– Estaba a punto de preguntárselo.
– No, John, él estaba a punto de meterte una bala en el cuerpo.
– Gracias por salvarme la vida.
– Me debes un pequeño favor.
– Bien, eso es todo, caso cerrado -dije.
– Salvo por el tesoro. Y Tobin, ¿dónde está?
– Por aquí, en algún lugar.
– ¿Va armado? ¿Es peligroso?
– No -respondí-. Tendría que hacer de tripas corazón.
Nos refugiamos de la tormenta en un bunker de hormigón. Nos abrazamos para conservar la temperatura, pero teníamos tanto frío que ninguno logró dormir. Pasamos la noche charlando, sin dejar de frotarnos mutuamente los brazos y las piernas para evitar la hipotermia.
Beth insistió respecto al paradero de Tobin y le ofrecí una versión corregida del enfrentamiento en el almacén de municiones, según la cual yo le había apuñalado y estaba herido de muerte.
– ¿No deberíamos facilitarle atención médica? -preguntó Beth.
– Por supuesto -respondí-. A primera hora de la mañana.
– Bien -dijo después de varios segundos de silencio.
Antes del amanecer regresamos a la playa.
La tormenta había cesado y, antes de que aparecieran el helicóptero o los barcos de vigilancia, repusimos la clavija y utilizamos el ballenero para acercarnos al Chris Craft. Abrí la válvula de desagüe del ballenero y dejé que la pequeña embarcación se hundiera. Luego regresamos a Greenport en el yate de Tobin y llamamos a Max. Nos recogió en el muelle y nos llevó al cuartel general de la policía, donde tomamos una ducha y nos pusimos un chándal seco y calcetines de lana. Un médico local nos hizo una revisión y sugirió antibióticos y huevos con tocino, lo que era una buena idea.
Desayunamos en la sala de juntas de Max y le ofrecimos al jefe nuestro informe. Max estaba asombrado, atónito, incrédulo, enfadado, feliz, envidioso, aliviado, preocupado, etcétera.
– ¿El tesoro del capitán Kidd? ¿Estáis seguros?
– ¿Entonces sólo Stevens conocía el paradero de ese tesoro? -preguntó Max durante nuestro segundo desayuno.
– Eso creo -respondí.
– ¿No os estaréis callando algo? -preguntó después de mirarnos sucesivamente a ambos.
– Claro que lo haría -respondí-. Si conociera el paradero de veinte millones de dólares en oro y joyas, tú serías el último en saberlo, Max. Pero el caso es que el tesoro ha vuelto a desaparecer. Sin embargo, sabemos que existe y que estuvo brevemente en posesión de Stevens; de modo que, con un poco de suerte, tal vez la policía o los federales lo encuentren.
– Ese tesoro ha causado tantas muertes -agregó Beth- que creo realmente que sobre él pesa una maldición.
– Maldición o no, me gustaría encontrarlo -respondió Max después de encogerse de hombros-. Por razones históricas -agregó.
– Por supuesto.
Max parecía incapaz de asimilar y comprenderlo todo, y repetía preguntas que ya habíamos contestado.
– Como este informe se está convirtiendo en un interrogatorio -dije-, creo que debo llamar a mi abogado o pegarte una paliza.
– Lo siento -respondió Max con una sonrisa forzada-, es demasiado para la mente de un…
– Danos las gracias por haber hecho un buen trabajo -dijo Beth.
– Gracias por vuestro buen trabajo -repitió Max-. Me alegro de haberte contratado -agregó después de mirarme.
– Me despediste.
– ¿En serio? Olvídalo. ¿He entendido correctamente que Tobin estaba muerto?
– No cuando lo vi por última vez… Supongo que debí haber insistido en que necesitaba atención médica.
– ¿Dónde está exactamente esa cámara subterránea? -preguntó Max después de mirarme unos instantes.
Se lo indiqué lo mejor que supe y Max se retiró inmediatamente para hacer una llamada telefónica.
Beth y yo nos miramos mutuamente a través de la mesa.
– Serás una detective excelente -dije.
– Soy una detective excelente -repuso Beth.
– Sí, lo eres. ¿Cómo puedo compensarte por salvarme la vida?
– ¿Qué te parece mil dólares?
– ¿Es eso lo que vale mi vida?
– De acuerdo, quinientos.
– ¿Qué te parece una cena esta noche?
– John… -sonrió con cierto anhelo-, siento mucho aprecio por ti, pero… es demasiado complicado… con todas esas muertes… Emma…
– Tienes razón -asentí.
Sonó el teléfono que había sobre la mesa y levanté el auricular.
– De acuerdo -respondí antes de colgar-, se lo diré. Ha llegado la limusina del condado para usted, señora.
Se puso de pie, se dirigió a la puerta y volvió la cabeza.
– Llámame dentro de un mes, ¿de acuerdo? ¿Lo harás?
– Sí, lo haré -respondí, consciente de que no lo haría.
Nos miramos, le guiñé un ojo, ella también lo hizo, le mandé un beso y me lo devolvió. Beth Penrose dio media vuelta y se fue.
Max regresó a los pocos minutos.
– He llamado a Plum Island y he hablado con Kenneth Gibbs -dijo-. ¿Le recuerdas? El ayudante de Stevens. El personal de seguridad ya ha encontrado a su jefe, muerto. El señor Gibbs no parecía demasiado afligido, ni siquiera particularmente curioso.
– Nunca viene mal una promoción inesperada.
– Sí. También le he dicho que busquen a Tobin en el arsenal subterráneo. ¿No es eso?
– Eso es. No recuerdo cuál era. Estaba oscuro.
– Claro -dijo Max y reflexionó unos instantes-. Menudo embrollo. Vamos a necesitar una tonelada de papel para… -agregó antes de interrumpirse para mirar a su alrededor-. ¿Dónde está Beth?
– Ha llegado la policía del condado y se la ha llevado.
– Bien, de acuerdo. Por cierto, acabo de recibir un fax de aspecto oficial, del Departamento de Policía de Nueva York, en el que me piden que te localice y te vigile, hasta que lleguen a eso del mediodía.
– Bien, aquí estoy.
– ¿Vas a escabullirte?
– No.
– Prométemelo o tendré que ofrecerte una habitación con rejas.
– Te lo prometo.
– De acuerdo.
– Facilítame transporte a mi casa. Necesito recoger algunas cosas.
– De acuerdo.
Se ausentó y asomó la cabeza un agente uniformado, mi viejo amigo Bob Johnson.
– ¿Le llevo?
– Sí.
Fui con él y me acercó a la casa de mi tío Harry. Me puse un bonito chándal en el que no decía «Propiedad de la policía de Southold», cogí una cerveza, me senté en la terraza posterior y contemplé el cielo que empezaba a despejarse y la bahía que se calmaba.
El cielo era de un azul casi incandescente, que se da cuando una tormenta ha eliminado todos los contaminantes y limpiado el aire. Así debía de ser la atmósfera hace un siglo, antes de los trenes y camiones de gasoil, los coches, los barcos, las calderas de petróleo, las segadoras, los herbicidas, los insecticidas y quién sabe qué otros productos que flotan en el ambiente.
El jardín estaba hecho un asco debido a la tormenta, pero la casa estaba bien, aunque seguía sin electricidad y la cerveza estaba caliente, lo que era desagradable, pero la parte positiva era que me impedía escuchar el contestador automático.
Supongo que debí haber esperado a los agentes del Departamento de Policía de Nueva York, como se lo había prometido a Max, pero decidí llamar un taxi para que me llevara a la estación de Riverhead y tomar el tren a Manhattan.
De regreso a mi piso de la calle Setenta y Dos Este después de tantos meses, vi que había treinta y seis mensajes en el contestador automático, que son los máximos que puede guardar.
La mujer de la limpieza había amontonado el correo sobre la mesa de la cocina, que en total constituía unos cinco kilos de porquería.
Entre las facturas y demás basura se encontraba el certificado definitivo de mi divorcio, que pegué con un imán a la puerta del frigorífico.
Estaba a punto de abandonar el montón de correo no solicitado cuando un sobre blanco sin ninguna impresión publicitaria me llamó la atención. Estaba escrito a mano y la dirección del remitente era la de los Gordon, pero el matasellos era de Indiana.