– Durante la revolución -proseguía Stevens-, los patriotas de Connecticut utilizaban la isla para llevar a cabo incursiones contra los núcleos de resistencia de colonos leales a la corona, en Southold. Entonces George Washington, de visita en el norte de Long Island…
Me tapé las orejas, pero todavía oía el ronroneo.
Finalmente levanté la mano y pregunté:
– ¿Es usted miembro de la Sociedad Histórica Peconic?
– No, pero ellos me han ayudado a recopilar esta historia.
– ¿No tiene un folleto o algo por el estilo que podamos leer más tarde y reservar este discurso para algún congresista?
– A mí me parece fascinante -dijo Beth Penrose.
Los señores Nash y Foster emitieron un ruido de aprobación.
– Has perdido la votación, John -dijo Max con una carcajada.
Stevens me sonrió de nuevo. ¿Por qué tenía la sensación de que quería desenfundar su 45 y vaciar el cargador contra mí?
– Paciencia, detective -dijo-; de todos modos nos sobra tiempo -añadió, aunque me percaté de que hablaba más de prisa-. Entonces, en vísperas de la guerra entre España y Estados Unidos, el gobierno adquirió cincuenta y cuatro hectáreas del territorio de la isla para defensas costeras y construyeron Fort Terry, ahora abandonado. Luego lo veremos.
Observé de reojo a Beth y comprobé que miraba fijamente a Paul Stevens, al parecer absorta en su narración. En aquel instante, Beth Penrose volvió la cabeza y se cruzaron nuestros ojos. Pareció avergonzarse de que hubiera descubierto que me miraba, sonrió y volvió a concentrarse en Stevens. Me dio un vuelco el corazón; estaba enamorado de nuevo.
– Debo señalar que en la isla existen vestigios de más de trescientos años de historia y, a no ser por sus limitaciones de acceso, habría aquí un buen número de arqueólogos excavando en lugares prácticamente intactos -seguía diciendo Stevens-. Actualmente negociamos con la Sociedad Histórica Peconic para llegar a un acuerdo sobre una excavación experimental. En realidad -agregó-, los Gordon eran miembros y actuaban como enlace entre ella, el Departamento de Agricultura y unos arqueólogos de la universidad estatal de Stony Brook. Los Gordon y yo habíamos identificado buenas localizaciones, que a nuestro parecer no comprometerían ni afectarían a la seguridad.
De pronto me sentí interesado. A veces, una palabra, una frase o un nombre surgen en una investigación y cuando aparecen de nuevo se convierten en algo en qué pensar. Ése era el caso de la Sociedad Histórica Peconic. Mi tía pertenecía a ella. Distribuyen folletos y panfletos, organizan meriendas, festejos para recaudar fondos y conferencias, y todo es perfectamente normal. Luego los Gordon, incapaces de distinguir entre Plymouth Rock y scotch on the rocks, se afilian a la sociedad y, ahora, el Oberführer Stevens la incluye en su discurso. Interesante.
– En 1.929 se desencadenó una devastadora epidemia de glosopeda en Estados Unidos -proseguía el señor Stevens- y el Departamento de Agricultura abrió su primer centro en la isla. Así empieza la historia moderna de la isla respecto a su función actual. ¿Alguna pregunta?
Yo tenía unas cuantas sobre el hecho de que los Gordon se dedicaran a husmear por la isla, en lugar de trabajar como se suponía en su laboratorio. Decidí que eran personas listas. La lancha rápida, la Sociedad Histórica Peconic y luego la tapadera de las excavaciones arqueológicas para poder inspeccionar la isla. Era posible que todo eso no guardara relación alguna entre sí, que fuera pura coincidencia. Pero yo no creo en las coincidencias. No creo que unos científicos mal pagados del Medio Oeste adquieran una afición tan cara como es una lancha rápida, se dediquen a la arqueología y se involucren en una sociedad histórica local. Nada de ello se ajusta a los recursos, las personalidades, los temperamentos o los intereses anteriores de Tom y Judy Gordon. Lamentablemente, las preguntas que tenía para el señor Stevens no podían formularse sin revelar más de lo que probablemente obtendría a cambio.
El señor Stevens hablaba del Departamento de Agricultura y eso me permitió desconectar tranquilamente para dedicarme a rumiar un poco. Me percaté de que antes de mencionar los intereses arqueológicos de los Gordon, Stevens había dicho algo que me había llamado la atención. Como una onda de sonar que se desplaza por el agua, choca con algo y manda una señal de vuelta a los auriculares, Stevens había dicho algo que había sonado en mi cerebro, pero estaba tan aburrido en aquel momento que me lo había perdido y ahora quería retomarlo pero no recordaba qué era lo que había mandado la señal.
– Bien, ahora daremos una vuelta por la isla -declaró Stevens.
El conductor despertó y puso el autobús en movimiento. Me percaté de que la carretera estaba bien asfaltada pero no había ningún otro vehículo ni persona a la vista.
Rodeamos la zona del enorme edificio principal y el señor Stevens nos mostró el depósito del agua, la planta de descontaminación de aguas residuales, la central eléctrica, los talleres mecánicos y las plantas de vapor. Aquel lugar, que parecía independiente y autosuficiente, me recordó una vez más a la guarida del villano de una película de James Bond, donde un loco planea la destrucción del planeta. En general era muy impresionante y aún no habíamos visto el interior del centro principal de investigación.
De vez en cuando pasábamos junto a algún edificio, que el señor Stevens no identificaba, y si alguno de nosotros se interesaba por él, respondía que se trataba de un almacén de pintura, de comida o algo por el estilo. Y puede que lo fueran, pero aquel individuo no inspiraba confianza. En realidad, tuve la clara sensación de que disfrutaba con ese rollo de la confidencialidad y le divertía jugar un poco con nosotros.
Casi todos los edificios, salvo el nuevo centro de investigación, eran antiguas estructuras militares, en su mayoría de ladrillo rojo u hormigón, y prácticamente todos estaban abandonados. En otra época había sido una instalación militar de considerable importancia, que formaba parte de una cadena de fortalezas destinadas a proteger la ciudad de Nueva York de un ejército hostil, que nunca hizo acto de presencia.
Llegamos a un grupo de bloques de hormigón, en cuyo suelo de cemento crecía la hierba en las grietas.
– Este gran edificio se denomina 257 -dijo Stevens-, que es el nombre con que lo designó el ejército. Años atrás fue el laboratorio principal. Cuando lo abandonamos, lo descontaminamos con gas venenoso y luego lo sellamos definitivamente por si quedaba todavía algo vivo.
– ¿No fue aquí donde se produjo un escape bioquímico en una ocasión? -preguntó Max después de unos segundos de silencio.
– Eso ocurrió antes de mi llegada -respondió Stevens y me miró con su fingida sonrisa-. Si le apetece examinar el interior, detective, puedo conseguirle la llave.
– ¿Puedo ir solo? -pregunté, también con una sonrisa.
– Ésa es la única forma de entrar en el 257. Nadie querrá acompañarle.
Nash y Foster soltaron una carcajada. No me había divertido tanto desde que resbalé en el barro y me caí sobre un cadáver que llevaba diez días muerto.
– Amigo Paul, entraré si usted me acompaña.
– No siento ningún deseo particular de morir -respondió Stevens.
Cuando el autobús se acercó al edificio vi que alguien había pintado sobre el hormigón una enorme calavera y unos huesos cruzados de color negro y se me ocurrió que aquel símbolo tenía en realidad dos significados: por una parte, era la bandera pirata que ondeaba en el mástil de la casa de los Gordon y, por otra, la señal de advertencia de veneno o contaminación. Miré fijamente la calavera y las tibias negras sobre fondo blanco. Cuando desvié la vista, la imagen seguía impresa en mi retina y al mirar a Stevens vi la calavera superpuesta en su rostro, ambos sonrientes. Me froté los ojos hasta desvanecer la ilusión óptica. De no haberme encontrado a plena luz del día y rodeado de gente, podía haber sido una experiencia aterradora.