– No. Convénceme.
– Ni siquiera yo lo estoy. Nos encontramos ante dos buenas posibilidades: microbios por dinero o drogas por dinero. Veamos si Max, Foster y Nash llegan a alguna conclusión por su cuenta y si comparten sus ideas con nosotros.
– De acuerdo… En esta ocasión te seguiré la corriente.
– ¿Cuánto imaginas que vale esto? -pregunté señalando el barco.
Penrose se encogió de hombros.
– No estoy segura… el Fórmula es un artículo caro… supongo que va a unos tres mil por pie de eslora, con lo cual éste, nuevo, valdría aproximadamente cien mil dólares.
– ¿Y el alquiler de esa casa?, ¿unos dos mil dólares?
– Supongo, más gastos y servicios -respondió-. Lo averiguaremos.
– ¿Y qué sentido tiene ir y venir en barco? Son casi dos horas desde aquí y cuesta una pequeña fortuna en combustible, ¿no es cierto?
– Efectivamente.
– Se tarda unos treinta minutos en coche en llegar al transbordador oficial en Orient Point. ¿Y cuánto dura la travesía hasta Plum Island? Tal vez unos veinte minutos, por cuenta del Tío Sam. En total, menos de una hora de puerta a puerta, en lugar de casi dos horas con la lancha rápida. Sin embargo, los Gordon iban en su barco y sé que en algunas ocasiones no podían volver con él porque había empeorado el tiempo durante el día. Entonces regresaban en el transbordador a Orient Point y le pedían a alguien que los llevara a su casa. Eso nunca me pareció lógico, pero debo confesar que tampoco pensé mucho en ello. Debí haberlo hecho; puede que ahora tuviera sentido.
Salté al barco y me di un porrazo en la cubierta. Levanté los brazos y ella los agarró cuando saltaba. Acabamos tendidos ambos, yo de espaldas y Beth Penrose sobre mí. Permanecimos en esa posición un segundo más de lo necesario y nos pusimos de pie. Entonces nos miramos con una torpe sonrisa, como suelen hacer dos desconocidos de sexo opuesto que rozan accidentalmente sus pechos o sus traseros.
– ¿Estás bien? -preguntó.
– Sí…
A decir verdad, me había quedado sin aire en el pulmón lesionado y supongo que se había dado cuenta.
Cuando me recuperé me dirigí a la parte trasera del barco, la popa como la llaman, donde el Fórmula 303 tiene un banco.
– Aquí es donde estaba siempre la caja -dije mientras señalaba un lugar cerca del banco-. Era grande, de un metro veinte de longitud por noventa centímetros de anchura, por otros noventa de altura. Tal vez un metro cúbico protegido por aluminio aislado. A veces, cuando me sentaba en ese banco, colocaba los pies sobre la caja y tomaba cerveza.
– ¿Y?
– Y después del trabajo, en determinadas fechas, puede que los Gordon realizaran una veloz travesía a alta mar, tal vez para reunirse en pleno Atlántico con algún buque de carga sudamericano, un hidroavión o lo que fuera, subieran a bordo unos cien kilos de polvo blanco colombiano y regresaran rápidamente a tierra. Si se cruzaban con alguien del Departamento de Narcóticos o con los guardacostas, parecían una pareja impecable que había salido a dar un paseo por el mar. Incluso aunque los parasen, podrían mostrar sus documentos de identidad de Plum Island y salir perfectamente airosos del trance. En realidad, probablemente podían superar en velocidad a cualquier otra embarcación. Se necesitaría un avión para perseguir a esta lancha. Además, ¿cuántos barcos se interceptan y registran? Por aquí circulan millares de yates y embarcaciones de pesca comercial. A no ser que los guardacostas o la aduana tuvieran una pista bastante sólida, o alguien actuara de una forma rara, no abordarían un barco para registrarlo, ¿no es cierto?
– No suelen hacerlo, aunque el Servicio de Aduanas está perfectamente autorizado a interceptar embarcaciones y a veces lo hace. Comprobaré si en el Departamento de Estupefacientes, los guardacostas o el Servicio de Aduanas existe algún informe relacionado con el Spirochete.
Reflexioné unos instantes.
– Y después de que los Gordon recogiesen esa mierda -proseguí-, se dirigirían a un lugar convenido de antemano en tierra a reunirse con una pequeña embarcación, entregarían la caja a los distribuidores locales y éstos les devolverían otra, llena de dinero. El distribuidor regresaría en coche a Manhattan y se habría completado otra importación libre de impuestos. Ocurre todos los días. La cuestión es si los Gordon participaban y si fue eso la causa de su muerte. Ojalá, porque la alternativa me aterra y no me asusto con facilidad.
Penrose reflexionó mientras contemplaba la lancha.
– Puede ser -dijo-, Pero también cabe la posibilidad de que no sea más que un deseo.
No respondí.
– Si logramos determinar que eran drogas, descansaremos más tranquilos -agregó-. Entretanto, debemos proseguir con la idea de la plaga porque si resulta ser cierta y no la controlamos, podemos morir todos.
Capítulo 6
Pasaban de las dos de la madrugada y me estaba quedando bizco con las copias impresas del ordenador de los Gordon. Había preparado una cafetera en la enorme y antigua cocina del tío Harry y estaba sentado a la mesa redonda junto al mirador que daba al este, construido para aprovechar el sol matutino.
El tío Harry y la tía June tenían el buen gusto de no invitar nunca a toda la familia Corey a su casa, pero de vez en cuando mi hermano Jim o mi hermana Lynne o yo ocupábamos la habitación de los invitados, mientras el resto de la familia se hospedaba en una horrible cabaña turística de los años cincuenta.
Me acuerdo de haber estado junto a esa mesa de niño con mi primo y mi prima, Harry y Barbara, tomando Cheerios o Wheaties, ansioso por salir a jugar. El verano era mágico. Creo que no tenía absolutamente ninguna preocupación.
Ahora, transcurridas algunas décadas, la mesa era la misma y yo tenía un sinfín de preocupaciones.
Volví a concentrarme en el registro del talonario. Los salarios de los Gordon se pagaban directamente en su cuenta y sus ingresos conjuntos, después de ser saqueados por el gobierno federal y el Estado de Nueva York, eran de unos noventa mil dólares. No está mal, pero tampoco muy bien para dos doctores que realizaban un trabajo complejo con sustancias sumamente peligrosas. Tom habría ganado más jugando al béisbol en segunda división y los ingresos de Judy podían haber sido los mismos como camarera en algún bar de mi antiguo barrio. Es un país extraño.
En todo caso, no tardé en averiguar que los gastos de los Gordon superaban sus ingresos. No es barato vivir en la costa Este, como indudablemente descubrieron ellos. Pagaban dos coches, el barco, el alquiler de la casa, todos los seguros correspondientes, servicios, cinco tarjetas de crédito, cuentas astronómicas de combustible, sobre todo para la lancha, y los gastos cotidianos. Además, el penúltimo abril habían pagado la considerable suma de 10.000 dólares como depósito para el Fórmula 303.
Los Gordon contribuían asimismo a numerosas organizaciones caritativas, lo que hacía que me sintiera culpable. Pertenecían también a una asociación de libros y música, acudían al cajero con frecuencia, mandaban cheques a sobrinos y sobrinas y eran socios de la Sociedad Histórica Peconic. Todavía no parecían tener problemas graves, pero estaban muy cerca del límite. Si conseguían unos buenos ingresos complementarios con el tráfico de drogas, eran lo suficientemente inteligentes para esconder el dinero y lanzarse al ruedo como todos los intrépidos estadounidenses que no temen a Hacienda. La cuestión era: ¿dónde estaba el dinero?
No soy auditor, pero he efectuado suficientes análisis financieros para advertir elementos que conviene comprobar. Había sólo uno de éstos en los últimos veinticinco meses de contabilidad de los Gordon, un cheque de veinticinco mil dólares a nombre de Margaret Wiley. El cheque había sido certificado por una tarifa de diez dólares y el dinero transferido electrónicamente del fondo de inversión de los Gordon. En realidad, representaba casi la totalidad de sus ahorros. El cheque había sido extendido el 7 de marzo del año en curso y no había ninguna indicación de su propósito. ¿Quién era Margaret Wiley? ¿Por qué le habían entregado los Gordon un cheque garantizado de veinticinco de los grandes? Pronto lo averiguaríamos.