– Nos dijo lo mismo hace media hora, Donna -le recordé amablemente.
– Esta mañana está muy ocupado -respondió-. No ha dejado de sonar el teléfono: Washington, periodistas de todo el país -dijo con aparente asombro e incredulidad-. No puedo creer lo que dicen de los Gordon, ni por un instante; es imposible.
Abandonamos la cafetería y circulamos por varios pasillos grises y anodinos. Finalmente, cuando visitábamos la sala de informática, me harté y le dije a Donna:
– Me gustaría ver el laboratorio donde trabajaban los Gordon.
– Está en biocontención. Probablemente podrán verlo luego.
– De acuerdo. ¿Dónde está el despacho de Tom y Judy aquí, en la sección administrativa?
– Pueden preguntárselo al doctor Zollner -respondió después de titubear-. No me ha dicho que les mostrara el despacho de los Gordon.
No quería ponerme duro con Donna y miré a Max de la forma en que lo hacemos los policías. Max, ahora te toca a ti ser el malo.
– Como jefe de policía del municipio de Southold, del que esta isla forma parte, le exijo que nos lleve ahora al despacho de Tom y Judy Gordon, cuyos asesinatos estoy investigando.
No está mal, Max, a pesar de la sintaxis.
La pobre Donna Alba parecía que iba a desmayarse.
– No se preocupe -dijo Beth-. Haga lo que le ordena el jefe Maxwell.
Ahora les tocaba el turno a los señores Foster y Nash y ya sabía lo que iban a decir.
– Dada la naturaleza del trabajo de los Gordon -dijo George Foster, que tomó la iniciativa en esta ocasión- y la probabilidad de que en su despacho se encuentren documentos…
– Relacionados con la seguridad nacional -agregué para cooperar-, etcétera, etcétera.
– El trabajo de los Gordon estaba clasificado como secreto -dijo el amigo Teddy para no quedarse al margen-, así que también lo están sus documentos.
– Y una mierda.
– Discúlpeme, detective Corey, estoy hablando -dijo el señor Nash lanzándome una mirada de reproche-. Sin embargo, por el bien de la armonía y para evitar disputas jurisdiccionales, haré una llamada telefónica, que confío nos facilitará el acceso al despacho de los Gordon. ¿De acuerdo? -agregó después de mirar a Max y Beth.
Ambos asintieron.
Evidentemente, el despacho de los Gordon había sido ya registrado a fondo e higienizado la noche anterior o de madrugada. Como Beth había dicho, sólo veríamos lo que quisieran mostrarnos. Pero reconocí el mérito de George y Ted por darle tanta importancia, como si en el despacho de los Gordon pudiéramos encontrar algo realmente interesante.
– Llamaré al doctor Zollner -dijo Donna Alba, aparentemente aliviada.
Levantó un teléfono y pulsó un botón. Entretanto, Ted Nash se sacó un pequeño teléfono del bolsillo, nos dio la espalda, se alejó unos pasos y habló, o fingió hacerlo, con los dioses de la seguridad nacional en la gran capital del confuso imperio.
Terminada la farsa, regresó junto a nosotros, meros mortales, cuando Donna acababa de hablar con el doctor Zollner. Ambos asintieron.
– Por favor, síganme -dijo Donna.
La seguimos por el pasillo en dirección al ala este del edificio. Después de cruzar el rellano de la escalera por la que habíamos subido, llegamos a la puerta 265, que Donna abrió con una llave maestra.
En el despacho había dos escritorios, cada uno con su correspondiente PC, módem, estantes, y una larga mesa de trabajo cubierta de libros y papeles. No había instrumentos de laboratorio ni nada por el estilo, sino sólo material de oficina, incluido un fax.
Durante un rato examinamos los escritorios de los Gordon, abrimos los cajones y miramos los documentos, pero, como ya he dicho, aquel despacho había sido saneado con anterioridad. Además, las personas involucradas en una conspiración no lo anotan en su agenda, ni dejan notas incriminatorias.
No obstante, uno nunca sabe lo que puede encontrar. Examiné sus tarjetas de direcciones y comprobé que conocían gente en todo el mundo, al parecer en su mayoría científicos. Busqué Gordon y encontré la tarjeta de los padres de Tom, en la que figuraban unos nombres que debían de ser los de su hermana, su hermano y otros miembros de la familia, todos en Indiana. Desconocía el nombre de soltera de Judy.
Busqué Corey, John y encontré mis datos, aunque no recuerdo que me llamaran nunca desde el despacho. Busqué Maxwell, Sylvester, y encontré los números de su despacho y su casa. Busqué Wiley, Margaret, pero no estaba y no me sorprendió. Luego busqué Murphy, los vecinos de los Gordon, y encontré lógicamente los nombres de Edgar y Agnes. Encontré también la tarjeta de Tobin, Fredric y recordé la ocasión en que acudí con los Gordon a sus bodegas para una cata de vinos. Busqué y encontré el número de la Sociedad Histórica Peconic, así como el teléfono particular de su presidenta, una tal Emma Whitestone.
Consulté la N, en busca de narcotraficante, Pedro, y la c de cártel colombiano, pero no hallé nada. Tampoco encontré a Stevens ni a Zollner, pero supuse que debía de existir una guía aparte para todos los empleados de la isla y me propuse conseguir una copia.
Nash jugaba con el ordenador de Tom, y Foster con el de Judy. Probablemente no habían tenido tiempo de hacerlo debidamente por la mañana.
Me percaté de que no había prácticamente ningún artículo personal en el despacho, ninguna fotografía, ninguna obra de arte, ni siquiera algún objeto de escritorio no suministrado por el gobierno. Se lo comenté a Donna.
– No existe ninguna norma que prohíba los objetos personales en la zona uno -respondió-. Pero nadie acostumbra a traer muchas cosas al despacho, salvo cosméticos, medicinas y cosas por el estilo. No sé por qué. En realidad, podemos solicitar casi todo lo que se nos antoje, dentro de lo razonable. En ese sentido estamos bastante mimados.
– Ya veo cómo se gastan mis impuestos.
– Deben tenernos contentos en esta isla de locura. -Sonrió.
Me acerqué a un gran tablón de anuncios, donde Beth y Max leían unos papeles pegados al corcho.
– Este lugar ya ha sido esterilizado -dije sin que me oyeran los federales.
– ¿Por quién? -preguntó Max.
– John y yo hemos visto a nuestros dos amigos que se apeaban del transbordador de Plum Island esta mañana -respondió Beth-. Ya habían estado aquí, hablado con Stevens y examinado este despacho.
Max pareció sorprenderse y luego enojarse.
– Maldita sea… eso va contra la ley.
– Yo en tu lugar lo olvidaría -dije-. Pero comprenderás por qué no estoy de muy buen humor.
– No me había percatado de la diferencia, pero ahora yo soy el que está furioso.
Donna nos interrumpió en un tono sumamente amable.
– Llevamos un poco de retraso en nuestro horario -declaró-, Tal vez puedan regresar aquí más tarde.
– Lo que quiero que haga es cerrar esta habitación con un candado -dijo Beth-. Mandaré personal de la policía del condado para que la examinen.
– Supongo que al decir examinar se refiere a que retirarán objetos -comentó Nash.
– Una suposición razonable.
– Creo que se ha quebrantado una ley federal y me propongo tomar todas las pruebas que necesite de esta propiedad federal, Beth. Pero estará todo a disposición de la policía del condado de Suffolk -dijo el señor Foster.
– No, George -replicó Beth-, yo me incautaré de todo lo que hay en este despacho y les facilitaré acceso al mismo.
– Vamos a ver la oficina de guardia -interrumpió inmediatamente Donna, que intuyó el principio de una discusión-. Luego veremos al doctor Zollner.
Salimos de nuevo al pasillo y seguimos a Donna hasta una puerta con el número 237. Marcó un código en un teclado, se abrió la puerta y vimos una gran habitación desprovista de ventanas.