde el tesoro está escondido.

– ¿Por qué el interior? ¿Por qué no en la playa?

– Puede que el tesoro se encontrara originalmente cerca de la playa, tal vez en uno de estos acantilados, quizá éstos sean los arrecifes del capitán Kidd, pero, con toda probabilidad, los Gordon habrían trasladado el tesoro del túnel o agujero donde se encontrara, porque el agujero podría derrumbarse y deberían excavar de nuevo.

– Probablemente.

– Creo que los Gordon escondieron el tesoro en algún lugar del interior o los alrededores de Fort Terry o, tal vez, en el laberinto de fortificaciones de artillería que nos mostraron durante nuestra visita a la isla.

– Posiblemente.

– Así que en el supuesto de que Tobin sepa dónde está, ahora debe recogerlo y trasladarlo hasta aquí por el bosque. Puede que deba hacer dos o tres viajes, según lo pesado que sea el botín.

– Podría ser.

– Si yo estuviera en su lugar, iría a por el botín, lo traería hasta aquí y luego lo bajaría al ballenero. No intentaría regresar al Chris Craft con el ballenero con este temporal, ni trasladar el tesoro con este oleaje.

– De acuerdo.

– De modo que esperará en el ballenero hasta que amaine el temporal, pero querrá zarpar antes del amanecer, cuando todavía no circula el helicóptero ni los barcos patrulla.

– También estoy de acuerdo. ¿Y?

– Debemos intentar seguirle la pista y sorprenderle cuando recupere el botín. ¿De acuerdo?

– No, no estoy de acuerdo. No sigo esa línea de razonamiento.

– Es complicado, pero lógico.

– Es realmente una estupidez, John. Lo lógico es quedarse aquí. Tobin volverá, pase lo que pase, y estaremos aquí esperándole.

– Tú puedes esperarle. Yo voy a encontrar a ese hijo de puta.

– No, no lo harás. Va mejor armado que tú y no voy a entregarte mi arma.

– Voy a encontrarle -dije después de mirarnos mutuamente- y si aparece antes de que yo haya regresado…

– Eso significará que probablemente te ha matado. Quédate aquí, John. La unión hace la fuerza. Sé racional.

Desoí sus palabras, me agaché junto a ella y la cogí de la mano.

– Baja al ballenero -dije-. De ese modo, le verás si se acerca por la playa o si desciende por la cuerda. Ocúltate entre las rocas. Cuando esté lo suficientemente cerca de ti para distinguirle claramente en la oscuridad, dispárale la primera bala al torso, luego acércate rápidamente y dispárale otra a la cabeza. ¿De acuerdo?

Después de varios segundos asintió, sonrió y dijo:

– Y entonces digo: «¡Alto, policía!»

– Exactamente. Vas aprendiendo.

Desenfundó su Glock de nueve milímetros y me la ofreció.

– Sólo necesito una bala si regresa aquí -dijo-. Toma. Quedan cuatro balas. Dame la tuya.

– El sistema métrico me confunde. -Sonreí-. Prefiero mi calibre treinta y ocho auténticamente americano, de seis disparos.

– Cinco disparos.

– Eso. Que no se me olvide.

– ¿Puedo convencerte de que no lo hagas?

– No.

Puede que un pequeño beso hubiera sido lo apropiado, pero supongo que ninguno de nosotros estaba de humor para eso. Le estrujé la mano, ella estrujó la mía, me puse de pie, di media vuelta y me alejé de ella entre los árboles del ventoso acantilado.

A los cinco minutos llegué de nuevo al camino de grava. Bien, ahora soy Fredric Tobin. Puede que disponga de una brújula, pero tanto si la tengo como si no, soy lo suficientemente inteligente para saber que debo colocar alguna marca en uno de esos árboles, para señalar el camino al sitio de la playa donde he desembarcado.

Miré a mi alrededor y, efectivamente, encontré un trozo de cuerda blanca entre dos árboles, a unos tres metros el uno del otro. Supuse que aquello indicaba la dirección que Tobin había tomado y aunque no disponía de brújula, ni del Empire State Building para orientarme, deduje que se había encaminado al sur. Avancé entre los árboles, procurando mantener la dirección señalada.

A decir verdad, si no hubiera tenido la suerte de encontrar algo que indicara la dirección que Tobin había tomado, probablemente habría dado media vuelta y regresado junto a Beth. Pero tenía una sensación, casi una convicción, de que algo me empujaba hacia Fredric Tobin y el tesoro del capitán Kidd. Tenía una clara visión de mí mismo, Tobin y el tesoro, en la penumbra, rodeados de los muertos: Tom y Judy, los Murphy, Emma y el propio Kidd.

Se elevó el terreno y pronto llegué al borde de un claro en el bosque. Al otro lado alcanzaba a vislumbrar la silueta de dos pequeños edificios en el oscuro horizonte. Me percaté de que estaba junto al abandonado Fort Terry.

Busqué alguna señal y encontré un trozo de cuerda que colgaba de un árbol. Indicaba el lugar por donde Tobin había salido del bosque y por donde entraría a su regreso. Parecía que el sistema de navegación instintivo de mi cerebro funcionaba bastante bien. De haber sido un ave migratoria que se dirigiera al sur, habría estado en el rumbo adecuado para llegar a Florida.

No me sorprendió que Tobin se dirigiera a Fort Terry. Prácticamente todos los caminos y senderos de Plum Island convergían en aquel lugar, donde había centenares de buenos escondrijos entre los edificios abandonados y las baterías de artillería.