– En 1.946 -prosiguió-, el Congreso aprobó la financiación de un nuevo centro de investigación. La ley prohíbe que se estudien ciertas enfermedades infecciosas en el territorio continental de Estados Unidos. Eso era necesario cuando la biocontención no estaba muy avanzada. Así que Plum Island, que ya era enteramente propiedad del gobierno y cuyo uso compartían el ejército y el Departamento de Agricultura, era un lugar idóneo para el estudio de enfermedades animales exóticas.
– ¿Nos está diciendo que aquí se estudian únicamente enfermedades animales? -pregunté.
– Efectivamente.
– Señor Stevens, aunque nos disgustaría que los Gordon hubieran robado el virus de la glosopeda y que se aniquilara el ganado de Estados Unidos, Canadá y México, ésta no es la razón de nuestra presencia. ¿Existe alguna enfermedad en los laboratorios de Plum Island, alguna enfermedad capaz de transmitirse de una especie a otra, que pueda infectar a los seres humanos?
– Eso deberá preguntárselo al director, el doctor Zollner -respondió.
– Se lo pregunto a usted.
– Puedo decirle -respondió Stevens después de unos momentos de reflexión- que al darse la coincidencia de que el Departamento de Agricultura compartía el uso de la isla con el ejército se desencadenaron muchas especulaciones y rumores de que este lugar era un centro de investigación de guerra biológica. Supongo que todos están al corriente.
– Existen abundantes pruebas de que el Cuerpo Químico del Ejército desarrollaba aquí enfermedades, en los momentos más críticos de la guerra fría, capaces de aniquilar toda la población animal de la Unión Soviética -declaró Max-. E incluso ahora, el ántrax y otras enfermedades animales pueden utilizarse como armas biológicas contra seres humanos. Usted también lo sabe.
– No he pretendido insinuar -explicó Stevens después de aclararse la garganta- que aquí nunca se hubiera realizado ninguna investigación destinada a la guerra biológica. Ése fue el caso, ciertamente, a principios de los años cincuenta. Sin embargo, en 1.954, la misión ofensiva se transformó en defensiva; es decir, a partir de entonces el ejército se dedicó a estudiar solamente los medios para impedir una infección deliberada de nuestro ganado por parte del enemigo. No responderé más preguntas de esta naturaleza… -agregó-, pero les diré que los rusos nos mandaron un equipo de investigación de armas biológicas hace unos años y no descubrieron nada que pudiera preocuparles.
Siempre había pensado que las inspecciones de acuerdos armamentistas voluntarios eran como si un sospechoso de asesinato dirigiera una inspección de su propia casa. No, detective, no hay nada de interés en ese armario. Sígame y le mostraré el jardín.
El autobús entró en un estrecho camino de grava y el señor Stevens prosiguió con su discurso.
– Y desde mediados de los años cincuenta, Plum Island se ha convertido indiscutiblemente en el primer centro mundial para el estudio, la curación y la prevención de enfermedades animales. -Me miró y dijo-: No ha sido tan insoportable, detective Corey, ¿no le parece?
– He sobrevivido a cosas peores.
– Me alegro. Ahora dejaremos la historia y nos dedicaremos a admirar el paisaje. Tenemos delante el antiguo faro, ordenado construir primero por George Washington. Éste fue construido a mediados del siglo XIX. Ahora ya no se utiliza y se ha convertido en monumento histórico.
Observé por la ventana la estructura de piedra en medio del prado. El faro parecía una casa de dos plantas, con una torre adosada al tejado.
– ¿Lo utilizan por razones de seguridad? -pregunté.
– Siempre atento a su trabajo, ¿verdad? -respondió el señor Stevens-. A veces mando unos centinelas con un telescopio o un aparato de visión nocturna, cuando el tiempo es demasiado malo para los helicópteros o los barcos. Entonces el faro se convierte en nuestro único lugar de vigilancia, con una visión de trescientos sesenta grados. ¿Desea saber algo más acerca del faro? -añadió.
– No, eso es todo por ahora.
El autobús entró en otro camino de grava. Nos dirigíamos ahora hacia el este por la orilla norte de Plum Island, con la costa a la izquierda y árboles nudosos a la derecha. Me percaté de que la playa era una agradable extensión de arena y rocas, prácticamente virgen, donde salvo por el autobús y la carretera, podía imaginarse fácilmente a un holandés o un inglés del siglo XVII que pisaba la orilla por primera vez, caminaba por la playa y calculaba cómo arrebatarles la isla a los indios.
En ese momento sonó de nuevo la campanilla en mi cerebro, pero ¿a qué obedecía? A veces, si uno no lo fuerza, vuelve por sí solo.
Mientras Stevens farfullaba sobre la ecología y sobre el hecho de conservar la isla tan pulcra y silvestre como fuera posible, pasó el helicóptero en busca de ciervos.
Por lo general, la carretera seguía la línea de la costa y no había mucho que ver, pero me impresionó la soledad del lugar, la idea de que ahí no vivía una sola alma y la improbabilidad de encontrarse a alguien por la playa o las carreteras, que al parecer no conducían a ningún lugar ni tenían utilidad alguna, salvo la que unía el transbordador con el laboratorio principal.
– Todas estas carreteras fueron construidas por el ejército para unir Fort Terry con las baterías de la costa -dijo entonces el señor Stevens como si acabara de leer mi pensamiento-. Sólo las utilizan las patrullas de los ciervos; si no, están vacías -agregó-. Como hemos concentrado todas las instalaciones de investigación en un edificio, la mayor parte de la isla está desierta.
Se me ocurrió que las patrullas de los ciervos y las de seguridad eran evidentemente las mismas. Puede que los helicópteros y los barcos buscaran ciervos que nadaban, pero también buscaban terroristas y otros maleantes. Tuve la incómoda sensación de que aquel lugar era vulnerable. Pero eso no era de mi incumbencia, ni la razón de mi presencia.
Hasta ahora la isla era menos siniestra de lo que imaginaba. No sabía realmente qué esperar, pero, al igual que otros muchos lugares precedidos de una reputación escabrosa, éste no parecía tan aterrador al verlo.
Los mapas y cartas de navegación no solían mostrar ningún detalle de la isla, ni las carreteras ni mención alguna a Fort Terry, salvo las palabras «Plum Island, Investigación de Patología Animal, Gobierno de EE.UU. Acceso restringido». Además, la isla suele estar pintada de color amarillo, que indica precaución. No es un lugar realmente acogedor, ni siquiera en el mapa. Y vista desde el mar, como me ocurrió varias veces con los Gordon, parece envuelta en la bruma, aunque me pregunto hasta qué punto esa imagen es real o imaginaria.
Y si uno especulase sobre el aspecto del lugar, se lo imaginaria como una especie de lúgubre paisaje desolado al estilo de Poe, cubierto de vacas y ovejas muertas, campos abandonados y buitres alimentándose de la carroña antes de morir, a su vez, por ingestión de carne infectada. Eso es lo que uno pensaría, si se molestara en pensar en ello. Pero hasta ahora el lugar parecía soleado y agradable. El peligro, el auténtico horror, estaba confinado en áreas de contención biológica, en las zonas tres y cuatro, y en el templo del fin del mundo, la zona cinco. Diminutos transportadores, tubos de ensayo y probetas con las formas de vida más peligrosas y exóticas desarrolladas en este planeta. Si yo fuera un científico que examinara esas cosas, me preguntaría probablemente por Dios; no sobre su existencia, sino sobre sus intenciones.