Los demás tampoco quisieron aproximarse.
El doctor Zollner se acercó a la mujer e intercambió con ella unas palabras inaudibles.
– Trabaja con el virus que causa la enfermedad de la lengua azul -dijo cuando se reunió de nuevo con nosotros-. Puede que me haya acercado demasiado -agregó al cabo de unos instantes, sacó la lengua, que estaba completamente azul, y bajó la mirada para examinarla-. ¡Dios mío…! ¿O será la tarta de arándanos que he comido de postre?
Soltó una carcajada y todos nos reímos. A decir verdad, aquel humor negro empezaba a perder la gracia, incluso para mí, a pesar de mi gran tolerancia para los chistes malos.
Abandonamos la sala.
Esa parte del edificio parecía menos frecuentada que la zona dos y las personas que vi tenían un aspecto menos alegre.
– Aquí no hay mucho que ver -dijo Zollner-, pero basta que yo lo diga para que el señor Corey insista en mirar todos los recovecos del lugar.
– Caramba, doctor Zollner, ¿le he dado pie para que diga esas cosas sobre mí?
– Sí.
– Bien, entonces veamos todos los recovecos del lugar.
Oí algunas quejas, pero el doctor Z dijo:
– Muy bien, síganme.
Pasamos la media hora siguiente examinando recovecos y la verdad es que en la zona tres todo parecía iguaclass="underline" sala tras sala, hombres y mujeres que examinaban preparaciones de limo, sangre y tejido de animales vivos y muertos a través de microscopios. Algunas de esas personas comían su almuerzo mientras manipulaban esas sustancias asquerosas.
Hablamos con otra docena de personas, aproximadamente, que conocían a Tom y Judy o habían trabajado con ellos y, si bien nos formábamos una idea cada vez más completa de su trabajo, no aprendíamos gran cosa respecto a su forma de pensar.
No obstante, me parecía un ejercicio útil. Me gusta grabar en mi cabeza el entorno del fallecido y luego, generalmente, se me ocurre algo brillante con lo que seguir. A veces, basta charlar tranquilamente con amigos, parientes y colegas para que surja alguna palabra que conduzca a la solución. Ocurre de vez en cuando.
– La mayoría de estos virus y bacterias no pueden cruzar la barrera entre especies -explicó Zollner-. Podrían beberse una probeta llena del virus de la glosopeda y lo único que haría sería revolverles el estómago, pero basta la cantidad que cabe en la punta de un alfiler para matar una vaca.
– ¿Por qué?
– ¿Por qué? Porque la estructura genética del virus debe ser capaz de… bueno, de mezclarse con una célula para infectarla. Las células humanas no se mezclan con el virus de la glosopeda.
– Pero hay pruebas de que la enfermedad de las vacas locas ha infectado a algunos seres humanos -dijo Beth.
– Todo es posible. Ésa es la razón por la que tomamos muchas precauciones. Los bichos muerden.
En realidad, los bichos chupan.
– Aquí trabajamos con parásitos dijo Zollner cuando entramos en otra sala muy bien iluminada-. El peor son las larvas de Lucilia macellaria. Hemos encontrado una forma astuta de controlar esa enfermedad. Hemos descubierto que el macho y la hembra de Lucilia macellaria se aparean una sola vez en la vida, de modo que hemos esterilizado a millones de machos con rayos gamma y los hemos arrojado desde un avión sobre Centroamérica. Cuando el macho se aparea con la hembra no producen descendientes. Inteligente, ¿no les parece?
– ¿Pero queda la hembra satisfecha? -tuve que preguntar.
– Eso parece -respondió Zollner-; nunca vuelve a intentarlo.
– Hay otra forma de verlo -comentó Beth.
– Por supuesto -dijo él con una carcajada-. El punto de vista femenino.
Concluida la broma, observamos las larvas de Lucilia macellaria bajo el microscopio. Asquerosas.
Visitamos otros laboratorios y salas donde criaban y almacenaban horribles microbios y parásitos, así como toda clase de lugares extraños cuyo propósito y función apenas comprendía.
Recordé que mis amigos, Tom y Judy, cruzaban esas puertas y entraban en muchas de esas salas y laboratorios todos los días. Pero no por ello parecían deprimidos ni angustiados. Por lo menos a mi parecer.
– Esto es todo en la zona tres -dijo por fin el doctor Z-. Ahora debo preguntarles una vez más si desean proseguir. La zona cuatro es la más contaminada de todas las zonas, más incluso que la zona cinco. En la zona cinco se usa permanentemente un traje de protección bioquímica y un respirador, y se descontamina todo con frecuencia. En realidad, hay una ducha especial para dicha zona. Pero en la zona cuatro es donde verán a los animales en sus corrales, animales enfermos y moribundos, así como el incinerador y las salas de autopsia si lo desean. Por consiguiente, aunque clínicamente tratamos sólo patologías animales, aquí puede haber elementos patógenos flotando en el ambiente. Eso significa gérmenes en el aire -agregó.
– ¿Utilizaremos mascarillas? -preguntó Max.
– Si lo desean -respondió Zollner y miró a su alrededor-. Muy bien. Síganme.
Nos acercamos a otra puerta roja, sobre la que figuraban las palabras «Zona cuatro» y el símbolo de peligro biológico. Algún gracioso había pegado a la puerta una grotesca ilustración de una calavera y unos huesos cruzados, con una serpiente que salía de una de las ranuras del cráneo y penetraba en una de las cuencas oculares. Salía también una araña por su boca sonriente.
– Creo que Tom fue el responsable de esa cosa horripilante -dijo el doctor Zollner-. Los Gordon alegraban un poco este lugar.
– Eso parece.
Hasta que murieron.
Nuestro anfitrión abrió la puerta roja y entramos en una especie de antesala. En la pequeña sala había un carro metálico con una caja de guantes de látex y otra de mascarillas de papel.
– Para quien lo desee -dijo el doctor Z.
Eso era como decir que los paracaídas o los chalecos salvavidas eran optativos. La cuestión es: o son necesarios, o no lo son.
– No es obligatorio -aclaró Zollner-. En todo caso, luego nos ducharemos. Personalmente no me molesto en usar guantes o mascarilla. Demasiado engorroso. Pero puede que ustedes se sientan más cómodos.
Tuve la sensación de que nos retaba, como si dijera «Yo siempre tomo el atajo por el cementerio, pero si prefieres dar un rodeo, allá tú, debilucho».
– Esto no puede estar más sucio que mi cuarto de baño -dije.
– Probablemente está mucho más limpio -dijo el doctor Zollner y sonrió.
Al parecer nadie quiso que le tomaran por cobarde y practicar una buena profilaxis, que es como los pequeños microbios nos atrapan a fin de cuentas, de modo que cruzamos la segunda puerta roja y nos encontramos en una especie de pasillo gris, como en las demás zonas de biocontención. Sin embargo, aquí las puertas eran más anchas y tenían una barra metálica.
– Son puertas herméticas -explicó Zollner.
También me percaté de que en todas las puertas había una pequeña ventana y de la pared junto a las mismas colgaba una tablilla.
El doctor Zollner nos condujo a la puerta más cercana.
– Esto son todo corrales y todas sus puertas están provistas de ventanas -dijo-. Puede que lo que vean les inquiete o les revuelva el estómago. Por tanto no tienen por qué mirar -agregó antes de examinar la tablilla de fa pared y mirar luego por la ventana-. Fiebre equina africana. Este ejemplar no está muy mal. Sólo un poco lánguido. Mírenlo.
Todos nos turnamos para ver un hermoso caballo negro, encerrado en una celda como la de una cárcel. En efecto, el caballo parecía estar perfectamente, salvo que de vez en cuando se tambaleaba ligeramente como si respirara con dificultad.
– Todos los animales que están aquí han sido sometidos al reto de un virus o una bacteria -explicó Zollner.
– ¿Reto? -pregunté-. ¿Significa eso infección?
– Sí, aquí lo llamamos reto.
– ¿Qué ocurre luego? ¿Empeoran y entran en un modo involuntario de ausencia de respiración?