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Hablamos con una docena de científicos que habían trabajado con los Gordon. Era evidente que Tom y Judy le caían bien a todo el mundo, que Tom y Judy eran brillantes, que Tom y Judy eran incapaces de matar una mosca, a no ser que con ello progresara la ciencia al servicio de la humanidad, que los Gordon, a pesar del cariño y respeto que inspiraban, eran diferentes y que los Gordon, escrupulosamente honestos en el trato personal, probablemente engañarían al gobierno y robarían una vacuna que valía su peso en oro, como alguien dijo. Me dio la impresión de que todos recitaban el mismo guión.

Seguimos andando y subimos por una escalera que conducía al primer piso. Me dolía la pierna lastimada y mi pulmón herido resoplaba con tanta fuerza que creí que todo el mundo lo oiría.

– Creí que esto no sería agotador -le dije a Max.

Él me miró y forzó una sonrisa.

– A veces siento claustrofobia -respondió en voz baja.

– Yo también.

En realidad, no se trataba de claustrofobia. Como a la mayoría de los hombres intrépidos y valientes, yo incluido, a Max no le gustaban los peligros a los que no podía enfrentarse pistola en mano.

El doctor Zollner hablaba de los programas de formación que tenían lugar en el centro, de los científicos que lo visitaban, los estudiantes poslicenciados y los veterinarios que acudían de todo el mundo para aprender y enseñar. También habló de los programas en los que el centro cooperaba, en lugares como Israel, Kenya, México, Canadá e Inglaterra.

– En realidad -dijo-, los Gordon fueron a Inglaterra hace aproximadamente un año. Al laboratorio de Pirbright, al sur de Londres. Es nuestro laboratorio gemelo.

– ¿Reciben alguna vez visitas del Cuerpo Químico del Ejército? -pregunté.

– Diga lo que diga, usted siempre tiene algo que preguntar -contestó el doctor-. Me alegro de que escuche.

– Escucho pero no oigo la respuesta a mi pregunta.

– La respuesta es que a usted no le concierne, señor Corey.

– Se equivoca, doctor. Si sospechamos que los Gordon robaron organismos que pudieran utilizarse en la guerra biológica y que ésa pudo haber sido la razón de su muerte, debemos saber si aquí existen dichos organismos. En otras palabras, ¿hay en este edificio especialistas en guerra biológica?, ¿trabajan aquí?, ¿hacen aquí sus experimentos?

El doctor Zollner miró fugazmente a los señores Foster y Nash antes de responder.

– Faltaría a la verdad si afirmara que nunca nos visita ningún miembro del Cuerpo Químico del Ejército. Están sumamente interesados en las vacunas y antídotos contra los peligros biológicos… El gobierno de Estados Unidos no estudia, promociona, ni produce agentes ofensivos para la guerra biológica, pero sería un suicidio nacional no estudiar medidas defensivas para que un día, cuando ese malvado con el tarro de ántrax circule en su barca por Manhattan, estemos en condiciones de proteger a la población. Pero le aseguro que los Gordon no tenían ninguna relación con nadie del ejército, no trabajaban en ese campo, ni tenían acceso a nada tan mortífero…

– Salvo el Ébola.

– Usted escucha realmente. Ojalá mi personal prestara tanta atención. ¿Pero por qué interesarse por el Ébola como arma? Tenemos ántrax. Tratar de mejorar el ántrax es como intentar superar la pólvora. El ántrax es fácil de propagar, fácil de manejar, se dispersa sin dificultad por el aire, mata con la lentitud suficiente para que la población lo extienda y causa tantos heridos como muertos, lo que origina el derrumbamiento del sistema sanitario del enemigo. Sin embargo, oficialmente, no disponemos de bombas ni misiles cargados con ántrax. La cuestión es que si los Gordon hubieran intentado desarrollar un arma biológica para venderla a una potencia extranjera, no se habrían molestado con el Ébola. Eran demasiado listos para eso. Así que abandone esa sospecha.

– Me siento mucho mejor. Por cierto, ¿cuándo fueron los Gordon a Inglaterra?

– Veamos… en mayo del año pasado. Recuerdo que sentí envidia de que visitaran Inglaterra en mayo. ¿Por qué me lo pregunta?

– Doctor, ¿saben siempre los científicos por qué formulan ciertas preguntas?

– No siempre.

– Supongo que el gobierno pagó todos los gastos del viaje de los Gordon a Inglaterra.

– Por supuesto, era un viaje de trabajo. Por cierto -añadió después de una breve pausa-, se tomaron una semana de vacaciones en Londres por cuenta propia. Sí, ahora lo recuerdo.

Asentí. Lo que no recordaba era ningún gasto excesivo en las cuentas de sus tarjetas de crédito en mayo o junio del año anterior. Me pregunté dónde habrían pasado aquella semana. No en un hotel londinense, a no ser que se hubieran marchado sin pagar. Tampoco recordaba ninguna retirada importante de fondos. Algo en qué pensar.

El problema de formular preguntas realmente inteligentes en presencia de Foster y Nash era que oían las respuestas. Y, aunque inicialmente no comprendieran el porqué de las preguntas, eran lo suficientemente inteligentes para saber que, al contrario de lo que le había dicho a Zollner, la mayoría de las preguntas tenían su razón de ser.

Caminamos por un largo pasillo sin que nadie dijera palabra, hasta que el doctor Zollner rompió el silencio.

– ¿Oyen eso? -preguntó después de detenerse y llevarse la mano a la oreja-. ¿No lo oyen?

Permanecimos todos inmóviles, a la escucha.

– ¿El qué? -preguntó finalmente Foster.

– Un retumbo. Algo retumba. Es…

Nash se agachó y colocó las palmas de las manos en el suelo.

– ¿Un terremoto?

– No -respondió Zollner-, mi estómago. Tengo hambre -agregó con una carcajada, golpeando su abultada barriga-. Anímense -añadió con su acento alemán, que lo hizo parecer todavía más gracioso.

Todo el mundo sonrió, a excepción de Nash, que se irguió torpemente y se sacudió las manos.

Zollner se acercó a una puerta roja, sobre la que había seis letreros de aspecto oficiaclass="underline" «Peligro biológico», «Radiactividad», «Residuos químicos», «Alto voltaje», «Peligro de envenenamiento» y, por último, «Residuos humanos sin procesar». Abrió la puerta y declaró:

– El comedor.

Dentro de aquella sala de hormigón blanco había una docena de mesas vacías, un fregadero, un frigorífico, un horno de microondas, tablones de anuncios cubiertos de mensajes y comunicados, un refrigerador de agua y una cafetera, pero ninguna máquina dispensadora de comida, ya que nadie estaba dispuesto a entrar allí para atenderlas. Sobre una mesa había un fax junto al menú del día, papel y lápiz.

– Invito yo -dijo el doctor Zollner y escribió todo lo que deseaba comer, incluida la sopa del día, que era de carne.

No quise preguntarme de dónde procedía el animal.

Por primera vez desde que había abandonado el hospital pedí gelatina y, por primera vez en mi vida, no pedí carne.

Los demás tampoco parecían particularmente hambrientos y todos pidieron ensaladas.

– Aquí, la hora de comer no empieza hasta la una -dijo el doctor Zollner después de mandar la orden por fax-, pero nos servirán de prisa porque yo se lo he pedido.

El doctor sugirió que nos laváramos las manos y todos lo hicimos en el fregadero, con un jabón líquido color castaño que olía a yodo.

Nos servimos todos café y nos sentamos. Aparecieron otras personas que también se sirvieron café, cogieron algo del frigorífico o mandaron su pedido por fax. Consulté mi reloj y vi mi muñeca.

– Si hubiera entrado con el reloj -dijo Zollner-, habría tenido que descontaminarlo y guardarlo diez días en cuarentena.

– Mi reloj no sobreviviría a una descontaminación.

Eché una ojeada al reloj de pared. Era la una menos cinco.

Charlamos unos minutos. Se abrió la puerta y entró un individuo de bata blanca que empujaba un carro de acero inoxidable parecido a cualquier otro carro de comedor, salvo que estaba cubierto por una hoja de plástico.