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En todo caso, hasta ahí era capaz de reflexionar antes de que empezara a dolerme la cabeza.

– ¿Cómo saben los navegantes que no deben desembarcar en la isla? -preguntó Beth.

– Se lo advierten todos los mapas y las cartas de navegación -respondió el señor Stevens-. También hay carteles en todas las playas. Además, las patrullas pueden ocuparse de cualquier embarcación fondeada o amarrada.

– ¿Qué hacen con los intrusos? -preguntó Beth.

– Les advertimos que no se acerquen de nuevo a la isla -respondió Stevens-. Los reincidentes son detenidos y entregados al jefe Maxwell -añadió mirando a Max-. ¿No es cierto?

– Efectivamente. Se dan uno o dos casos al año.

– Sólo a los ciervos les disparamos sin hacer preguntas -intentó bromear Paul Stevens, luego prosiguió con seriedad-: El hecho de que alguien desembarque en la isla no supone un riesgo para la seguridad ni para la biocontención. Como he dicho anteriormente, no pretendo dar la impresión de que la isla está contaminada. Este autobús, por ejemplo, no es un vehículo de biocontención. Pero, dada la proximidad de áreas de contención biológica, preferimos mantener la isla libre de personas no autorizadas y de animales.

– Por lo que puedo ver, señor Stevens -dije sin poder evitar señalarle-, un grupo de terroristas semicompetentes podría desembarcar cualquier noche en la isla, aniquilar a su puñado de guardias y robar toda clase de sustancias aterradoras de los laboratorios o hacer estallar el lugar e impregnar el aire con microbios mortíferos. En realidad, cuando se hiela la bahía no necesitan siquiera una embarcación, pueden llegar andando.

– Sólo puedo decirle que la seguridad es más compleja de lo que parece -respondió el señor Stevens.

– Eso espero.

– No le quepa la menor duda. ¿Por qué no lo intenta alguna noche?

– Le apuesto cien pavos a que logro entrar en su despacho, robarle el diploma del instituto que cuelga de la pared y tenerlo en mi despacho por la mañana -respondí, incapaz de resistirme al reto.

El señor Stevens seguía mirándome fijamente con su rostro de cera impenetrable. Espeluznante.

– Permítame que le formule la pregunta cuya respuesta todos deseamos escuchar: ¿es posible que Tom y Judy Gordon hubieran sacado clandestinamente microorganismos de la isla? -pregunté.

– En teoría -respondió Paul Stevens-, pudieron hacerlo.

Nadie dijo palabra en el autobús pero me percaté de que el conductor volvía sobresaltado la cabeza.

– ¿Pero por qué harían tal cosa? -preguntó el señor Stevens.

– Por dinero -respondí.

– No parecían realmente ese tipo de personas -dijo el señor Stevens-. Les gustaban los animales; ¿por qué querrían eliminarlos del mundo?

– Tal vez lo que pretendían eliminar del mundo era a la gente, para que los animales pudieran ser felices.

– Es absurdo -dijo Stevens-. Los Gordon no se llevaron nada de aquí que pudiera dañar a ningún ser vivo. Apostaría mi cargo.

– Ya lo ha hecho. Y su vida.

Me percaté de que Ted Nash y George Foster permanecían la mayor parte del tiempo en silencio, pero sabía que ya habían recibido su información mucho antes y probablemente temían delatarse.

– Nos acercamos a Fort Terry -dijo el señor Stevens después de volver la cabeza hacia el parabrisas-. Aquí podemos bajarnos y observar los alrededores.

El autobús paró y todos nos apeamos.

Capítulo 9

Era una bonita mañana y el sol calentaba más aquí, en el centro de la isla. Paul Stevens nos condujo alrededor del fuerte.

Fort Terry no estaba amurallado y parecía en realidad un pueblo abandonado. Era inesperadamente pintoresco, con su cárcel de ladrillo, un viejo comedor, un paseo, un cuartel de dos plantas con terraza, la casa del comandante, unos cuantos edificios de principios de siglo y una capilla de madera blanca sobre la colina.

El señor Stevens señaló una edificación de ladrillo.

– Ése es el único edificio que todavía utilizamos: el parque de bomberos.

– Esto está muy lejos del laboratorio -comentó Max.

– Sí -respondió Stevens-, pero el nuevo laboratorio es prácticamente incombustible y dispone de su propio sistema interno contra incendios. Estos camiones se utilizan principalmente para incendios forestales y en edificios sin contención biológica.

– ¿Pero no es cierto que un fuego o un huracán podría destruir los generadores eléctricos que filtran las áreas de biocontención? -preguntó Max, que había vivido siempre a barlovento o a sotavento de la isla.

– Todo es posible. Hay gente que vive cerca de reactores nucleares. Así es el mundo moderno, lleno de horrores inimaginables, pesadillas químicas, biológicas y nucleares que podrían aniquilarlo todo y preparar el camino para el nacimiento de nuevas especies.

Miré a Paul Stevens con un nuevo interés. Se me ocurrió que estaba loco.

Frente al cuartel había un campo de césped segado que descendía casi hasta la orilla. La pradera estaba llena de gansos canadienses que cacareaban, graznaban o lo que quiera que hagan los gansos cuando no defecan.

– Éste es el patio donde formaba la tropa -explicó Stevens-. Mantenemos el césped cortado para que los aviones puedan ver las letras de hormigón empotradas en el suelo: «Plum Island. Acceso restringido.» No queremos que aterricen avionetas aquí. La señal mantiene alejados a los terroristas voladores -bromeó.

»Antes de construir el edificio principal -prosiguió mientras andábamos-, muchas de las oficinas administrativas estaban aquí, en Fort Terry. Ahora casi todo, incluidos los laboratorios, los almacenes, la administración y los animales, se encuentra bajo el mismo techo, lo cual facilita las cosas desde el punto de vista de la seguridad. De modo que, aunque se logre burlar la seguridad del perímetro, el edificio principal es prácticamente inexpugnable -agregó después de mirarme.

– Realmente me está tentando -respondí.

El señor Stevens sonrió de nuevo. Me encantaba que me sonriera.

– Para su información -dijo-, soy licenciado por la Universidad estatal de Michigan y el título cuelga de la pared de mi despacho, pero usted nunca lo verá.

Le sonreí. Dios mío, cuánto me gusta fastidiar a la gente que me molesta. Me gustaba Max, me gustaba George Foster y amaba a Beth, pero no me caían bien Ted Nash ni Paul Stevens. Que me gustaran tres entre cinco era algo realmente positivo para mí, cuatro entre seis si me incluía a mí mismo. En todo caso, cada vez es mayor mi intolerancia hacia los mentirosos, los mentecatos, los fanfarrones y los amantes del poder. Creo que era más tolerante antes de que me dispararan. Debo preguntárselo a Dom Fanelli.

El patio acababa de pronto en un despeñadero que daba a una rocosa playa y llegamos al borde, desde donde Contemplamos el mar. Era una vista sobrecogedora, pero que ponía de relieve el aislamiento del lugar, la sensación de estar en otro planeta o en el fin del mundo, propia de las islas en general y de ésta en particular. Éste debió de ser un sitio muy solitario para quienes estaban de servicio y sumamente aburrido para los centinelas, sin nada que mirar salvo el mar. Probablemente a los artilleros les habría encantado vislumbrar una armada enemiga.

– Ésta es la playa donde acuden las focas todos los años, a finales de otoño -dijo Stevens.

– ¿También les disparan? -pregunté.

– Claro que no, siempre y cuando permanezcan en la playa.

Cuando regresábamos, Stevens señaló una gran piedra al otro extremo de la plaza de armas, en una de cuyas grietas había una bala de cañón oxidada.

– Esa bala es de la época de la revolución, británica o norteamericana. Es uno de los objetos que desenterraron los Gordon.