»-Gracias -respondió Don.
Eso es lo que me gusta de este lugar sencillo y hogareño. Lo que el jefe Maxwell había olvidado contar era que en aquel momento se dirigía a Plum Island, el lugar que no tenía nada que ver con el doble asesinato. También había olvidado mencionar al FBI y a la CIA. Admiraba a las personas que sabían cómo y cuándo embaucar al público. Imaginemos que Max hubiera dicho: «Existe un cincuenta por ciento de posibilidades de que los Gordon vendieran virus a terroristas, cuyo propósito podría ser la destrucción de toda forma de vida en Norteamérica.» Eso habría provocado una pequeña tragedia en la zona a primera hora de la mañana, por no mencionar una huida hacia los aeropuertos y un repentino afán por tomarse unas vacaciones en Sudamérica.
En todo caso, de momento, la mañana era hermosa. Vi un campo de calabazas a mi derecha y recordé los fines de semana de otoño, cuando corría por allí de niño en busca de la calabaza más grande, más redonda, más anaranjada y más perfecta. Recordé también ciertas discrepancias con mi hermano menor, Jimmy, que resolvíamos a puñetazos y yo siempre ganaba porque era mayor y más fuerte que él. Por lo menos, el muchacho tenía valor.
La aldea siguiente a Peconic es Southold, que también es el nombre del municipio. Aquí es donde se acaban los viñedos, se estrecha la tierra entre el mar y la bahía, y todo parece más agreste y salvaje. Las vías del ferrocarril de Long Island, que parten de la estación Penn de Manhattan, corrían paralelas a la carretera, a mi izquierda, hasta cruzarse con ésta y seguir de nuevo caminos separados.
No había mucho tráfico a aquella hora de la mañana, salvo algunos vehículos agrícolas. Si alguno de mis compañeros de viaje a Plum Island estaba en la carretera, pensé que probablemente lo vería en algún momento.
Entré en el pueblo de Greenport, principal metrópoli de la zona norte de Long Island, con una población, según el cartel, de 2.100 habitantes. La isla de Manhattan, por otra parte, donde yo trabajaba, vivía y donde estuve a punto de morir, es más pequeña que la región norte de Long Island y en ella viven amontonados dos millones de personas. Max, como he dicho anteriormente, dispone de unos cuarenta agentes, incluidos él y yo. En realidad, el pueblo de Greenport había tenido su propia policía en otra época, con media docena de agentes, pero la población se hartó de ellos y votó por su desaparición. No creo que eso pueda ocurrir en la ciudad de Nueva York, aunque no sería mala idea.
A veces pienso que Max debería contratarme, ya saben, el pistolero de la gran ciudad llega al pueblo, el sheriff local le coloca una placa y dice: «Necesitamos un hombre de tu experiencia, formación y éxito reconocido», o algo por el estilo. ¿Me convertiría en el pez gordo de un pequeño estanque?, ¿me mirarían las damas a hurtadillas y dejarían caer sus pañuelos en la acera?
Vuelta a la realidad. Tenía hambre y ahí no había prácticamente ningún lugar de comida rápida, lo que formaba parte del encanto del lugar pero también era un fastidio. Había, sin embargo, unas pocas tiendas de comida preparada y me detuve en una de las afueras de Greenport, donde compré un café y un bocadillo de carne misteriosa y algo parecido al queso. Les aseguro que uno puede comerse el plástico y el envoltorio sin advertir la diferencia. Agarré un periódico semanal gratuito y desayuné al volante. En el semanario, casualmente, había un artículo sobre Plum Island. Eso no es inusual puesto que los lugareños parecen estar muy interesados en la misteriosa isla rodeada de bruma. A lo largo de los años, fuentes locales me habían facilitado casi toda la información que poseía acerca de Plum Island. De vez en cuando se mencionaba la isla en las noticias nacionales, pero se podía asegurar que nueve de cada diez estadounidenses nunca habían oído hablar de ella. Eso podía cambiar muy pronto.
El artículo que leía trataba de la enfermedad de Lyme, otra obsesión de los habitantes de Long Island y del cercano Connecticut. Es una enfermedad que transmiten las garrapatas de los ciervos y que había adquirido proporciones epidémicas. Yo conocía gente que la padecía y, a pesar de que no solía ser mortal, su tratamiento y curación podían durar de uno a dos años. En todo caso, la población local estaba convencida de que procedía de Plum Island y que se trataba de un experimento de la guerra bioquímica, extendido por error o algo parecido. No exageraría si afirmara que a los lugareños les encantaría que Plum Island se hundiera en el mar. En realidad, imaginaba una situación parecida a una escena de Frankenstein, en la que labriegos y pescadores con horcas y garfios, acompañados de mujeres con antorchas, descendían sobre la isla y gritaban: «¡Al diablo con vuestros experimentos científicos antinaturales! ¡Que Dios nos proteja de las investigaciones gubernamentales!» O algo por el estilo. Dejé el periódico y arranqué el motor.
Debidamente alimentado, seguí mi camino, atento por si veía a mis nuevos compañeros.
La siguiente aldea era East Marión, aunque no parece haber ninguna otra Marión en la región; creo que la más cercana está en Inglaterra, como sucede con muchos otros lugares de Long Island precedidos de East. El nombre antiguo de Southold era Southwold, igual que una población de Inglaterra de donde procedían muchos de sus primeros habitantes, pero perdió la w en el Atlántico o en otro lugar o puede que la cambiaran por un montón de terminaciones en «e's», quién sabe. Mi tía June, que pertenecía a la Sociedad Histórica Peconic, llenaba mi pequeña cabeza con esas tonterías y supongo que se me grabaron algunas curiosidades que me parecieron interesantes.
La tierra se estrechó a la anchura de una calzada, con agua a ambos lados de la carretera: el estrecho de Long Island a mi izquierda y el puerto de Orient a mi derecha. El cielo y el agua estaban llenos de patos, gansos, garcetas blancas como la nieve y gaviotas, así que no abrí el techo del coche. Esos pájaros comen ciruelas pasas o algo por el estilo, luego descienden en picado y siempre saben cuándo lleva uno el coche descapotado.
Se ensanchó de nuevo el terreno y crucé la antigua y pintoresca aldea de Orient, antes de acercarme por fin, después de unos diez minutos, a Orient Point.
Pasé junto a la entrada del Orient Beach State Park y empecé a reducir la velocidad.
Delante, a mi derecha, vi una bandera estadounidense a media asta. Supuse que era en honor de los Gordon, así que la bandera debía de estar en propiedad federal y ésta era, indudablemente, la estación del transbordador de Plum Island. Habrán podido comprobar cómo funciona la mente de un gran detective, incluso poco después de las siete de la mañana y habiendo dormido poco.
Paré el coche frente a un restaurante, junto a un puerto deportivo, saqué los prismáticos de la guantera y enfoqué un cartel en blanco y negro cerca de la bandera, a unos treinta metros de la carretera. En el cartel se leía: «Centro de enfermedades animales de Plum Island.» No decía «Bien venidos» ni «Transbordador», pero estaba junto al agua y deduje que era la estación del transbordador. La gente común supone, los detectives deducen. Además, para ser sinceros, había pasado por allí una docena de veces a lo largo de los años, de camino al transbordador de New London, que está un poco más allá del de Plum Island. Aunque nunca había pensado mucho en ello, supongo que sentía curiosidad por la misteriosa Plum Island. No me gustan los misterios y ésa es la razón por la que quiero resolverlos; me molesta que existan cosas que desconozco.