A la derecha del cartel y del mástil de la bandera había un edifìcio de ladrillo de una sola planta que parecía un centro de administración y recepción. Detrás de éste se encontraba un gran aparcamiento con tejado negro que se extendía hasta la orilla, rodeado de una elevada verja de tela metálica, coronada de alambre espinoso.
En la orilla, donde acababa el aparcamiento, había grandes almacenes junto a enormes muelles. Vi algunos camiones aparcados junto a la zona de carga y descarga. Supuse, perdón, deduje, que ahí era donde embarcaban los animales que emprendían el viaje sin retorno a Plum Island.
El aparcamiento se extendía unos cien metros a lo largo de la bahía y en su extremo más lejano, a través de una ligera bruma, distinguí unos treinta coches, aparcados cerca del embarcadero del transbordador. No se veía a nadie.
Dejé los prismáticos y consulté el reloj digital del salpicadero, según el cual eran las siete y veintinueve, y la temperatura era de diecisiete grados. Decididamente, debía eliminar el sistema métrico de ese coche. Ese maldito ordenador se expresaba en extraños términos franceses como kilomètres, litres y otras palabras igualmente raras. No me atrevía siquiera a conectar la calefacción.
Faltaba todavía media hora para que saliera el barco a Plum Island, pero era la hora de llegada del transbordador procedente de la isla, que era a lo que yo venía. Mi tío Harry solía decir cuando me obligaba a levantarme al amanecer: «El pájaro madrugador es el que encuentra el gusano, Johnny.» Y yo solía responderle: «Y el gusano madrugador es devorado.» Era un personaje.
Entre la niebla apareció un transbordador blanco y azul que se deslizó hacia el embarcadero. Levanté de nuevo los prismáticos. En la proa del buque había un tipo con escudo gubernamental, probablemente del Departamento de Agricultura, y el nombre del barco era The Plum Runner, lo que indicaba cierto sentido del humor por parte de alguien.
Puse en marcha mi cuatro por cuatro para dirigirme hacia el cartel, el mástil y el edificio. A la derecha de éste, las puertas de la verja metálica estaban abiertas, pero al no ver a ningún guardia entré en el aparcamiento y me dirigí a los almacenes. Aparqué entre camiones y contenedores con la esperanza de que mi vehículo pasara inadvertido. Estaba a unos cincuenta metros de los muelles del transbordador y observé a través de los prismáticos cómo maniobraba el buque para atracar junto al embarcadero más próximo. The Plum Runner parecía bastante nuevo y elegante, tenía unos veinte metros de eslora y una sobrecubierta en la que vi unas sillas. La popa entró en contacto con el muelle y el capitán paró los motores mientras un ayudante saltaba a tierra para amarrar los cabos. Me percaté de que no había nadie en el muelle.
A través de los prismáticos vi a un grupo de hombres que salía de la cabina de pasajeros a la cubierta de popa para desembarcar directamente en el aparcamiento. Conté diez; vestidos con una especie de uniforme azul podían ser los componentes de la banda musical del Departamento de Agricultura, que habían acudido a recibirme, o los guardias de seguridad del turno de noche, a los que habían sustituido los que se habían desplazado en el transbordador de las siete. Los diez guardias llevaban cinturón para armas pero no vi ninguna pistolera.
A continuación apareció un individuo corpulento de chaqueta azul y corbata, que hablaba con los diez guardias como si los conociera, y supuse que era Paul Stevens, el jefe de seguridad.
Luego aparecieron cuatro individuos elegantemente vestidos y se me ocurrió que era algo inusual. Parecía dudoso que esos cuatro personajes hubieran pasado la noche en la isla y tuve que suponer que se habían desplazado en el transbordador de las siete. Pero, en tal caso, sólo habrían dispuesto de escasos minutos en la isla, el tiempo justo para dar media vuelta. Así que debían de haber viajado antes, en un desplazamiento especial del transbordador, en otra embarcación o en helicóptero.
Por último, pero no por ello menos importante, no me sorprendió del todo ver salir del buque a los señores George Foster y Ted Nash con ropa deportiva. Ahí estaban. Acostarse temprano y madrugar convierte al individuo en astuto y mentiroso. Esos hijos de puta… Sabía que me la jugarían.
Vi que Nash y Foster mantenían una intensa conversación con los cuatro hombres trajeados mientras el individuo de chaqueta azul se mantenía respetuosamente apartado. Estaba claro por su lenguaje corporal que Ted Nash era el personaje importante. Los otros cuatro habían llegado probablemente de Washington y a saber quién los habría mandado. Era difícil calcularlo con el FBI, la CIA, el Departamento de Agricultura, indudablemente el ejército y el Departamento de Defensa y quién sabe qué otros departamentos involucrados. En lo que a mí concernía, todos eran federales y yo para ellos, si es que se molestaban en pensar en mí, no era más que una enojosa almorrana.
En todo caso decidí recoger los prismáticos, el periódico semanal y mi taza de café vacía por si me veía obligado a esconder la cabeza. Ahí estaban esos listillos con su engaño matutino y ni siquiera se molestaban en mirar a su alrededor por si alguien los observaba. Sentían un desprecio absoluto por los humildes polis y eso me hinchaba las narices.
El individuo de chaqueta azul habló con los diez guardias y les comunicó que podían marcharse. Se dirigieron a sus respectivos coches y pasaron junto a mí. Luego, el caballero de chaqueta azul se acercó de nuevo a la cubierta de popa y desapareció en el interior del transbordador.
Entonces los cuatro hombres trajeados se despidieron de Nash y Foster, subieron a un Chevy Caprice color negro y vinieron hacia mí. El Caprice redujo la velocidad frente a mi coche, estuvo a punto de detenerse, pero luego siguió adelante hasta salir por la puerta de la verja.
En aquel momento me percaté de que Nash y Foster habían visto mi automóvil. Arranqué el motor y me acerqué al transbordador como si acabara de llegar. Aparqué a cierta distancia del muelle, fingí tomar café en mi taza vacía y empecé a leer un artículo sobre el regreso del pescado azul sin prestar atención a los señores Nash y Foster, que estaban cerca del transbordador.
A eso de las ocho menos diez llegó una vieja furgoneta que se paró junto a mí y de ella se apeó Max con téjanos, anorak y un gorro de pesca calado hasta la frente.
– ¿Vas disfrazado o te has vestido a oscuras? -pregunté después de bajar la ventanilla.
– Nash y Foster sugirieron que no convenía que me vieran de camino a Plum Island.
– Esta mañana te he oído por la radio.
– ¿Qué te ha parecido?
– Nada convincente. Barcos, aviones y coches han estado abandonando Long Island toda la mañana. Ha cundido el pánico a lo largo de la costa Este.
– Vamos.
– De acuerdo -respondí antes de apagar el contacto y esperar a que el Jeep me dijera algo, pero supongo que en esta ocasión no había metido la pata.
– Votre fenêtre est ouverte -dijo una voz femenina en el momento en que retiré las llaves del contacto.
¿Por qué ha de decir eso un bonito coche estadounidense? El caso es que cuando intenté apagar esa estúpida voz de algún modo la cambié para que hablara en francés. Esos coches se exportan a Quebec, lo que también explica lo del sistema métrico.
– Votre fenêtre est ouverte.
– Mangez merde -respondí en mi mejor francés universitario antes de apearme del coche.
– ¿Te acompaña alguien? -preguntó Max.
– No.
– He oído a alguien hablar.
– Olvídalo.
Iba a contarle a Max que había visto a Nash y Foster apearse del transbordador de Plum Island, pero como a él no se le había ocurrido llegar temprano, ni me había pedido que yo lo hiciera, consideré que tampoco merecía saberlo.