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Todo el mundo soltó una carcajada.

– El caso es que logramos convencerlos para que dejaran encendidas las luces de navegación -prosiguió Kenneth Gibbs- y me aseguré de que los helicópteros y los barcos de los guardacostas reconocieran su lancha. También les obligamos a prometer que sólo fondearían donde hubiera uno de nuestros grandes letreros de «Acceso prohibido» en la playa. Suelen desalentar incluso a los menos temerosos.

– ¿Qué hacían los Gordon en la isla?

– Merendar, supongo -respondió Gibbs después de encogerse de hombros-. Caminar. Disponían de casi quinientas hectáreas desiertas en los días de fiesta y horas no laborales -agregó.

– Tengo entendido que eran aficionados a la arqueología.

– Sí, desde luego. Iban mucho por las ruinas. Coleccionaban cosas para un museo de Plum Island.

– ¿Un museo?

– Bueno, sólo una exposición. Creo que el propósito era instalarla en el vestíbulo. El material está guardado en el sótano.

– ¿Qué clase de material?

– Principalmente, balas de mosquetón y puntas de flecha. Un cencerro de vaca… un botón de latón de un uniforme del ejército continental, algunos artilugios de la época de la guerra española… una botella de whisky… cualquier cosa; en general, baratijas. Está todo catalogado y guardado en el sótano. Pueden verlo si lo desean.

– Tal vez más tarde -dijo Beth-. Tengo entendido que los Gordon estaban organizando una excavación oficial. ¿Sabe algo al respecto?

– Sí. Lo último que deseamos es un montón de gente de Stony Brook o de la Sociedad Histórica Peconic deambulando por la isla. Pero intentaban organizarlo con los Departamentos de Agricultura y de Interior. El Departamento de Interior tiene la última palabra sobre artefactos de guerra y todo eso -agregó.

– ¿Se le ocurrió alguna vez que los Gordon pudieran estar tramando algo? -pregunté-. ¿Por ejemplo, sacar material clandestinamente del edificio principal, esconderlo cerca de alguna playa durante sus supuestas expediciones arqueológicas y recuperarlo luego con su barco?

Kenneth Gibbs no respondió.

– ¿Se le ocurrió que las meriendas y esa farsa arqueológica podían ser una tapadera? -insistí.

– Supongo… retrospectivamente… Pero ahora todo el mundo me acosa como si debiera haber sospechado algo. Olvidan que esos dos eran estrellas; podían hacer lo que se les antojara, salvo arrojar excrementos de vaca a la cara de Zollner. No necesito ninguna reprimenda -agregó-; cumplí con mi obligación.

Probablemente lo había hecho. Y, por cierto, oí de nuevo aquel tintineo en mi cabeza.

– ¿Vio usted, o alguno de sus subordinados, el barco de los Gordon después de salir, ayer al mediodía, de la ensenada? -preguntó Beth.

– No. Lo he preguntado.

– En otras palabras, ¿tiene usted la certeza de que su barco no estuvo fondeado cerca de la isla ayer por la tarde?

– No, no puedo estar seguro.

– ¿Con qué frecuencia rodean la isla sus barcos? -preguntó Max.

– Solemos utilizar uno de los dos barcos -respondió Gibbs-. Su recorrido es de ocho o nueve millas alrededor de la isla, que, a diez o doce nudos, supone una vuelta completa cada cuarenta o sesenta minutos, a no ser que paren a alguien por alguna razón.

– De modo que, desde una embarcación a media milla aproximadamente de la costa de la isla, alguien con unos prismáticos podría ver su barco patrulla, The Prune, si no me equivoco -dijo Beth.

– The Prime o The Plum Pudding.

– Exacto. Esa persona vería uno de sus barcos patrulla, y si estuviera familiarizada con su recorrido, sabría que dispone de cuarenta a sesenta minutos para acercarse a la costa, fondear, desembarcar con el bote de goma, hacer lo que fuera y regresar a su barco sin ser visto por nadie.

– Posiblemente -respondió el señor Gibbs después de aclararse la garganta-, pero olvida la vigilancia del helicóptero y el vehículo que recorre las playas. Tanto el helicóptero como los vehículos patrullan completamente al azar.

– Acabamos de hacer una visita a la isla -observó Beth después de asentir- y en casi dos horas sólo he visto una vez el helicóptero de los guardacostas, una camioneta y, en una sola ocasión, el barco patrulla.

– Como acabo de decirle, patrullan al azar. ¿Se arriesgaría usted?

– Tal vez -respondió Beth-. Según lo que hubiera en juego.

– También patrullan de vez en cuando los guardacostas y si quieren que les hable con toda franqueza -declaró Gibbs-, disponemos de instrumentos electrónicos que realizan la mayor parte del trabajo.

– ¿Dónde están los monitores? -pregunté mirando a mi alrededor.

– En el sótano.

– ¿En qué consisten?, ¿cámaras de televisión?, ¿sensores de movimiento?, ¿sensores de sonido?

– No estoy autorizado a revelarlo.

– De acuerdo -dijo Beth-. Escriba su nombre, dirección y número de teléfono. Le llamaremos para que venga a declarar.

Gibbs parecía enojado pero también aliviado por haberse quitado de momento un peso de encima. También tenía la intensa sospecha de que Gibbs, Foster y Nash ya se habían conocido aquella mañana.

Me acerqué a la pared para examinar el material junto a las radios. Había un gran mapa del este de Long Island, del canal y la costa meridional de Connecticut. En él figuraban una serie de círculos concéntricos, con el centro en New London, Connecticut. Parecía uno de esos mapas de destrucción atómica, que muestran lo calcinado que quedaría uno según la distancia en la que estuviese del punto cero. Me percaté de que Plum Island estaba en el último círculo, lo que supongo que eran buenas o malas noticias según lo que significara el mapa. Como no había ninguna explicación, decidí preguntárselo al señor Gibbs.

– ¿Qué es esto?

– Hay un reactor nuclear en New London -respondió después de mirar lo que yo señalaba-: Esos círculos representan las diferentes zonas de peligro si se produjera una explosión o fusión del núcleo.

Consideré la ironía de un reactor nuclear en New London, que suponía un peligro para Plum Island, y que a su vez suponía un peligro para la población de New London según la dirección del viento.

– ¿Cree que el personal de la central nuclear dispone de un mapa con el peligro que supondría para ellos una fuga bioquímica en Plum Island? -pregunté.

Incluso el circunspecto señor Gibbs se vio obligado a sonreír, aunque su sonrisa fue un poco extraña. Probablemente Gibbs y Stevens estaban acostumbrados a este tipo de sonrisas.

– En realidad, el personal de la central nuclear dispone de un mapa como el que usted ha descrito -respondió-. A veces me pregunto qué ocurriría si un terremoto provocara un escape bioquímico y un escape nuclear simultáneamente, ¿mataría la radiactividad todos los gérmenes? -agregó, brindándonos de nuevo su peculiar sonrisa-. El mundo moderno está lleno de horrores inimaginables -sentenció filosóficamente.

Aquél parecía ser el mantra de Plum Island.

– Si yo estuviera en su lugar -sugerí amablemente-, esperaría a que soplara un buen viento del sur y soltaría ántrax. Atacarlos a ellos antes de que ellos les ataquen a ustedes.

– Sí. Buena idea.

– ¿Dónde está el despacho del señor Stevens? -pregunté.

– Habitación doscientos cincuenta.

– Gracias.

Sonó el intercomunicador y se oyó una voz masculina:

– El doctor Zollner recibirá a los invitados ahora.

Agradecimos al señor Gibbs el tiempo que nos había dedicado y él nos dio las gracias por la visita, lo que nos convirtió a todos en unos mentirosos. Beth le recordó que se verían en la comisaría.

Nos reunimos con Donna en el pasillo.

– En las puertas no aparecen nombres ni títulos -comenté mientras andábamos.

– Por razones de seguridad -respondió lacónicamente Donna.

– ¿Cuál es el despacho de Paul Stevens?