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El doctor Zollner retiró el plástico, lo arrojó a una papelera, como buen anfitrión nos entregó a cada uno lo que habíamos pedido y le indicó al individuo del carro que podía retirarse.

– ¿Ahora ese individuo tendrá que ducharse? -preguntó Max.

– Sí, por supuesto. El carro pasará a una sala de descontaminación y lo recogerán más tarde.

– ¿Es posible utilizar ese carro para sacar clandestinamente algo voluminoso? -pregunté.

El doctor estaba organizando su cuantiosa comida sobre la mesa, con la pericia de un experto comensal.

– Ahora que lo menciona -respondió después de levantar la cabeza-, sí. Ese carro es lo único que se desplaza regularmente entre la zona administrativa y la de biocontención. Pero si lo utilizara para sacar algo clandestinamente, necesitaría la colaboración de otras dos personas. La persona que lo trae y lo retira, y luego la persona que lo lava y lo devuelve a la cocina. Es usted muy listo, señor Corey.

– Pienso como un delincuente.

Soltó una carcajada y hundió la cuchara en su sopa de carne. ¡Qué asco!

Observé al doctor Zollner mientras saboreaba mi gelatina de lima. Me gustaba ese tipo; era divertido, amable, acogedor y listo. Evidentemente, mentía como un condenado, pero otros le habían obligado a hacerlo. Para empezar, probablemente esos dos payasos sentados al otro lado de la mesa y Dios sabe quién más le había dado órdenes desde Washington por teléfono durante toda la mañana, mientras nosotros deambulábamos por las ruinas y recibíamos folletos sobre la peste porcina, los testículos azules o lo que fuera. Entretanto, el doctor había dado instrucciones a la doctora Chen, cuya perfección era ligeramente excesiva. Entre todas las personas a las que podíamos haber interrogado, Zollner nos llevó a la doctora Chen, cuyo trabajo parecía sólo superficialmente relacionado con el de los Gordon. Además, nos la había presentado como buena amiga de los Gordon, lo que no era cierto; nunca había oído su nombre hasta el día de hoy. Y luego estaban los demás científicos con los que habíamos hablado brevemente, antes de que Zollner nos obligara a proseguir con nuestro recorrido, que seguían la misma línea que Chen.

Había gato encerrado en aquel lugar y estaba seguro de que eso había sido siempre así.

– No creo su versión sobre la vacuna del Ébola -dije-. Sé lo que oculta y por qué lo hace.

El doctor dejó de masticar, lo que suponía un esfuerzo para él, y me miró fijamente.

– Son los extraterrestres de Roswell, ¿no es cierto, doctor? Los Gordon estaban a punto de destruir la tapadera de los extraterrestres.

La sala estaba realmente silenciosa e incluso algunos de los demás científicos nos miraban. Finalmente sonreí y dije:

– Ya sé qué es esta gelatina verde: cerebro de extraterrestre. Me estoy comiendo las pruebas.

Todo el mundo se rió y soltó alguna carcajada. Zollner se rió tan a gusto que estuvo a punto de atragantarse. Hay que reconocer que soy gracioso. Zollner y yo podríamos formar un gran dúo: Corey y Zollner. Tal vez sería mejor que Expediente Corey.

Volvimos a concentrarnos en la comida y la charla. Observé a mis compañeros. George Foster se había puesto un poco nervioso cuando mencioné que no creía en lo de la vacuna del Ébola, pero ahora estaba tranquilo y degustaba su alfalfa germinada. Ted Nash parecía haberse puesto menos nervioso y más asesino. Independientemente de lo que sucediera allí, aquél no era el momento ni el lugar de proclamar a voces que mentían. Beth y yo nos miramos a los ojos y, como de costumbre, no pude dilucidar si la divertía o estaba enojada conmigo. El camino al corazón de una mujer pasa por la risa. A las mujeres les gustan los hombres que las divierten. Creo.

Miré a Max, que parecía menos angustiado en aquella sala casi normal. Daba la impresión de disfrutar de su ensalada de tres alubias, que no debería figurar en la carta de un lugar cerrado.

Seguimos comiendo y la conversación se centró de nuevo en la posible vacuna robada.

– Antes, alguien ha mencionado que esa vacuna podría valer su peso en oro -dijo el doctor Z- y eso me ha recordado que varias de las vacunas que probaban los Gordon tenían un halo dorado. Recuerdo que en una ocasión los Gordon se refirieron a las vacunas como oro líquido. El comentario me pareció curioso, tal vez porque aquí nunca hablamos en términos de dinero o rentabilidad…

– Claro que no -respondí-. Esto es una institución gubernamental. No es su dinero, ni tienen que obtener beneficio alguno.

– Igual que en su trabajo, caballero -sonrió el doctor Zollner.

– Exactamente lo mismo. En todo caso, ahora creemos que los Gordon recuperaron el sentido común, dejaron de sentirse satisfechos trabajando por amor a la ciencia con un salario gubernamental, descubrieron el capitalismo y fueron a por oro.

– Correcto -respondió el doctor Zollner-. Ha hablado usted con sus colegas, ha visto lo que hacían aquí y ahora sólo puede sacar una conclusión. ¿Por qué sigue siendo escéptico?

– No lo soy -mentí. Era tan escéptico como debe serlo un policía neoyorquino, pero sin querer ofender al doctor Zollner ni a los señores Foster o Nash-. Sólo pretendo asegurarme de que todo encaja. Tal como yo lo veo, puede que el asesinato de los Gordon no tuviera nada que ver con su trabajo aquí, en cuyo caso seguimos todos una pista falsa, o si su asesinato estaba relacionado con su trabajo, lo más probable es que estuviera vinculado al robo de una vacuna vírica que vale millones de dólares. Oro líquido. Y parecería que los Gordon fueron víctimas de un engaño, o tal vez intentaran engañar a su socio y fueron asesinados…

Tilín. Caramba, ahí estaba de nuevo. ¿Pero el qué? Estaba ahí, no podía verlo, pero oía su eco y sentía su presencia. ¿Qué era?

– ¿Señor Corey?

– ¿Cómo?

Los ojos azules y parpadeantes del doctor Zollner me observaban a través de sus pequeñas gafas de montura metálica.

– ¿Se le ha ocurrido algo?

– No. Es decir, sí. Si yo he tenido que quitarme el reloj, ¿por qué conserva usted sus gafas?

– Es la única excepción. Hay un baño para gafas a la salida. ¿Le ha provocado eso otra idea o teoría razonable?

– Placas de gel disimuladas como gafas.

– Absurdo -respondió moviendo la cabeza-. Creo que las placas salieron de aquí en el carro de la comida.

– Claro.

– ¿Seguimos? -dijo el doctor Zollner después de consultar el reloj de la pared.

Todos nos levantamos y depositamos nuestros utensilios de plástico y de papel en un cubo rojo, con una bolsa de plástico también roja.

– Ahora entraremos en la zona tres -dijo el doctor Zollner cuando llegamos al pasillo-. Existe un mayor riesgo de contagio en esta zona, evidentemente, de modo que si alguno de ustedes prefiere no entrar, mandaré a alguien que le acompañe a las duchas.

Todo el mundo parecía ansioso por penetrar en las entrañas del infierno. Bueno, puede que eso sea una exageración. Cruzamos una puerta roja con las palabras «Zona tres». Ahí, según nos contó Zollner, sus investigadores trabajaban con patógenos vivos: parásitos, virus, bacterias, hongos y demás porquerías. Nos mostró un laboratorio donde había una mujer sentada en un taburete, frente a una especie de hueco en la pared. Llevaba puesta una máscara y tenía las manos protegidas con guantes de látex. Frente a su cara había una pantalla de plástico, semejante a la que protege las ensaladas en los restaurantes, pero no manipulaba hojas de lechuga.

– Hay un respiradero en la abertura donde se encuentran los elementos patógenos -dijo Zollner-, de modo que el riesgo de que algo flote en la sala es reducido.

– ¿Por qué lleva ella una máscara y nosotros no? -preguntó Max.

– Buena pregunta -comenté.

– Ella está mucho más cerca de los agentes patógenos -respondió Zollner-. Si desean acercarse, les conseguiré unas máscaras.

– Paso -dije.