– Corta el rollo.
– En serio, Beth, aquí tengo unas copias del ordenador con dos años de datos financieros, podríamos examinarlos esta noche.
– ¿Quién te ha autorizado a cogerlos?
– Tú, ¿no es cierto?
Asintió después de titubear.
– Quiero que estén en mis manos mañana por la mañana -dijo.
– De acuerdo. Tendré que trabajar toda la noche. Ayúdame.
– Dame tu dirección y número de teléfono -respondió después de reflexionar unos instantes.
Busqué un papel y un lápiz en mis bolsillos, pero ella tenía ya su pequeño cuaderno en la mano.
– Adelante.
Le di los datos y las indicaciones para llegar.
– Te llamaré antes si decido ir.
– De acuerdo.
Me senté en el banco y ella en el extremo opuesto, con las hojas impresas del ordenador entre ambos. Guardamos silencio, supongo que para reorganizar mentalmente nuestras ideas.
– Espero que seas mucho más listo de lo que aparentas -dijo finalmente Beth.
– Permíteme que lo diga de este modo: lo más inteligente que ha hecho el jefe Max en su vida ha sido llamarme para este caso.
– Y modesto.
– No tengo por qué serlo; soy uno de los mejores. En realidad, la CBS está preparando una serie titulada Expediente Corey.
– No me digas.
– Puedo conseguirte un papel.
– Gracias. Si puedo devolverte el favor, estoy segura de que me lo dirás.
– Me daría por satisfecho con verte en «Expediente Corey».
– Estoy segura. Por cierto… ¿Puedo llamarte John?
– Te lo ruego.
– John, ¿qué ocurre aquí? Me refiero a este caso. Sabes algo que te callas.
– ¿Cuál es tu estado actual?
– ¿Cómo dices?
– ¿Comprometida, divorciada, separada, con pareja?
– Divorciada. ¿Qué sabes o sospechas de este caso que no hayas mencionado?
– ¿No tienes novio?
– No tengo novio ni hijos. Once admiradores, cinco están casados, tres son unos controladores obsesivos, dos posibilidades y un imbécil.
– ¿Te hago preguntas demasiado personales?
– Sí.
– Si tuviera un compañero masculino y le hiciese estas preguntas, sería perfectamente normal.
– Bueno… pero no somos compañeros.
– Quieres llevar siempre las de ganar, típico.
– Bien… cuéntame algo acerca de ti, rápido.
– De acuerdo. Divorciado, sin hijos, docenas de admiradoras pero ninguna especial -agregué-. Ninguna enfermedad venérea.
– Ni partes venéreas.
– Exactamente.
– De acuerdo, John, ¿qué me dices de este caso?
– Bien, Beth -respondí después de acomodarme en el banco-, lo que ocurre con este caso es que lo evidente conduce a lo improbable y todo el mundo intenta encajar lo improbable en lo evidente. Pero no es así como funciona, compañera.
– Sugieres que puede no tener nada que ver con lo que nosotros creemos -dijo ella después de asentir.
– Estoy empezando a pensar que aquí ocurre otra cosa.
– ¿Por qué lo crees?
– Bien… ciertas pruebas parecen no encajar.
– Puede que lo hagan dentro de unos días, cuando hayan llegado todos los informes del laboratorio y se haya interrogado a lodo el mundo. Ni siquiera hemos hablado aún con el personal de Plum Island.
– Vamos al embarcadero -dije después de levantarme.
Se puso los zapatos y nos dirigimos hacia allí.
– A unos centenares de metros de aquí, Albert Einstein se enfrentó a la cuestión moral de la bomba atómica y decidió seguir adelante. Los buenos no tuvieron ninguna alternativa porque los malos ya habían decidido seguir adelante, sin tener que debatir ninguna cuestión moral. Yo conocía a los Gordon -agregué.
– Me estás diciendo que no crees que fueran capaces, moralmente capaces, de vender microorganismos letales -añadió después de reflexionar unos instantes.
– No, no lo creo. Como los científicos atómicos, respetaban el poder del genio de la botella. No sé exactamente lo que hacían en Plum Island, y con toda probabilidad nunca lo sabremos, pero creo que los conocía lo suficiente para afirmar que ellos no venderían al genio de la botella.
No dijo nada.
– Recuerdo que en una ocasión Tom me contó que Judy estaba afligida porque una ternera con la que se había encariñado había sido deliberadamente infectada con algo y se estaba muriendo. No estamos hablando del tipo de personas que querrían ver a niños muriéndose de peste. Cuando hables con sus colegas de Plum Island lo descubrirás por ti misma.
– A veces la gente tiene otra faceta oculta.
– Nunca advertí el menor indicio en la personalidad de los Gordon que sugiriera la posibilidad de traficar con enfermedades mortales.
– A veces la gente racionaliza su conducta. ¿Qué me dices de los norteamericanos que facilitaron secretos atómicos a los rusos? Dijeron que lo habían hecho por convicción, para que no lodo el poder estuviera del mismo lado.
Volví la cabeza y comprobé que me miraba mientras andábamos. Me encantó descubrir que Beth Penrose era capaz de pensamientos más profundos y sabía que para ella era un alivio comprobar que yo no era el imbécil que suponía.
– En cuanto a los científicos atómicos -repuse-, era otra época y otros secretos. Aunque sólo fuera por eso, ¿qué podría impulsar a los Gordon a vender bacterias y virus que acabarían con su propia vida, y la de sus familias en Indiana o donde fuera, y que arrasarían todo lo demás?
Beth Penrose reflexionó unos instantes y respondió.
– Puede que les pagaran diez millones, que el dinero esté en Suiza, que tuviesen un castillo en una montaña abarrotado de champán y comida enlatada y que hubieran invitado a sus amigos y parientes a vivir con ellos. No lo sé, John. ¿Por qué comete locuras la gente? Racionalizan, se convencen a sí mismos, están enojados con algo o con alguien. Diez millones de dólares, veinte millones, doscientos dólares: todo el mundo tiene un precio.
Llegamos al embarcadero, donde había un policía uniformado de Southold sentado en una silla de jardín.
– Tómese un descanso -dijo la detective Penrose.
El agente se levantó y se dirigió a la casa.
Las olas acariciaban el casco del barco de los Gordon, que con su bamboleo golpeaba las defensas de goma de los pilotes. La marea estaba baja y me di cuenta de que la lancha estaba ahora amarrada a unas poleas, que permitían extender los cabos. La cubierta había descendido un metro y medio por debajo del embarcadero y me percaté de que en el casco estaba escrito Fórmula 303, que, según Tom, significaba que medía más de nueve metros de eslora.
– Entre los libros de los Gordon he encontrado un atlas marítimo, un libro de cartas de navegación, con un número de ocho dígitos escrito a lápiz en una de sus páginas -dije-. Le he pedido a Sally Hines que lo examine meticulosamente en busca de huellas y te presente un informe. Deberías coger ese libro y guardarlo en lugar seguro. Conviene que lo veamos juntos. Puede que tenga otras marcas.
– Dime, ¿de qué crees que va todo esto? -preguntó después de mirarme fijamente unos segundos.
– Bueno… si rebajamos la consideración moral un cincuenta por ciento, pasamos de vender virus a vender drogas.
– ¿Drogas?
– Sí. Moralmente ambiguas para algunas mentes, pero mucho dinero para todas. ¿Qué opinión te merece?
Contempló la potente lancha y agitó la cabeza.
– Puede que nos hayamos dejado llevar por el pánico respecto al vínculo con Plum Island -respondió.
– Es posible.
– Deberíamos comentárselo a Max y los demás.
– No.
– ¿Por qué no?
– Porque no es más que una especulación. Deja que sigan con su teoría de la plaga. Si es cierta, mejor que esté cubierta.
– De acuerdo, pero ésa no es razón suficiente para no confiar en Max y los demás.
– Confía en mí.