– Detective Corey.
Volví la cabeza y vi a Beth.
– Dime.
– ¿Qué piensas de todo esto?
Me percaté de que Max, Nash y Foster se encaramaban a las baterías y, como machos que eran, hablaban del alcance de la artillería, los calibres y otras cosas propias de hombres.
Me había quedado solo con Beth.
– Pienso que estás maravillosa -respondí.
– ¿Qué te parece Paul Stevens?
– Está loco.
– ¿Qué piensas de lo que hemos visto y oído hasta ahora?
– Una visita organizada. Pero de vez en cuando aprendo algo.
– ¿Qué es eso de la arqueología? -preguntó-. ¿Sabías algo?
– No. Conocía la existencia de la Sociedad Histórica Peconic, pero no que aquí hubiera excavaciones arqueológicas. Claro que los Gordon tampoco me comentaron que hubieran comprado una parcela inútil con vistas al canal.
– ¿Qué parcela inútil junto al canal?
– Te lo contaré luego -respondí-. Hay un montón de pequeños detalles, ya sabes, que indican la posibilidad de tráfico de drogas, pero puede que no. Aquí ocurre algo más… ¿Has oído alguna vez una campanilla en tu cabeza?
– Últimamente no. ¿Y tú?
– Sí, suena como el pitido de un sonar.
– Suena como incapacidad casi total.
– No, es una onda de sonar. La onda sale, tropieza con algo y regresa.
– Cuando vuelvas a oírla levanta la mano.
– De acuerdo. Se supone que debo descansar y no dejas de hostigarme desde que nos conocemos.
– Lo mismo digo -respondió Beth y cambió de tema-. Me parece que aquí la seguridad no es tan buena como debería ser, considerando lo que hay en la isla. Si se tratara de una instalación nuclear, estaría mucho mejor protegida.
– Sí. La seguridad del perímetro es lamentable, pero puede que la protección interna del laboratorio sea mejor. Además, según Stevens, aquí hay más de lo que parece. Pero, básicamente, tengo la sensación de que Tom y Judy pudieron sacar de aquí lo que se les antojara. Confío en que no desearan hacerlo.
– Pues yo creo que tarde o temprano descubriremos que robaron algo y nos dirán de qué se trata.
– ¿A qué te refieres? -pregunté.
– Te lo contaré luego -respondió Beth.
– Cuéntamelo esta noche mientras cenamos.
– Supongo que debo zanjar esto de una vez por todas.
– No será tan penoso.
– Tengo un sexto sentido para las malas citas.
– Las citas conmigo son buenas. Nunca he amenazado con mi arma a la persona con quien salía.
– Todavía quedan caballeros.
Dio media vuelta, se acercó al borde del precipicio y contempló el mar. A la izquierda estaba el canal, y a la derecha, el Atlántico y, al igual que en el estrecho al otro lado de la isla, se mezclaban los vientos y las corrientes. Las gaviotas parecían inmóviles en pleno vuelo y las cabrillas agitaban la superficie del mar. Tenía buen aspecto acariciada por el viento frente al cielo azul, las nubes blancas, las gaviotas, el mar, el sol y todo lo demás. Me la imaginé desnuda en la misma posición.
– Ahora podemos regresar al autobús -dijo el señor Stevens después de hablar por teléfono.
Caminamos juntos por el camino que bordeaba el precipicio y, a los pocos minutos, llegamos de nuevo a las ruinas de la fortificación.
Me percaté de que uno de los promontorios sobre los que se asentaba había sido recientemente erosionado y mostraba los estratos de su base. El superior, como era de suponer, lo formaba un compuesto orgánico y el siguiente, como era lógico también, estaba constituido de arena blanca. Pero, a continuación, había otro estrato rojizo, parecido al orín, seguido de otro estrato de arena y luego otro de orín, igual que en la playa.
– Debo evacuar la vejiga -dije dirigiéndome a Stevens-. Ahora vuelvo.
– No se pierda -dijo el señor Stevens, que en el fondo no bromeaba.
Me dirigí al otro lado del promontorio, cogí un palo del suelo y empecé a hurgar en la superficie inclinada cubierta de césped. La hierba y el compuesto oscuro se desprendieron, y quedaron al descubierto los estratos blanco y rojo. Cogí un puñado de tierra rojiza y comprobé que era en realidad arena mezclada con arcilla y tal vez un poco de óxido de hierro. Tenía un aspecto muy parecido a la tierra de las suelas de las zapatillas de Tom y Judy. Interesante.
Introduje un puñado de tierra en mi bolsillo y, al dar media vuelta, vi que Stevens me observaba.
– Creo haber mencionado la política de No Retorno -dijo.
– Eso me parece.
– ¿Qué se ha guardado en el bolsillo?
– Mi polla.
– En esta isla, detective Corey, yo soy la ley -dijo por fin después de mirarnos fijamente unos instantes-. No usted, ni la detective Penrose, ni siquiera el jefe Maxwell, ni tampoco los dos caballeros que les acompañan -agregó mirándome fijamente con sus ojos duros como el acero-. ¿Puedo ver lo que se ha guardado en el bolsillo?
– Puedo mostrárselo, pero luego tendré que matarlo -sonreí.
Reflexionó unos instantes, mientras analizaba sus alternativas, hasta llegar a la decisión correcta.
– El autobús espera -dijo.
Pasé junto a él y me siguió. Estaba parcialmente a la expectativa de que me agarrara del cuello, me golpeara la cabeza o me hundiera un codo en la espalda, pero el señor Stevens era mucho más refinado. Probablemente, más adelante me ofrecería una taza de café, con un toque de ántrax.
Subimos al autobús y emprendimos la marcha.
Todos volvimos a sentarnos en los mismos lugares y Stevens permaneció de pie. El autobús se dirigía al oeste, de nuevo hacia el muelle del transbordador y el laboratorio principal. Nos cruzamos con una camioneta en la que viajaban dos individuos de uniforme azul con rifles en las manos.
En general, había aprendido más de lo que creía, visto más de lo que esperaba y oído lo suficiente para sentirme cada vez más intrigado. Estaba convencido de que en esa isla se encontraba la respuesta del asesinato de Tom y Judy Gordon. Y, como ya he dicho, cuando supiera por qué, acabaría por saber quién.
– ¿Está completamente seguro de que los Gordon salieron ayer a las doce en su propio barco? -preguntó George Foster, que hasta entonces había permanecido prácticamente callado.
– Absolutamente. Según el registro, trabajaron por la mañana en el sector de biocontención, firmaron el libro de salida, se ducharon y subieron a un autobús como éste, que les llevó al muelle del transbordador. Por lo menos dos de mis hombres los vieron subir a bordo de su barco, el Spirochete, y dirigirse al estrecho de Plum.
– ¿Los vio el helicóptero o el barco patrulla cuando estaban en el estrecho? -preguntó Foster.
– No -respondió Stevens-. Se lo he preguntado.
– ¿Hay algún lugar a lo largo de esta costa donde pueda ocultarse un barco? -preguntó Beth.
– Imposible. En Plum Island no hay ninguna ensenada ni cala suficientemente honda. Es todo playa, salvo el puerto artificial donde atraca el transbordador.
– Si el barco patrulla hubiera visto al de los Gordon fondeado cerca de la isla, ¿les habría obligado a marcharse su gente? -pregunté.
– No. En realidad, los Gordon fondeaban cerca de la costa de Plum Island a veces para pescar o bañarse.
No sabía que los Gordon fuesen tan aficionados a la pesca.
– ¿Se les vio alguna vez fondeados cerca de la playa cuando estaba oscuro, ya de noche? -pregunté.
Stevens reflexionó unos instantes antes de responder.
– Sólo en una ocasión que yo sepa. Dos de mis hombres del barco patrulla mencionaron haber visto el Spirochete cerca de la playa sur una noche de julio, a eso de la medianoche. Observaron que no había nadie a bordo e iluminaron la playa con sus focos. Allí estaban los Gordon… -dijo el señor Stevens y se aclaró la garganta para sugerir lo que estaban haciendo-. El barco patrulla los dejó en paz.