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– Incluso los organismos causantes de enfermedades pueden ser hermosos -dijo el doctor Zollner al percatarse de que los miraba.

– Efectivamente -reconocí-. Tengo un traje con ese dibujo, el de las colitas verdes y rojas.

– No me diga. Eso es un filovirus, Ébola para ser exactos. Evidentemente, coloreado. Esas cositas podrían causarle la muerte en cuarenta y ocho horas. Incurable.

– ¿Y están aquí, en este edificio?

– Es posible.

– A los policías no nos gusta esa respuesta, doctor. ¿Sí o no?

– Sí. Pero almacenados con todas las medidas de seguridad: congelados y bajo llave. Además -agregó-, aquí sólo manipulamos el Ébola de los simios, no el humano.

– ¿Han hecho ustedes un inventario de sus microbios?

– Sí. Pero para ser sinceros, no hay forma de llevar el control de todos los especímenes. Además, existe el peligro de que alguien propague ciertos organismos en un lugar no autorizado. Sí, sí, ya sé adónde quiere ir a parar. Usted cree que los Gordon se apoderaron de algún organismo sumamente exótico y peligroso y tal vez lo vendieron a… digamos, una potencia extranjera. Pero puedo asegurarle que nunca hubieran hecho tal cosa.

– ¿Por qué no?

– Porque es una posibilidad demasiado horrible.

– Menudo consuelo -respondí-. Ahora podemos regresar tranquilos a nuestras casas.

El doctor Zollner me miró, supongo que debido a que no estaba acostumbrado a mi sentido del humor. Se parecía realmente a Burl Ivés y me proponía pedirle una fotografía y un autógrafo.

– Detective Corey -dijo finalmente el doctor Zollner con su ligero acento después de inclinarse sobre su escritorio para mirarme-, ¿abriría usted las puertas del infierno si tuviera la llave? Si lo hiciera, tendría que correr muy de prisa.

– Si abrir las puertas del infierno es tan impensable, ¿para qué necesitan la llave y el cerrojo? -pregunté después de reflexionar unos instantes.

– Supongo que para protegernos de los locos -respondió-. Evidentemente, los Gordon no estaban locos -agregó.

Nadie dijo una palabra. Todos nos lo habíamos planteado, verbal y mentalmente, una docena de veces desde la noche anterior.

– Yo tengo otra teoría -declaró por fin el doctor Zollner-, que voy a compartir con ustedes, y creo que se demostrará antes de que acabe el día. Los Gordon, que eran unas personas maravillosas, pero pésimos para administrar el dinero y un tanto despilfarradores, robaron una de las nuevas vacunas en las que estaban trabajando. Creo que habían avanzado más de lo que decían en la investigación de una nueva vacuna. Lamentablemente, eso ocurre de vez en cuando en el mundo científico. Pudieron haber tomado notas aparte e incluso preparado un gel secuencial independiente, que es una placa transparente en la que las mutaciones elaboradas genéticamente, insertadas en un virus maligno, se muestran como… algo parecido a un código de barras -explicó.

Nadie dijo nada.

– Supongamos que los Gordon hubieran descubierto una vacuna maravillosa contra algún terrible virus animal, humano o ambos, y hubiesen guardado el secreto de su descubrimiento. Luego, a lo largo de los meses, hubieran reunido sus notas, muestras de gel y la propia vacuna en algún lugar oculto del laboratorio o en un edificio abandonado de la isla. Su objetivo, evidentemente, habría sido el de venderla, tal vez, a una empresa farmacéutica extranjera. Puede que su propósito fuera el de dimitir, pasar a trabajar para una empresa privada y fingir que habían efectuado el descubrimiento allí. En tal caso, habrían obtenido una generosa bonificación de varios millones de dólares. Además, según la clase de vacuna, habrían recibido decenas de millones de dólares por los derechos de la patente.

Todo el mundo guardaba silencio. Miré a Beth. En realidad, ella ya se lo había imaginado cuando estábamos junto al acantilado.

– ¿No les parece lógico? -prosiguió el doctor Zollner-. La gente que trabaja con la vida y la muerte prefiere vender vida. Aunque sólo sea porque es menos peligroso y más rentable. La muerte es barata. Yo podría matarles con una pizca de ántrax. Es más difícil proteger y conservar la vida. Así que si la muerte de los Gordon está de algún modo relacionada con su trabajo aquí, el vínculo es el que acabo de relatarles. ¿Por qué pensar en bacterias o virus malignos?, ¿qué les induce a pensar de ese modo? Como solemos decir, si su única herramienta es un martillo, todos los problemas parecen clavos, ¿no les parece? Pero no se lo reprocho; siempre pensamos en lo peor y en eso consiste su trabajo.

Una vez más, todo el mundo guardó silencio.

– Si hicieron eso los Gordon -prosiguió el doctor Zollner después de mirarnos uno a uno-, es inmoral y también ilegal. Y su agente, su intermediario, es también inmoral, avaro y, al parecer, asesino.

El doctor Zollner parecía haber analizado concienzudamente la situación.

– Ésta no sería la primera vez que unos científicos, empleados del gobierno o de alguna gran empresa, hubieran conspirado para robar su propio descubrimiento y convertirse en millonarios. Supone una gran frustración para los investigadores geniales ver cómo los demás ganan millones con su trabajo. Y las apuestas son muy fuertes. Si esa vacuna, por ejemplo, pudiera utilizarse contra una enfermedad ampliamente difundida, como el Sida, estaríamos hablando de centenares de millones de dólares, incluso de miles de millones para sus descubridores.

Nos miramos los unos a los otros. Miles de millones.

– De modo que ahí lo tienen. Los Gordon querían ser ricos, pero creo que, sobre todo, famosos. Aspiraban al reconocimiento, querían que la vacuna llevara su nombre, como la vacuna Salk, y aquí eso no habría ocurrido. Lo que hacemos aquí no tiene mucha difusión, salvo entre la comunidad científica. Los Gordon eran un tanto extravagantes para ser científicos, eran jóvenes, querían cosas materiales, aspiraban al sueño americano y estaban seguros de habérselo ganado. Y, saben lo que les digo, realmente lo habían hecho. Eran brillantes, estaban explotados y mal pagados; de modo que intentaron remediarlo. Sólo me pregunto qué descubrieron y me preocupa no recuperarlo. Me pregunto también quién los asesinó, aunque estoy seguro de saber el porqué. ¿Qué opinan ustedes? ¿Sí? ¿No?

Nash fue el primero en hablar.

– Creo que es eso, doctor. Me parece que está en lo cierto.

– Nuestra idea era correcta, pero con el bicho equivocado. Una vacuna, evidentemente -asintió George Foster.

– Es perfectamente lógico -asintió a su vez Max-. Sí. Me siento aliviado.

– Todavía debo encontrar al asesino -dijo Beth-. Pero creo que podemos dejar de pensar en terroristas y empezar a buscar otra clase de persona o personas.

Miré un rato al doctor Zollner y él me devolvió la mirada. Sus gafas eran gruesas pero no ocultaban el parpadeo de sus ojos azules. Puede que no fuera Burl Ivés. Tal vez era el coronel Sanders. Eso es. Perfecto. El director del mayor laboratorio de patología animal del mundo se parece al coronel Sanders.

– Detective Corey -dijo el doctor-, ¿tiene usted otra idea tal vez?

– Claro que no. En esto estoy con la mayoría. Conocía a los Gordon y al parecer usted también los conocía, doctor -respondí y miré a mis colegas-. Me parece increíble que no se nos hubiera ocurrido: no la muerte, la vida; no la enfermedad, sino la curación.

– Una vacuna -dijo el doctor Zollner-. Prevención, no curación. Las vacunas son más rentables. Si hablamos de una vacuna contra la gripe, por ejemplo, se suministran cien millones de dosis anuales sólo en Estados Unidos. El trabajo de los Gordon era brillante en el campo de las vacunas víricas.

– Bien, una vacuna. ¿Y dice usted, doctor Zollner, que debieron de planearlo hace algún tiempo? -pregunté.