Asombroso, pensé. Apuesto a que a los inventores del fax nunca se les ocurrió esa aplicación. Imaginé un anuncio por televisión: «¿Notas de laboratorio cubiertas de gérmenes? Mándelas por fax a su despacho. Usted debe ducharse, pero las notas no tienen por qué hacerlo.» O algo por el estilo.
– ¿Cree usted que los Gordon sacaron de aquí algo peligroso para los seres vivos? -preguntó Beth sin rodeos.
– Oh, no. No, no -respondió la doctora-. Si se llevaron algo, no era patógeno. Sería algo terapéutico, beneficioso, algún antídoto o como quiera llamarlo; algo provechoso. Apostaría mi vida.
– Todos nos la apostamos -dijo Beth.
Dejamos a la doctora Chen en la sala de rayos X y proseguimos con nuestra visita.
– Como les dije anteriormente, y la doctora Chen parece estar de acuerdo -comentó el doctor Zollner mientras caminábamos-, si los Gordon robaron algo, fue una vacuna vírica genéticamente alterada. Probablemente, una vacuna contra el Ébola, puesto que en eso consistía esencialmente su trabajo.
Todo el mundo parecía estar de acuerdo. Mi propia impresión era que la doctora Chen había estado excesivamente impecable y que no tenía tanta amistad con los Gordon como ella o el doctor Zollner afirmaban.
– Entre las enfermedades víricas que estudiamos -explicó el doctor mientras circulábamos por aquel laberinto de pasillos- se encuentran el catarro maligno y la fiebre hemorrágica congoleña. También estudiamos distintas variedades de neumonía, raquitismo, una amplia gama de enfermedades bacterianas y parasitarias.
– Doctor, yo apenas logré un suficiente en biología y eso fue porque copié en el examen. Me he perdido con esa retahíla de enfermedades. Pero permítame que le formule una pregunta: ¿No tienen ustedes que producir grandes cantidades de esos materiales para poder estudiarlos?
– Sí, pero puede estar seguro de que no disponemos de la capacidad para producir cantidades suficientes de ningún organismo para la guerra biológica, si a eso se refiere.
– Me refiero a actos terroristas aislados. ¿Producen suficientes gérmenes para eso?
– Tal vez -respondió después de encogerse de hombros.
– De nuevo con las dudas, doctor.
– Bueno, sí, lo suficiente para un acto terrorista.
– ¿Es cierto -pregunté- que un tarro de café repleto de ántrax y dispersado por el aire en la isla de Manhattan podría causar la muerte de doscientas mil personas?
– Es posible -respondió después de reflexionar unos instantes-. ¿Quién sabe? Depende del viento, si es verano, la hora del almuerzo…
– Mañana por la noche en hora punta.
– De acuerdo… doscientas mil. Trescientas mil. Un millón. No importa porque nadie lo sabe, ni nadie dispone de un tarro lleno de ántrax. De eso puede estar seguro. Nuestro inventario ha sido muy detallado en ese sentido.
– Me alegro. Pero ¿no tanto en otros sentidos?
– Como ya le he dicho, si falta algo, es una vacuna antivírica. Eso era en lo que trabajaban los Gordon. Ya lo verá. Mañana todos ustedes seguirán vivos. Y pasado mañana y al día siguiente. Pero, dentro de unos seis meses, alguna empresa farmacéutica o algún gobierno extranjero anunciarán el descubrimiento de una vacuna contra el Ébola y la Organización Mundial de la Salud comprará doscientas mil dosis para empezar. Entonces, cuando averigüen quién se está enriqueciendo con esa vacuna, descubrirán al asesino.
– Queda usted contratado, doctor -dijo por fin Max después de unos segundos de silencio.
Todos nos reímos. En realidad, todos queríamos creer, todos creíamos, nos sentíamos tan aliviados que estábamos en las nubes, flotando por la buena noticia, emocionados ante la perspectiva de no despertar con alguna infección terminal, y nadie se concentraba tanto en el caso como al principio, salvo yo.
El doctor Zollner siguió mostrándonos distintas salas mientras hablaba de diagnósticos, de la producción reactiva, de la investigación monoclónica de anticuerpos, de la ingeniería genética, de los virus de origen parasitario, de la producción de vacunas, etcétera. Era abrumador.
Se necesitaba ser un poco raro para dedicarse a esa clase de trabajo, pensé, y los Gordon, que para mí eran personas normales, debían de parecer extravagantes al lado de sus colegas, que eran como el doctor Zollner los había descrito.
– Sí, mis científicos son bastante introvertidos… -respondió cuando se lo mencioné-, como la mayoría de los científicos. ¿Conoce usted la diferencia entre un biólogo introvertido y otro extra vertido?
– No.
– El biólogo extrovertido le mira los zapatos a usted mientras hablan.
Zollner soltó una sonora carcajada e incluso yo tuve que reírme, aunque no me gusta que alguien me eclipse. Pero estábamos en su laboratorio.
Visitamos los lugares donde se trabajaba en el proyecto de los Gordon y vimos también su propio laboratorio.
– Como directores del proyecto -dijo el doctor Zollner en el laboratorio de los Gordon-, su función primordial consistía en supervisar, pero también realizaban algún trabajo aquí.
– ¿Nadie más utilizaba este laboratorio? -preguntó Beth.
– Bueno, estaban los ayudantes. Pero este laboratorio era el dominio privado del doctor y la doctora Gordon. Tenga la seguridad de que he pasado una hora aquí esta mañana, en busca de algo inusual, pero evidentemente no dejaron nada que pudiera incriminarlos.
Asentí. En realidad, puede que anteriormente hubiera habido pruebas incriminatorias, pero si el día anterior fue el momento en que culminó el trabajo secreto de los Gordon y se llevó a cabo el robo definitivo, era de suponer que esterilizaran el lugar por la mañana o el día anterior. Pero eso presuponía creer en esa idea de la vacuna del Ébola y yo no estaba seguro.
– Se supone que no debe entrar en el lugar de trabajo de unas víctimas de homicidio para mirar, tocar o retirar algo de su interior -dijo Beth.
El doctor Zollner se encogió de hombros, como era normal dadas las circunstancias.
– ¿Cómo se supone que debo saberlo? ¿Conoce usted mi trabajo?
– Sólo quiero que lo sepa… -respondió Beth.
– ¿Para la próxima ocasión? De acuerdo, cuando dos de mis mejores científicos sean asesinados me guardaré de entrar en su laboratorio.
Beth Penrose era bastante lista para no insistir y guardó silencio.
Me pareció que la señora Según-las-normas no manejaba muy bien las circunstancias especiales de aquel caso, aunque no le reprochaba que intentara hacerlo correctamente. Si hubiera formado parte de la tripulación del Titanio, habría obligado a todo el mundo a firmar por recoger los chalecos salvavidas.
Miramos por el laboratorio, pero no había ningún cuaderno de notas, ninguna probeta con una etiqueta que dijera «Eureka», ningún mensaje críptico en la pizarra, ningún cadáver en el armario ni, en realidad, nada que una persona normal pudiera entender. Si allí había habido algo interesante o incriminatorio, había desaparecido gracias a los Gordon, a Zollner o incluso a Nash y Foster, si es que habían llegado tan lejos durante su visita anterior.
De modo que permanecí allí e intenté comunicarme con los espíritus, que posiblemente ocupaban todavía aquel lugar: Judy, Tom… dadme una pista, una señal.
Cerré los ojos y esperé. Fanelli asegura que los muertos le hablan. Identifican a sus asesinos, pero siempre hablan en polaco o en español y a veces en griego, de modo que no logra comprenderlos. Creo que me toma el pelo. Está más loco que yo.
Lamentablemente, la visita al laboratorio de los Gordon fue infructuosa y seguimos adelante.