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– Ésta es la oficina de guardia -dijo-, el centro de mando, de control y de comunicaciones de toda la isla.

Entramos todos y miramos a nuestro alrededor. Había mostradores a lo largo de todas las paredes y un joven sentado de espaldas a nosotros hablaba por teléfono.

– Éste es Kenneth Gibbs, ayudante de Paul Stevens -dijo Donna-. Kenneth es el oficial de guardia hoy.

Kenneth Gibbs se volvió en su silla y nos saludó con la mano.

Observé la sala. En las mesas había tres clases diferentes de transmisores y receptores de radio, una terminal informática, un receptor de televisión, dos fax, teléfonos, teléfonos móviles, un teletipo y otros artilugios electrónicos. Dos cámaras de televisión instaladas en el techo vigilaban la habitación.

En las paredes había toda clase de mapas, frecuencias radiofónicas, circulares, horarios de trabajo, etcétera. Aquél era el centro de operaciones de Paul Stevens, desde donde se ejercía el mando, el control y las comunicaciones, conocido también como MCC.

– Desde aquí estamos en contacto directo con Washington y con otros centros de investigación de Estados Unidos, Canadá, México y el resto del mundo. También estamos en contacto con los centros de control patológico de Atlanta -explicó Donna-. Además, disponemos de una línea directa con nuestro servicio de bomberos y otros lugares clave de la isla, así como con el servicio meteorológico nacional y muchos otros departamentos y organizaciones que contribuyen al funcionamiento de Plum Island.

– ¿Como las Fuerzas Armadas? -pregunté.

– Sí. Especialmente los guardacostas.

El oficial de guardia colgó el teléfono, se unió a nosotros y nos presentamos.

Gibbs era un individuo alto de unos treinta y pico de años, de ojos azules y cabello rubio y corto como su jefe, pantalón y camisa impecablemente planchados y corbata azul. De una de las sillas colgaba una chaqueta azul. Estaba seguro de que Gibbs era un producto de aquel laboratorio, clonado del pene de Stevens o algo por el estilo.

– Responderé a todo lo que deseen saber sobre este despacho -dijo Gibbs.

– ¿Le importaría dejarnos unos minutos a solas con el señor Gibbs? -le preguntó Beth a Donna.

Donna miró a Gibbs, éste asintió y ella salió al pasillo.

– ¿Qué hacen ustedes si sopla un fuerte viento del noreste o se acerca un huracán? -preguntó Max, que, como era el único vecino de Plum Island en nuestro grupo, tenía su propio orden del día.

– En horas laborales evacuamos a todos -respondió Gibbs.

– ¿Todos?

– Alguien tiene que quedarse para cuidar de las instalaciones. Yo, por ejemplo, soy uno de ellos. También el señor Stevens, unas cuantas personas más de seguridad, algunos bomberos, una o dos personas de mantenimiento para asegurarnos de que sigan funcionando los generadores y los filtros de aire y tal vez uno o dos científicos para controlar los microbios. Supongo que el doctor Zollner decidiría hundirse con el barco -añadió con una carcajada.

Puede que sólo fuera cosa mía, pero no le veía la gracia a la perspectiva de que se diseminaran enfermedades mortales.

– En horario no laboral -prosiguió Gibbs-, cuando la isla está casi desierta, necesitaríamos llevar gente a la isla. Luego deberíamos trasladar nuestros transbordadores y otras embarcaciones a la base de submarinos de New London, donde estarían a salvo. Los submarinos salen a alta mar y allí se sumergen a gran profundidad, donde no corren peligro. Sabemos lo que hacemos -agregó-; estamos preparados para emergencias.

– Si algún día se produjera un escape en la zona de biocontención, ¿tendrían la bondad de comunicármelo? -preguntó Max.

– Usted casi sería el primero en saberlo -afirmó Gibbs.

– Lo sé. Pero me gustaría enterarme por teléfono o por radio, no cuando empezara a toser sangre o algo por el estilo -dijo Max.

– Mi manual de instrucciones indica a quién llamar y en qué orden -respondió Gibbs, al parecer ligeramente contrariado-. Usted está entre los primeros.

– He solicitado que se instale aquí una sirena que pueda oírse desde tierra firme.

– Si nosotros le llamamos, usted puede tocar una sirena si le apetece para alertar a la población civil -agregó el oficial-. No anticipo ningún escape, de modo que su necesidad es discutible.

– El caso es que este lugar me aterra y no me siento mejor ahora, después de haberlo visto.

– No tiene de qué preocuparse.

Me alegró escuchar esas palabras.

– ¿Y si hubiera intrusos armados en la isla? -pregunté.

– ¿Se refiere a terroristas? -dijo Gibbs después de mirarme.

– Sí, me refiero por ejemplo a terroristas. O algo peor, funcionarios de correos descontentos.

Mi ocurrencia no le hizo gracia.

– Si nuestro personal de seguridad no pudiera controlar la situación -respondió-, llamaríamos a los guardacostas. Desde aquí -añadió señalando una radio con el pulgar.

– ¿Y si esta sala fuera la primera en ser destruida?

– Hay una segunda MCC en el edificio.

– ¿En el sótano?

– Tal vez. ¿No investigaban ustedes un asesinato?

Me encanta que los polis de alquiler se pongan insolentes.

– Tiene razón. ¿Dónde estaba usted ayer a las cinco y media de la tarde?

– ¿Yo?

– Usted.

– Pues… deje que piense…

– ¿Dónde está su cuarenta y cinco automática?

– En ese cajón.

– ¿Ha sido disparada últimamente?

– No… bueno, a veces la utilizo para hacer prácticas de tiro…

– ¿Cuándo vio a los Gordon por última vez?

– Déjeme pensar…

– ¿Era muy amigo de los Gordon?

– No mucho.

– ¿Tomó alguna vez una copa con ellos?

– No.

– ¿Almuerzo?, ¿cena?

– No. Ya le he dicho…

– ¿Tuvo alguna vez la oportunidad de hablar oficialmente con ellos?

– No… bueno…

– ¿Bueno?

– Algunas veces. Sobre su barco. Les gustaba usar las playas de Plum Island. A veces, los Gordon venían a la isla los domingos y días de fiesta, fondeaban el barco junto a alguna de las playas desiertas de la costa sur y nadaban hasta la orilla, remolcando un bote de goma, en el que transportaban la merienda. Eso no suponía ningún problema. En realidad, solíamos organizar una merienda el 4 de julio para los empleados y sus familias. Era la única ocasión en la que permitíamos el acceso a la isla a personas que no trabajan aquí, pero ciertas consideraciones sobre responsabilidades nos obligaron a interrumpir esas meriendas…

Intenté imaginar esas excursiones, una especie de salidas de biocontención.

– Los Gordon no traían nunca a nadie, lo que prohíben nuestras normas, pero su barco presentaba un problema.

– ¿Qué clase de problema?

– Por una parte, durante el día, atraía a otras embarcaciones de placer, que creían que estaba permitido acercarse a la costa y desembarcar en la isla. Y por la noche, suponía un peligro para la navegación de nuestros barcos patrulla. De modo que hablé con ellos de ambos problemas e intentamos resolverlos.

– ¿Cómo intentaron resolverlos?

– La solución más fácil habría sido que atracaran en la ensenada y utilizaran una de nuestras embarcaciones para trasladarse al extremo más remoto de la isla. El señor Stevens no tenía ningún inconveniente, aunque quebrantaba las normas de uso oficial de los barcos y todo eso, pero era preferible a lo que hacían. Sin embargo, no querían venir a la ensenada ni utilizar nuestras embarcaciones; deseaban hacerlo a su manera: llegar con su lancha a una de las playas, bote de goma y nadar. Decían que era más divertido, más espontáneo y emocionante.

– ¿Quién dirige esta isla?, ¿Stevens, Zollner o los Gordon?

– Debemos cuidar a los científicos para que no se molesten. El chiste entre los no científicos es que si uno hace enojar a un científico o discute con él sobre cualquier cosa, acaba con una enfermedad vírica de tres días de duración.