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– Sí, por supuesto. A partir del momento en que se hubieran dado cuenta de que habían descubierto algo, habrían empezado a tomar notas falsas, resultados falsos y, al mismo tiempo, a guardar las notas y las pruebas válidas; el equivalente científico a una doble contabilidad.

– ¿Y nadie se habría percatado de lo que sucedía? ¿No hay controles ni comprobaciones?

– Claro que los hay. Pero los Gordon eran compañeros de investigación y con mucha experiencia. Además, su especialidad, la ingeniería genética vírica, es un tanto exótica y difícil de controlar por parte de otros. Y, por último, si existe la voluntad, combinada con una inteligencia auténticamente genial, se encuentra la forma de hacerlo.

– Increíble -asentí-. ¿Y cómo se las arreglaron para sacar clandestinamente el material? ¿Qué tamaño tiene una de esas placas de gelatina?

– Placa de gel.

– Eso. ¿Cómo es de grande?

– Puede medir unos cuarenta y cinco centímetros de anchura por unos setenta y cinco de longitud.

– ¿Cómo puede sacarse algo semejante del laboratorio de biocontención?

– No estoy seguro.

– ¿Y sus notas?

– Fax. Luego se lo mostraré.

– ¿Y la vacuna propiamente dicha?

– Eso es fácil. Por vía anal y vaginal.

– No pretendo ser grosero, doctor, pero no creo que lograran introducirse una placa de gel de cuarenta y cinco centímetros en el culo sin llamar un poco la atención.

El doctor Zollner se aclaró la garganta antes de responder.

– Las placas de gel no son estrictamente necesarias si uno logra fotocopiarlas o fotografiarlas con una de esas pequeñas cámaras que utilizan los espías.

– Increíble -exclamé mientras pensaba en el fax del despacho de los Gordon.

– Sí. Bien, veamos si logramos deducir qué y cómo ha sucedido -dijo el doctor antes de levantarse-. Si alguno de ustedes prefiere no entrar en la zona de biocontención, puede quedarse en el vestíbulo o en la cafetería -agregó mirando a su alrededor, pero al comprobar que nadie respondía añadió con una sonrisa más parecida a Burl Ivés que al coronel Sanders-: Bien, veo que son ustedes valientes. Por favor, síganme.

– Manténganse unidos -dije yo después de ponernos todos de pie.

– Cuando estemos en la zona de biocontención, amigo mío, querrá mantenerse tan cerca de mí como le sea posible -dijo el doctor Zollner y sonrió.

Se me ocurrió que tendría que haber ido a recuperarme al Caribe.

Capítulo 12

Regresamos al vestíbulo y nos detuvimos frente a las dos puertas amarillas.

– Donna la espera en el vestuario -le dijo el doctor Zollner a Beth-. Le ruego que siga sus instrucciones y nos reuniremos con usted a la salida. Caballeros -agregó después de que Beth cruzara el umbral-, tengan la bondad de seguirme.

Seguimos al buen doctor hasta los vestuarios masculinos, pintados de un horrible color naranja, aunque, por otra parte, perfectamente normales. Un ayudante nos entregó candados abiertos sin llave y batas blancas de laboratorio recién lavadas. En una bolsa de plástico había ropa interior de papel, calcetines y zapatillas de algodón.

– Les ruego que se lo quiten todo, incluida la ropa interior y las joyas -dijo el doctor Zollner al tiempo que nos mostraba unas taquillas vacías.

Nos desnudamos hasta quedarnos como Dios nos trajo al mundo y me moría de impaciencia por contarle a Beth que Ted Nash llevaba un treinta y ocho con un cañón de siete centímetros y que el cañón era más largo que su miembro viril.

– Cerca del corazón -comentó George Foster refiriéndose a la herida de mi pecho.

– No tengo corazón.

Zollner se puso su bata extragrande y ya se parecía más al coronel Sanders.

Cerré el candado de mi taquilla y me ajusté la ropa interior de papel.

– ¿Estamos listos? -preguntó el doctor Zollner después de mirarnos-. Entonces síganme.

– Un momento -dijo Max-. ¿No vamos a ponernos mascarillas, filtros de aire o algo por el estilo?

– No para la zona dos, señor Maxwell. Tal vez para la zona cuatro, si está dispuesto a llegar tan lejos. Vamos. Síganme.

Nos dirigimos al fondo de los vestuarios y Zollner abrió una puerta roja con un extraño símbolo de peligro bioquímico y las palabras «Zona dos». Percibí una corriente de aire.

– Lo que oyen es la presión negativa del aire -explicó el doctor Zollner-. La presión aquí es de casi 0,1 kg/cm۶enos que en el exterior, para evitar la fuga accidental de cualquier elemento patógeno.

– Eso lo odio.

– Además, unos filtros especiales en el techo limpian todo el aire que se expulsa.

Max parecía obstinadamente escéptico, como si no quisiera que ninguna buena noticia estropeara su firme creencia de que el peligro de Plum Island equivalía al de Three Mile Island y Chernóbil juntos.

Entramos en un pasillo de hormigón y Zollner miró a su alrededor.

– ¿Dónde está la señora Penrose? -preguntó.

– ¿Está usted casado, doctor? -respondí.

– Sí. Ah… claro, puede que tarde más en cambiarse.

– Sin puede, amigo mío.

Por fin se abrió la puerta de las mujeres y apareció lady Penrose, con su bata blanca y zapatillas de algodón. Estaba incluso más atractiva de blanco, más al estilo cupido, pensé.

Oyó la corriente de aire y Zollner le explicó lo de la presión negativa. Luego nos dio instrucciones para que procuráramos no tropezar con ningún transportador ni estante de frascos o probetas, llenos de microbios o productos químicos letales.

– Bien, síganme -dijo Zollner- y les mostraré lo que hacemos aquí para que puedan contarles a sus amigos y colegas que no fabricamos bombas de ántrax. -Se rió y prosiguió con seriedad-: El acceso a la zona cinco está vedado porque para entrar se precisan vacunas especiales, así como cierta formación para ponerse los trajes y los respiradores de protección bioquímica y todo lo demás. El paso al sótano también está prohibido.

– ¿Por qué está vedado el sótano? -pregunté.

– Porque ahí es donde están los cadáveres de los extraterrestres y los científicos nazis -respondió con una carcajada.

Realmente me encanta hablar en serio con un científico cuyo acento recuerda al del doctor Strangelove. Pero lo más importante era que ahora tenía la certeza de que Stevens había hablado con Zollner. Me habría gustado ser una mosca tse-tse en la pared mientras lo hacían.

– Creía que los extraterrestres y los nazis estaban en los bunkers subterráneos -intentó bromear el señor Foster.

– No, los cadáveres de los extraterrestres están en el faro -respondió Zollner-. Y sacamos a los nazis de los bunkers cuando protestaron por los vampiros.

Todo el mundo se rió a carcajadas. Qué gracia. Humor en biocontención. Debería escribir al Reader's Digest.

– Ésta es una zona segura -dijo el doctor Zany mientras caminábamos-. Contiene principalmente laboratorios de ingeniería genética, algunos despachos y microscopios electrónicos, y el trabajo que se realiza es de bajo riesgo y bajo contagio.

Avanzamos por pasillos de hormigón y de vez en cuando el doctor Zollner abría una puerta amarilla de acero para saludar a alguien en el despacho o laboratorio e interesarse por su trabajo.

Había toda clase de salas desprovistas de ventanas, incluida una que parecía una bodega, salvo que sus botellas no eran de vino, sino de cultivos de células vivas, según Zollner.

El doctor nos daba explicaciones mientras caminábamos por los pasillos grises como los de un buque de guerra.

– Surgen nuevos virus que afectan a los animales, a los humanos o a ambos. Los seres humanos y las especies de animales superiores carecemos de reacciones inmunológicas ante muchas de estas enfermedades mortales. Los medicamentos antivíricos actuales no son muy eficaces, así que la clave para evitar una catástrofe futura a escala mundial son las vacunas antivíricas, y la clave para las nuevas vacunas es la ingeniería genética.