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– Quiero que responda a algunas preguntas -agregó.

– Y entonces me perdonará la vida, ¿no es cierto?

– No, señor Corey -respondió con una carcajada-. Va a morir. Pero, de todos modos, antes contestará unas preguntas.

– Una mierda.

– No le gusta perder, ¿verdad?

– No cuando se trata de mi vida.

Soltó otra carcajada.

– A usted tampoco le gusta perder -dije-. Le dejaron sin blanca en Foxwoods. Es un jugador realmente estúpido.

– Cierre el pico.

– Voy a dar media vuelta. Quiero ver sus dientes empastados y su bisoñé.

Mientras me volvía, con las manos sobre la cabeza, encogí la barriga y me contorsioné un poco, para que la navaja penetrara en mis ajustados vaqueros. No era donde la prefería, pero estaba oculta.

Estábamos ahora frente a frente, a unos tres metros de distancia. Con la linterna me iluminaba la barriga, no la cara, y distinguí una pistola automática en su mano derecha, que apuntaba en la misma dirección que la linterna. No vi la escopeta.

Se trataba de una de esas linternas halógenas, con el haz de luz muy concentrado, utilizadas para hacer señales a larga distancia. La luz no se dispersaba en absoluto y el lugar seguía tan oscuro como antes, a excepción del rayo que me iluminaba.

– Veo que ha perdido parte de la ropa -dijo después de desplazar el haz por mi cuerpo, de pies a cabeza.

– ¡Váyase a la mierda!

– ¿Dónde está su arma? -preguntó después de detener el rayo en mi pistolera.

– No lo sé. Busquémosla.

– ¡Silencio!

– Entonces no me haga preguntas.

– No me importune, señor Corey, o de lo contrario la próxima bala acabará en su ingle.

No podíamos permitir que lastimara a Guillermo el Conquistador, aunque no veía cómo podía evitar importunarle.

– ¿Dónde está su escopeta? -pregunté.

– Levanté el percutor y la arrojé lejos de mí. Afortunadamente, no me alcanzó el disparo. ¿Quién es el estúpido ahora?

– Un momento, estuvo diez minutos en la oscuridad cagándose de miedo para que se le ocurriera eso. ¿Quién es el estúpido?

– Empiezo a estar harto de su sarcasmo.

– Entonces dispáreme. No ha tenido ningún reparo en asesinar a esos dos bomberos mientras dormían.

No respondió.

– ¿No estoy bastante cerca? ¿A qué distancia estaban Tom y Judy? Suficientemente cerca para dejar quemaduras de pólvora. ¿O preferiría machacarme la cabeza como a los Murphy y a Emma?

– Sí, lo preferiría. Puede que primero le hiera y luego le machaque la cabeza con la escopeta.

– Adelante. Inténtelo. Hará un solo disparo, cabrón; luego me tendrá encima como un halcón sobre una gallina. Atrévase.

No lo hizo y tampoco respondió. Evidentemente tenía algo que resolver.

– ¿Quién más sabe de mí sobre este asunto? -preguntó por fin.

– Todo el mundo.

– Creo que miente. ¿Dónde está su amiga?

– A su espalda.

– Si se propone jugar conmigo, señor Corey, morirá mucho antes y con mucho dolor.

– Usted se freirá en la silla eléctrica. Se quemará su carne, arderá su bisoñé, enrojecerán sus rodillas, le saldrá humo de la cabeza y sus lentillas se fundirán en las cuencas de sus ojos. Y, después de muerto, irá al infierno, donde volverán a freírle.

El señor Tobin no respondió.

Permanecimos ahí de pie, yo con las manos sobre la cabeza y él con la linterna en la mano izquierda y la pistola en la derecha. Evidentemente, él tenía ventaja. No le veía la cara, pero imaginaba que su aspecto era muy demoníaco y engreído.

– Fue usted quien dedujo lo del tesoro, ¿no es cierto? -dijo por fin Tobin.

– ¿Por qué mató a Emma?

– Conteste mi pregunta.

– Conteste antes la mía.

– Sabía demasiado y hablaba demasiado -respondió después de unos segundos-. Pero, sobre todo, fue mi forma de expresarle a usted lo mucho que me molestaba su sarcasmo y su intromisión.

– Despiadado hijo de puta.

– La mayoría de la gente cree que soy encantador. Emma lo creía. Y también los Gordon. Ahora responda a mi pregunta. ¿Sabe algo del tesoro?

– Sí. El tesoro del capitán Kidd, enterrado aquí en Plum Island, que debía ser trasladado á otro emplazamiento, donde sería descubierto. Margaret Wiley, la Sociedad Histórica Peconic, etcétera. No es usted tan listo como supone.

– Usted tampoco. Principalmente tiene suerte, pero ahora se le ha acabado.

– Es posible. Pero todavía conservo el cabello y mi dentadura original.

– Me está usted importunando realmente.

– Soy más alto que usted y Emma dijo que mi polla era más grande que la suya.

El señor Tobin optó por no responder a mis provocaciones. Evidentemente, necesitaba hablar antes de meterme una bala en el cuerpo.

– ¿Tuvo usted una infancia desgraciada? -pregunté-, ¿una madre dominante y un padre ausente? ¿En la escuela le llamaban marica y se burlaban de sus calcetines afeminados? Cuéntemelo. Quiero compartir su dolor.

El señor Tobin guardó silencio durante un rato, que pareció realmente largo. Vi que le temblaba la linterna y también la pistola. Había dos teorías sobre cómo reaccionar cuando alguien te apuntaba con un arma. La primera consistía en ser humilde y complaciente. La segunda, en incordiar al individuo armado, insultarlo y fastidiarlo para que cometa algún error. Actualmente, la primera teoría es de uso habitual en la policía. La segunda ha sido descartada por loca y peligrosa. Evidentemente, yo prefiero la segunda.

– ¿Por qué tiembla? -pregunté.

Levantó ambos brazos, el izquierdo con la linterna y el derecho con su automática, y me percaté de que me apuntaba. ¡Alto ahí! Era el momento de recurrir a la primera teoría.

Nos miramos y vi que intentaba decidir si apretar el gatillo. Yo, por mi parte, procuraba decidir si dar un grito aterrador y lanzarme sobre él antes de que disparara.

Por fin bajó la linterna y la pistola.

– No permitiré que me enoje -dijo.

– Le felicito.

– ¿Dónde está la señorita Penrose? -preguntó de nuevo.

– Se ha ahogado.

– No, no se ha ahogado. ¿Dónde está?

– Puede que haya ido al laboratorio principal a pedir refuerzos. Puede que esté acabado, Freddie. Tal vez debería entregarme el arma, amigo.

Reflexionó.

– Por cierto -agregué mientras reflexionaba-, he encontrado la caja con los huesos y lo demás en su sótano, bajo las cajas de vino. He llamado a la policía.

Tobin no respondió. Cualquier esperanza que pudiera albergar de que sus secretos murieran conmigo acababa de derrumbarse. Esperaba una bala de un momento a otro, pero Fredric Tobin, siempre dispuesto a negociar, me preguntó:

– ¿Quiere la mitad?

Estuve a punto de reírme.

– ¿La mitad? Los Gordon creían que iban a llevarse la mitad y ya sabemos lo que hizo con ellos.

– Recibieron su merecido.

– ¿Por qué?

– Tuvieron un ataque de remordimientos de conciencia. Imperdonable. Querían devolver el tesoro al gobierno.

– Bueno, le pertenece.

– No importa a quién pertenezca, lo que importa es quién lo encuentra y quién lo guarda.

– La ley de Fredric Tobin: Quien posee el oro hace la ley.

Se rió. Unas veces lo enojaba y otras le hacía gracia. Como no había otro policía, me veía obligado a interpretar el papel del bueno y el malo. Como para convertirme en un esquizofrénico.

– Los Gordon acudieron a mí para preguntarme si consideraría negociar un pacto con el gobierno -explicó Tobin-, en virtud del cual obtendríamos una participación justa del tesoro como recompensa por haberlo encontrado y el resto se invertiría en equipamiento de última tecnología para el laboratorio, más algo de dinero para unas instalaciones recreativas en Plum Island, una guardería infantil en Long Island para los hijos de los empleados, la limpieza ambiental de la isla, restauración histórica y otros proyectos meritorios en Plum Island. Habríamos sido héroes, filántropos y legales. Les dije que me parecía una idea maravillosa -agregó después de una breve pausa-. Evidentemente, a partir de entonces era como si estuvieran muertos.