– ¿Dónde la encontraron?
– Supongo que por aquí. Hicieron muchas excavaciones alrededor de la playa de las focas y de esta plaza de armas.
– ¿En serio?
– Parecían intuir dónde excavar. Encontraron suficientes balas de mosquetón para armar un regimiento.
– No me diga.
Siga hablando, señor Stevens.
– Utilizaban uno de esos detectores de metales.
– Buena idea.
– Es una afición interesante.
– Desde luego. A mi tía le encantaba excavar. No sabía que a los Gordon también les gustara. Nunca vi nada que hubieran descubierto.
– Tuvieron que dejarlo todo aquí.
– ¿Debido a la contaminación?
– No, porque es territorio federal.
Eso era interesante y Nash y Foster empezaron a escuchar, que era lo que yo no quería, y decidí cambiar de tema.
– Creo que el conductor intenta llamarle -le dije a Stevens.
Éste miró hacia el autobús, pero el conductor se limitaba a contemplar una manada de gansos.
– Bien, veamos el resto de la isla -dijo Stevens después de consultar su reloj-, luego nos entrevistaremos con el doctor Zollner.
Subimos al autobús y nos encaminamos al este, hacia el sol naciente, por el brazo de tierra que formaba el hueso curvado de la chuleta de cerdo. La playa era magnífica, unos tres kilómetros de arena virgen, bañada por el agua azul del canal de Long Island. Nadie habló ante aquella majestuosa exhibición de la naturaleza. Ni siquiera yo.
Stevens, todavía de pie, me miraba de vez en cuando y yo le sonreía. Él me devolvía las sonrisas. No eran realmente sonrisas de diversión.
Finalmente llegamos al extremo estrecho de la isla y el autobús se detuvo.
– Hasta aquí puede llegar el vehículo -dijo el señor Stevens-. Ahora iremos andando.
Al apearnos, nos encontramos en medio de unas asombrosas ruinas antiguas. Estaba todo repleto de enormes fortificaciones de hormigón, cubiertas de hiedra y matorrales: torres parcialmente hundidas, bunkers, baterías, arsenales, túneles, caminos de ladrillo y hormigón, y unos gigantescos muros de un metro de anchura con puertas de hierro oxidado.
– Uno de estos pasajes subterráneos conduce a un laboratorio secreto, donde científicos nazis capturados trabajan todavía en la elaboración del virus definitivo e indestructible, que acabará con la población del planeta -dijo Stevens-. En otro laboratorio subterráneo -prosiguió después de una breve pausa- se encuentran los restos de cuatro extraterrestres procedentes de un ovni que se estrelló en Roswell, Nuevo México.
Una vez más imperó el silencio.
– ¿Podemos ver primero a los científicos nazis? -pregunté.
Más o menos todos se rieron.
El señor Stevens me brindó una de sus cautivadoras sonrisas.
– Ésos son dos de los mitos absurdos relacionados con Plum Island -declaró-. Cierta gente asegura haber visto extrañas aeronaves que aterrizan y despegan después de la medianoche en esta plaza de armas. Dicen que aquí se originó el Sida y también la enfermedad de Lyme. Supongo que estas antiguas fortificaciones, con sus salas y pasajes subterráneos, estimulan algunas fértiles imaginaciones -agregó después de mirar a su alrededor-. Pueden examinar el entorno, ir a donde se les antoje. Si encuentran algún alienígena, díganmelo. -Sonrió de un modo realmente extraño y pensé que tal vez él era el extraterrestre-. Pero, evidentemente, debemos permanecer juntos. No tengo que perder de vista a nadie en ningún momento.
Eso no cuadraba exactamente con lo de «ir a donde se les antoje», pero la aproximación era aceptable. John, Max, Beth, Ted y George retrocedieron a la adolescencia" y se divirtieron encaramándose a las ruinas, las escaleras y los antiguos parapetos, sin que el señor Stevens los perdiera nunca de vista. Luego anduvimos por el largo camino de ladrillo, que descendía hasta unas puertas de acero entreabiertas y todos entramos. El interior estaba oscuro, frío, húmedo y probablemente lleno de bichos reptantes.
– Esto conduce a un enorme arsenal -dijo Stevens a nuestra espalda y su voz retumbó en la oscuridad-. En la isla había un ferrocarril de vía estrecha que transportaba la munición y la pólvora desde el puerto hasta estos almacenes subterráneos. Es un sistema muy complejo e intrincado, pero, como pueden comprobar, está completamente abandonado. Aquí no se oculta ningún secreto. Si tuviera una linterna, podríamos seguir adelante y comprobarían que aquí no vive, trabaja ni juega nadie, ni hay nadie enterrado.
– ¿Dónde están entonces los nazis y los extraterrestres? -pregunté.
– Los he trasladado al faro -respondió el señor Stevens.
– Pero usted comprenderá que nos preocupe la posibilidad de que los Gordon instalaran un laboratorio clandestino en un lugar como éste -comenté.
– Como ya les he dicho -respondió el señor Stevens-, yo no albergo ninguna sospecha respecto a los Gordon. Pero, ya que ha surgido esa posibilidad, he ordenado a mis hombres que registren todo el complejo. Existen además unos noventa edificios militares abandonados por toda la isla. Tenemos mucho que registrar.
– Ordénele a su conductor que traiga unas cuantas linternas -dije-. Me gustaría echar una ojeada.
Se hizo un silencio en la oscuridad.
– Después de la entrevista con el doctor Zollner -respondió Stevens- podemos volver y explorar las salas y los pasajes subterráneos si lo desea.
Salimos de nuevo a la luz del día.
– Síganme -dijo Stevens.
Avanzamos por un estrecho camino que conducía al punto más oriental de Plum Island, el extremo del hueso curvado.
– Si miran a su alrededor, verán otros emplazamientos de baterías -explicó mientras caminábamos-. En otra época utilizábamos esos muros circulares como corrales, pero ahora todos los animales están en el interior.
– Parece una crueldad -dijo Beth.
– Es más seguro -respondió el señor Stevens.
Por fin llegamos al extremo este de la isla, donde un peñasco se elevaba unos doce metros sobre una playa rocosa. La erosión había descompuesto el bunker de hormigón, algunos de cuyos fragmentos se encontraban en la pared del despeñadero y otros habían caído al agua.
El paisaje era magnífico, con la costa de Connecticut apenas visible a la izquierda y, delante de nosotros, a unos tres kilómetros, un pedazo de tierra llamada Great Gull Island.
– ¿Ven ese promontorio rocoso? -dijo Stevens mientras señalaba hacia el sur-. Esa isla se utilizaba para prácticas de artillería y bombardeo. Los navegantes saben que deben mantenerse alejados debido a la gran cantidad de balas y bombas sin estallar que hay en la zona. Más allá se encuentra la costa de Gardiners Island, que, como bien sabe el jefe Maxwell, es propiedad privada de la familia Gardiner y su acceso está prohibido al público. Más allá de Great Gull está Fishers Island que, como Plum Island, era frecuentada por piratas en el siglo XVII. Así que, de norte a sur, tenemos las islas de los piratas, de las plagas, del peligro y de la propiedad privada.
Sonrió ante su propio ingenio. Hablando con propiedad, fue sólo media sonrisa.
De pronto vimos uno de los barcos patrulla que doblaba el cabo. La tripulación nos avistó y uno de ellos levantó unos prismáticos. Supongo que el tripulante reconoció a Paul Stevens, saludó con la mano y éste le devolvió el saludo.
Al contemplar la playa desde lo alto del acantilado, me percaté de que en la arena había líneas rojas horizontales, como una tarta de frambuesas cubierta por una capa blanca.
Oí una voz a nuestra espalda y vi que el conductor del autobús se acercaba por el sendero.
– No se muevan de aquí -dijo Stevens antes de dirigirse hacia el conductor, que le entregó un teléfono móvil.
Ésta es la parte en la que el guía desaparece, vemos que se aleja el autobús y Bond se queda solo con la chica, pero entonces salen del agua unos buceadores con ametralladoras que empiezan a disparar, cuando el helicóptero…