– Puerta doscientos veinticinco -respondió.
Quedó demostrado una vez más que la mejor seguridad es la mentira. Nos condujo al fondo del pasillo y abrió la habitación número doscientos.
Capítulo 11
– Por favor, siéntense -dijo Donna-. June, la secretaria del doctor Zollner, estará con nosotros dentro de un momento.
Todos nos sentamos salvo Donna, que permaneció de pie a la espera de June.
Transcurrido aproximadamente un minuto, una mujer madura de aspecto circunspecto apareció por una puerta lateral.
– June, éstos son los invitados del doctor Zollner.
Sin prestarnos apenas atención ni decir palabra, June se instaló en su escritorio.
Donna nos dio los buenos días y se retiró. Me percaté de que nunca nos dejaban un momento solos. Soy un entusiasta de la seguridad rigurosa, salvo cuando me afecta directamente.
Ya echaba de menos a Donna, era realmente agradable. El mundo está lleno de mujeres atractivas, pero entre mi reciente divorcio y mi aún más reciente hospitalización y convalecencia no he participado realmente en el juego.
Observé a Beth Penrose. Ella me miró, estuvo a punto de sonreír y volvió la cabeza.
Entonces miré a George Foster, siempre un ejemplo de compostura. Supuse que tras su vacua mirada se ocultaba un cerebro imponente. Eso esperaba.
Sylvester Maxwell golpeaba impacientemente el brazo de su sillón con los dedos. Creo que en general se alegraba de haberme contratado, pero tal vez se preguntara cómo controlar a un asesor independiente, que recibía un dólar semanal y hacía enfadar a todo el mundo.
Los grises claro y oscuro de las paredes y la alfombra de la sala de espera eran los mismos que en el resto del edificio. En aquel lugar, uno podía sentirse hambriento de sensaciones.
En cuanto a la habitación doscientos cincuenta, estaba seguro de que allí no se encontraba Paul Stevens ni su diploma. Probablemente, en ella había veinte perros rabiosos dispuestos a devorar mis genitales. No estaba seguro respecto a la doscientos veinticinco… Nada en aquella isla era exactamente lo que parecía, ni nadie era del todo sincero.
– Mi tía se llamaba June -dije, dirigiéndome a la secretaria.
Ella levantó la cabeza y me miró fijamente.
– Bonito nombre -proseguí-. Por alguna razón me recuerda el final de la primavera y el principio del verano; el solsticio de verano, ¿sabe a lo que me refiero?
June no dejaba de mirarme fijamente con los párpados entornados. Aterrador.
– Llame al doctor Zollner y dígale que dispone de diez segundos para recibirnos, de lo contrario obtendremos una orden de detención por obstrucción a la justicia -dije-. Nueve.
– Doctor Zollner, le ruego que venga aquí, ahora -dijo June por el intercomunicador.
– Cinco segundos.
Se abrió la puerta de la derecha y apareció un individuo alto y fornido de camisa blanca y corbata azul.
– Dígame, ¿cuál es el problema? -preguntó.
– Él -respondió June, señalándome directamente.
– ¿Qué ocurre? -preguntó el cachas.
Me puse de pie y también lo hicieron todos los demás. Reconocí al doctor Zollner por las fotografías del vestíbulo.
– Hemos cruzado los mares y viajado muchos kilómetros, doctor, y superado muchos obstáculos para encontrarle, y usted nos recompensa con su rechazo.
– ¿Perdón?
– ¿Llamo al servicio de seguridad, doctor? -interrumpió June.
– No, no -respondió él mientras nos miraba-. Adelante, adelante.
Entramos, entramos.
El despacho del doctor Zollner, situado en una esquina, era grande, pero su mobiliario, las paredes y la alfombra eran iguales a los del resto del edificio. De la pared detrás de su escritorio colgaba una impresionante retahíla de marcos. En las demás paredes había una serie de repugnantes cuadros abstractos, una auténtica basura, como en los mejores museos.
Todavía de pie, nos presentamos todos, en esta ocasión con nuestros títulos y descripción de nuestro trabajo. Tuve la impresión, y de nuevo no podía ser más que una sensación por mi parte, de que Zollner ya conocía a Nash y a Foster.
Le estrechamos todos la mano y Zollner nos brindó una radiante sonrisa.
– Bienvenidos. Confío en que el señor Stevens y la señora Alba les hayan sido de ayuda.
Hablaba con un ligero acento, alemán probablemente, a juzgar por su nombre. Ya he dicho que era corpulento; a decir verdad, estaba gordo, tenía la perilla y el pelo blancos, y llevaba unas gruesas gafas. Con toda sinceridad, se parecía a Burl Ivés.
– Siéntense, siéntense -dijo el doctor Zollner antes de proseguir y nos sentamos, sentamos-. Todavía no me he recuperado de la tragedia. Anoche no pude dormir.
– ¿Quién le llamó anoche para darle la noticia, doctor? -preguntó Beth.
– El señor Stevens. Dijo que le había llamado la policía -respondió-. Los Gordon eran unos científicos brillantes y gozaban de un gran respeto entre sus colegas -agregó-. Espero que resuelvan este caso cuanto antes.
– También nosotros lo deseamos -dijo Beth.
– Permítanme también que me disculpe por haberles hecho esperar; en toda la mañana no he dejado de hablar por teléfono -prosiguió Zollner.
– Supongo, doctor, que se le ha recomendado no conceder entrevistas -dijo Nash.
– Sí, sí -asintió Zollner-. Por supuesto. No he facilitado ninguna información y me he limitado a leer la declaración preparada en Washington.
– ¿Podría leérnosla? -solicitó Foster.
– Sí, claro, claro -respondió antes de mover los papeles de su mesa, levantar un documento, ajustarse las gafas y empezar a leer-: «El secretario de Agricultura lamenta la trágica muerte del doctor Thomas Gordon y la doctora Judith Gordon, ambos empleados del Departamento de Agricultura. No vamos a especular respecto a las circunstancias de dichas muertes. Toda pregunta relacionada con la investigación de las mismas debe dirigirse a la policía local, que está en mejores condiciones de responder.» El doctor Zollner acabó de leer lo que en realidad no decía nada.
– Tenga la bondad de mandar ese comunicado por fax a la policía de Southold, para que podamos leérselo a la prensa, después de sustituir policía local por FBI -dijo Max.
– El FBI no está involucrado en este caso, jefe -dijo el señor Foster.
– Claro. Lo había olvidado. Ni tampoco la CIA. ¿Y la policía del condado? -preguntó mirando a Beth-, ¿estáis involucrados?
– Involucrados y al mando de la operación -respondió Beth-. ¿Puede describirnos el trabajo de los Gordon? -agregó, dirigiéndose al doctor Zollner.
– Sí… Se ocupaban primordialmente de… investigación genética. La alteración genética de los virus para que no puedan provocar ninguna enfermedad, pero sean capaces de estimular el sistema inmunitario del cuerpo.
– ¿Una vacuna? -preguntó Beth.
– Sí, una nueva clase de vacuna, mucho menos peligrosa que con la utilización de un virus debilitado.
– ¿Y tenían acceso a toda clase de virus y bacterias?
– Sí, por supuesto. Particularmente virus.
Beth prosiguió con preguntas más tradicionales en la investigación de un homicidio, concernientes a amigos, enemigos, deudas, amenazas, relaciones con colegas de trabajo, conversaciones, su conducta durante la última semana aproximadamente, etcétera. Buenas preguntas pero, con toda probabilidad, no muy pertinentes. Sin embargo, debían ser formuladas, y lo serían una y otra vez, a casi todos los conocidos de los Gordon y luego, de nuevo, a los ya interrogados para comprobar si había alguna contradicción en sus declaraciones. Lo que necesitábamos en aquel caso, si sospechábamos el robo de microbios letales, era un golpe de suerte, un comodín que nos permitiera saltarnos toda esa basura procesal antes de que llegara el fin del mundo.
Observé los cuadros abstractos de las paredes y me percaté de que no eran pinturas, sino fotografías a todo color… Me dio la sensación de que eran enfermedades: bacterias y demás microbios que infectaban la sangre, las células y los tejidos, fotografiados a través de un microscopio. Extraordinario. Aunque en realidad no estaban demasiado mal.