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– Los vestuarios son todavía zona uno, como este vestíbulo. Pero al pasar más allá se entra en la zona dos y hay que ir vestido con ropa blanca de laboratorio. Antes de salir de las zonas dos, tres o cuatro para regresar a la zona uno es indispensable ducharse. Las duchas están en la zona dos.

– ¿Son mixtas? -pregunté.

– Claro que no -respondió con una carcajada-. Tengo entendido que ustedes están autorizados a entrar en las zonas dos, tres y cuatro si lo desean.

– ¿Nos acompañará usted? -preguntó Ted Nash con una de sus estúpidas sonrisas.

– No me pagan para eso -respondió ella negando con la cabeza.

Tampoco a mí, a un dólar por semana.

– ¿Por qué no estamos autorizados a entrar en la zona cinco? -pregunté.

Donna me miró aparentemente asombrada.

– ¿Cinco? ¿Y por qué quieren visitarla?

– No lo sé. Porque está ahí.

Donna movió la cabeza.

– Sólo unas diez personas están autorizadas a entrar. Hay que ponerse una especie de traje espacial…

– ¿Estaban los Gordon autorizados a entrar en la zona cinco?

Donna asintió.

– ¿Qué ocurre en esa zona?

– Eso deberá preguntárselo al doctor Zollner -respondió antes de consultar su reloj-. Síganme.

– Manténganse unidos -agregué yo.

Subimos por la escalera, yo un poco rezagado porque empezaba a molestarme mi pierna lastimada y porque quería mirar las piernas y el trasero de Donna. Ya sé que soy un cerdo, podría incluso contraer la fiebre porcina.

Empezamos a visitar las dos alas alrededor del vestíbulo de doble planta. Todo estaba pintado en los mismos tonos de gris pichón y gris oscuro, que al parecer habían reemplazado al verde nauseabundo de los antiguos edificios federales. De las paredes de los pasillos colgaban retratos de antiguos directores, científicos e investigadores del laboratorio.

Me percaté de que todas las puertas de los largos pasillos estaban cerradas y numeradas, pero en ninguna de ellas aparecía ningún nombre ni función, salvo en la de los lavabos. Buena seguridad, pensé, y una vez más me impresionó la mente paranoica de Paul Stevens.

Entramos en la biblioteca de investigación, donde unos cuantos estudiosos consultaban papeles o leían en las mesas.

– Ésta es una de las mejores bibliotecas del mundo en su género -dijo Donna.

– ¡Qué maravilla! -exclamé, aunque no podía imaginar que existieran muchas bibliotecas sobre patología animal en el mundo.

Donna cogió un puñado de folletos, notas de prensa y otras hojas de publicidad de una larga mesa y nos los distribuyó. Los trípticos tenían títulos como Cólera porcina, Fiebre porcina africana, Enfermedad equina africana y algo denominado Enfermedad grumosa de la piel, que, a juzgar por las aterradoras fotografías del folleto, creo que la padecía una de mis antiguas novias. Me moría de impaciencia por llegar a mi casa para leer aquel material y le pregunté a Donna si podía facilitarme otros dos folletos sobre la peste bovina.

– ¿Otros dos…? Por supuesto…

Los buscó y me los dio. Era realmente encantadora. Luego nos entregó un ejemplar a cada uno de la revista mensual Investigación agrícola, en cuya portada figuraba el titular sensacionalista Feromona sexual destruye el pulgón del arándano.

– ¿Tiene una bolsa para ocultar esta revista? -pregunté.

– Pues… claro. Bromea, ¿no es cierto?

– Procure no tomárselo demasiado en serio -dijo George Foster.

Se equivoca, señor Foster, usted debería tomarme muy en serio, pero si confunde mis bromas tontas con descuido o desatención, me parece maravilloso.

Proseguimos con nuestra visita de cincuenta centavos, segunda parte. Después de ver el auditorio pasamos a la cafetería, que era una bonita sala moderna, limpia y con grandes ventanas desde las que se divisaba el faro, el estrecho y Orient Point. Donna nos ofreció café y nos sentamos a una mesa redonda, en la sala casi vacía.

– Los investigadores en biocontención -dijo Donna después de un minuto de charla- piden su almuerzo por fax a la cocina. No merece la pena pasar por la ducha de salida, como la llamamos. Una persona les lleva la comida a la zona dos y luego pasa por la ducha. Los científicos son personas concienzudas, que trabajan en biocontención ocho o diez horas diarias. No sé cómo lo hacen.

– ¿Comen hamburguesas? -pregunté.

– ¿Cómo dice?

– Los científicos. ¿Piden ternera, jamón, cordero y cosas por el estilo?

– Supongo… Yo salgo con uno de los investigadores y le encanta la carne.

– ¿Y se dedica a descuartizar vacas pútridas e infectadas?

– Sí. Supongo que uno acaba por acostumbrarse.

Asentí. Los Gordon también practicaban disecciones y les encantaban los bistecs. Asombroso. Yo no logro acostumbrarme al hedor de los cadáveres humanos. En todo caso, supongo que es diferente con los animales; distintas especies, etcétera.

Sabía que aquélla podía ser mi única oportunidad para separarme del rebaño y miré fugazmente a Max.

– ¿El lavabo? -pregunté después de levantarme.

– Por allí -respondió Donna señalando una abertura en la pared-. Le ruego que no abandone la cafetería.

Coloqué la mano sobre el hombro de Beth y presioné hacia abajo para indicarle que no abandonara a los federales.

– Asegúrate de que no regrese Stevens y me ponga ántrax en el café -le dije.

Me dirigí al pasillo donde estaban los lavabos de señoras y de caballeros. Max se reunió conmigo y nos quedamos en el fondo del corredor sin salida. La existencia de micrófonos es mucho más probable en los lavabos que en los pasillos.

– Podrán afirmar que han cooperado plenamente -dije- después de mostrarnos toda la isla y las instalaciones, salvo la zona cinco. En realidad, se necesitarían varios días para inspeccionar todo este edificio, incluido el sótano, y tardaríamos una semana en interrogar a todo el personal.

Max asintió.

– Debemos suponer que aquí están tan ansiosos como nosotros por descubrir si falta algo -respondió Max-. Creo que en ese sentido podemos confiar en ellos.

– Aunque descubran o ya sepan lo que pudiesen haber robado los Gordon, no nos lo contarán. Se lo dirán a Foster y Nash.

– ¿Y eso qué importa? Estamos investigando un asesinato.

– Cuando descubro el qué y el porqué me acerco al quién -respondí.

– En los casos normales sí, pero cuando afecta a la seguridad nacional y todo lo demás, tienes suerte de que te digan algo. En esta isla no hay nada para nosotros. Ellos controlan la isla, el lugar de trabajo de las víctimas; nosotros controlamos el escenario del crimen, la casa de las víctimas. Tal vez podamos intercambiar alguna información con Foster y Nash. Aunque no creo que les importe quién asesinó a los Gordon, sólo quieren asegurarse de que los Gordon no hayan asesinado al resto del país.

– Sí, Max, lo sé. Pero mi instinto policial me dice…

– Suponte que atrapamos al asesino y que no se le puede juzgar porque no quedan doce personas vivas en el Estado de Nueva York para formar un jurado.

– Déjate de melodramas -respondí antes de reflexionar unos instantes-. Puede que esto no tenga nada que ver con bichos; piensa en drogas.

– Ya se me había ocurrido -asintió-. Me gusta la idea.

– ¿En serio? Dime, ¿qué piensas de Stevens?

Max miró por encima del hombro y yo volví la cabeza para observar a un guardia de uniforme azul que se nos acercaba por el pasillo.

– Caballeros, ¿puedo ayudarles? -preguntó el guardia.

Max le dio las gracias y regresamos a la mesa. Cuando mandan a alguien para interrumpir una conversación privada significa que no podían escuchar lo que se decía.

Después de unos minutos de café y charla, la señorita Alba consultó de nuevo su reloj.

– Ahora podemos ver el resto de esta ala e ir al despacho del doctor Zollner.