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– ¿Cuándo conoceremos al doctor No? -pregunté a Max.

Max se rió, e incluso Beth y los señores Nash y Foster sonrieron.

– Por cierto, Max -preguntó Beth-, ¿cómo es que no conocías a Paul Stevens?

– Siempre que hemos celebrado una reunión de representantes de la ley -respondió Max- hemos invitado al director de seguridad de Plum Island por cortesía. Pero ninguno de ellos hizo acto de presencia. En una ocasión hablé con Stevens por teléfono pero nunca le había visto hasta esta mañana.

– Por cierto, detective Corey -dijo Ted Nash-, he descubierto que usted no pertenece a la policía del condado de Suffolk.

– Nunca dije que así fuera.

– Vamos, amigo. Usted y el jefe Maxwell nos han hecho creer a George y a mí que formaba parte de ese cuerpo.

– El detective Corey ha sido contratado por la ciudad de Southold como asesor en este caso -dijo Max.

– ¿En serio? -exclamó el señor Nash antes de mirarme-. Usted es un detective de la brigada de homicidios de la ciudad de Nueva York, herido en acto de servicio el 12 de abril y, actualmente, de baja por convalecencia.

– ¿Y a usted qué le importa?

– No nos preocupa, John -interrumpió el señor Foster, siempre dispuesto a hacer las paces-. Lo único que pretendemos es establecer credenciales y jurisdicciones.

– En tal caso -respondió Beth, dirigiéndose a los señores Nash y Foster-, ésta es mi jurisdicción y mi caso, y no tengo ningún inconveniente en que John Corey esté presente.

– De acuerdo -dijo el señor Foster.

El señor Nash no respondió, lo que me indujo a creer que no estaba de acuerdo, pero no me importaba.

– Y ahora que ya sabemos para quién trabaja John Corey -dijo Beth a Ted Nash-, ¿para quién trabajas ?

– Para la CIA -respondió después de una pausa.

– Gracias -dijo Beth sin dejar de mirarlos fijamente-. Si alguno de vosotros vuelve a visitar el escenario del crimen sin identificarse debidamente, se lo comunicaré al fiscal del distrito. Seguiréis todas las normas establecidas como el resto de nosotros, ¿comprendido?

Asintieron; evidentemente, sin ninguna sinceridad.

– El director no está disponible todavía -declaró Paul Stevens a su regreso-. Por lo que me ha dicho el jefe Maxwell, tengo entendido que desean ver un poco la isla, podemos dar una vuelta ahora. Les ruego que me sigan…

– Espere un momento -dije señalando la embarcación amarrada al muelle-. ¿Es suya?

– Sí. Es una patrullera.

– No está patrullando.

– Tenemos otra que lo está haciendo ahora.

– ¿Es aquí donde los Gordon amarraban su barco?

– Sí. Bien, síganme…

– ¿Tienen coches patrulla que circulen por la isla? -pregunté.

– Sí, tenemos coches que patrullan la isla -respondió a pesar de que evidentemente le molestaban mis preguntas-. ¿Algo más, detective?

– Sí. ¿Es habitual que un empleado utilice su propio barco para acudir al trabajo?

– Cuando se aplicaba rigurosamente la política de No Retorno, estaba prohibido -contestó tras un par de segundos-. Ahora hemos relajado un poco las normas y de vez en cuando algún empleado llega en su propia embarcación, sobre todo en verano.

– ¿Autorizó usted a los Gordon a que se desplazaran a la isla en su barco?

– Los Gordon eran científicos concienzudos y hacía mucho tiempo que trabajaban aquí -respondió-. Siempre y cuando utilizaran unas buenas técnicas de descontaminación y acataran las normas y procedimientos de seguridad, yo no tenía ningún inconveniente en que utilizaran su propia lancha.

– Comprendo. ¿En algún momento se le ocurrió que los Gordon pudieran usar su barco para sacar organismos letales de la isla?

– Esto es un lugar de trabajo, no una cárcel -respondió indirectamente después de unos instantes de reflexión-. Mi responsabilidad primordial consiste en impedir la entrada a personas no autorizadas. Confiamos en nuestro personal, aunque para mayor seguridad todos nuestros empleados han sido investigados previamente por el FBI -añadió y luego consultó su reloj-. Disponemos de poco tiempo. Síganme.

Seguimos al nervioso señor Stevens hasta un minibús blanco y subimos en él. El conductor vestía el mismo uniforme azul que los guardias de seguridad y, por cierto, comprobé que también llevaba pistola.

Me instalé detrás del conductor y di unos golpecitos al asiento de al lado para que Beth se sentara, pero no debió de percatarse de mi gesto y ocupó un asiento doble al otro lado del pasillo. Max se sentó a mi espalda, y los señores Nash y Foster en asientos separados hacia la parte de atrás.

– Antes de visitar las instalaciones principales -dijo el señor Stevens, que permaneció de pie-, daremos una vuelta por la isla para que se hagan una idea del lugar y puedan apreciar mejor las dificultades de proteger una isla de este tamaño, con unos dieciséis kilómetros de playa y sin ninguna verja. Nunca se ha quebrantado la seguridad de la isla en toda su historia -agregó.

– ¿Qué clase de arma llevan los guardias en sus pistoleras? -pregunté.

– Son pistolas reglamentarias del ejército, Colt 45 automáticas -respondió el señor Stevens, miró a su alrededor y preguntó-: ¿He dicho algo interesante?

– Creemos que el arma homicida fue un cuarenta y cinco -dijo Max.

– Me gustaría hacer un inventario de sus armas y llevar a cabo pruebas balísticas con cada una de ellas -agregó Beth.

Paul Stevens no parecía entusiasmado.

– ¿Cuántas pistolas del cuarenta y cinco tienen? -preguntó Beth.

– Veinte.

– ¿Lleva una consigo? -preguntó Max.

Stevens se tocó la chaqueta y asintió.

– ¿Lleva siempre la misma arma? -preguntó Beth.

– No -respondió-. Cojo una de la armería cuando me incorporo al trabajo. Parece que me estén interrogando.

– No -dijo Beth-, sólo le hacemos preguntas como testigo amistoso. Si le interrogáramos, lo sabría.

– Tal vez deberíamos permitirle al señor Stevens proseguir con su programa -dijo a mi espalda el señor Nash-. Más adelante dispondremos de tiempo para formular preguntas.

– Prosiga -ordenó Beth.

– De acuerdo -respondió el señor Stevens, todavía de pie-. Antes de seguir adelante les haré el pequeño discurso que reservo para científicos invitados, dignatarios y periodistas -agregó antes de consultar su ridícula carpeta-. Plum Island tiene una superficie de trescientas cuarenta hectáreas, en su mayoría bosque, algún prado y una plaza de armas, que veremos más adelante. La isla se menciona en los diarios de a bordo de los primeros navegantes holandeses e ingleses. Los holandeses le dieron el nombre de la fruta que crece en sus orillas, Pruym Eyland en holandés antiguo, por si a alguien le interesa. La isla pertenecía a la tribu de los indios Montauk y un individuo llamado Samuel Wyllys se la compró en 1.654 al jefe Wyandanch. Wyllys y otros colonos después de él utilizaron sus pastos para ovejas y ganado vacuno, lo cual no deja de ser irónico considerando el uso que se le da ahora.

Bostecé.

– En todo caso -prosiguió Stevens-, nadie se instaló permanentemente en la isla. Y puede que se pregunten cómo utilizaban los colonos los pastos de una isla deshabitada. Según los documentos de la época, el estrecho entre Orient y Plum era de tan poca profundidad en los siglos XVII y XVIII que el ganado podía cruzarlo con la marea baja. Un huracán a finales del siglo XVIII aumentó la profundidad del estrecho y los prados de la isla perdieron su utilidad. Sin embargo, desde los orígenes de la presencia inglesa, una sucesión de piratas y corsarios visitaron la isla ya que su aislamiento era muy conveniente para ellos.

De pronto sentí que me entraba cierto pánico. Estaba ahí atrapado en un pequeño autobús con ese imbécil monótono y aburrido, que empezaba a explicar la historia desde principios del siglo XVIII y le quedaban todavía casi tres siglos, sin que el maldito vehículo hubiera empezado siquiera a moverse y sin que pudiera marcharme a no ser que me abriera paso a tiros. ¿Qué había hecho yo para merecer eso? Mi tía June me miraba desde el cielo y se tronchaba de risa. Podía oír sus palabras: «Bien, Johnny, si me repites lo que te conté ayer sobre los indios Montauk, te compraré un helado.» ¡No, no, no! ¡Basta!