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– Exacto. Enferman y mueren. Sin embargo, a veces los sacrificamos. Eso significa que los matamos antes de que la enfermedad haya recorrido su curso completo. Creo que a todos los que trabajan aquí les gustan los animales y ésa es la razón por la que hacen este trabajo. Nadie quiere verlos sufrir, pero si alguna vez vieran millones de vacas infectadas de glosopeda, comprenderían por qué es necesario aquí el sacrificio de unas docenas de ejemplares. Vamos -agregó después de colgar de nuevo la tablilla de la pared.

Había una gran madriguera de tristes salas y fuimos de corral en corral, donde diversos animales estaban más o menos cerca de la muerte. En uno de los corrales, la vaca se percató de nuestra presencia y se tambaleó hacia la puerta para ver cómo la observábamos.

– Este ejemplar está en malas condiciones. Un caso avanzado de glosopeda; ¿han visto cómo anda? -dijo el doctor Zollner-. Y fíjense en esas llagas que tiene en el hocico. En este estado el dolor le impide incluso comer. La saliva es tan espesa que parece una cuerda. Ésta es una enfermedad terrible y un viejo enemigo. Existen descripciones de la misma en narraciones antiguas. Como ya les he dicho, es una enfermedad sumamente contagiosa. En cierta ocasión, una erupción en Francia se extendió a Inglaterra por el aire a través del canal. Es uno de los virus más pequeños descubiertos hasta ahora y parece capaz de permanecer aletargado durante largos períodos de tiempo. Puede que algún día algo semejante experimente alguna mutación y empiece a infectar a los seres humanos… -añadió después de unos momentos de silencio.

Creo que a estas alturas todos habíamos sido sometidos a un reto mental y físico, como diría el doctor Z. En otras palabras, nuestras mentes estaban aturdidas y nuestros cuerpos adormecidos. Pero lo peor era que nuestros espíritus estaban abatidos y si yo tuviera alma estaría turbada.

– No puedo hablar por los demás -dije por fin-, pero yo he visto suficiente.

Los demás estuvieron de acuerdo.

Sin embargo, cometí la estupidez de expresar una última idea.

– ¿Podemos ver en lo que trabajaban los Gordon? Me refiero al Ébola de los simios.

El doctor Zollner movió la cabeza.

– Eso está en la zona cinco. Pero puedo mostrarles un cerdo africano con fiebre porcina -respondió después de reflexionar unos instantes-, que, al igual que el Ébola, es una fiebre hemorrágica. Muy parecida.

Nos condujo por otro pasillo y se detuvo frente a una puerta con el número 1.130.

– Este ejemplar está en las últimas… -dijo después de examinar la tablilla de la pared-, la etapa hemorrágica… habrá fallecido por la mañana… si muere antes de entonces, pasará a una cámara refrigerada, será disecado a primera hora de la mañana y luego incinerado. Ésta es una enfermedad aterradora, que ha aniquilado la población porcina de algunas partes de África. No existe ninguna vacuna ni tratamiento conocidos. Como ya les he dicho, es un pariente cercano del Ébola… Eche una ojeada -dijo después de mirarme, gesticulando hacia la ventana.

Me acerqué y miré. El suelo de la sala estaba pintado de color rojo, lo que al principio me sorprendió, aunque luego comprendí por qué. Cerca del centro había un cerdo enorme, tumbado en el suelo, casi inmóvil y vi la sangre alrededor de sus fauces, hocico e incluso orejas. A pesar del rojo del suelo, vi un charco de sangre en la parte posterior de su cuerpo.

– ¿Ve cómo sangra? -dijo el doctor Zollner a mi espalda-. La fiebre hemorrágica es terrible. Los órganos se desintegran… Ahora comprenderán por qué el Ébola es tan temible.

Vi un gran desagüe metálico en el centro del suelo con la sangre que fluía hacia él y no pude evitar sentirme en la alcantarilla de la calle Ciento Dos Oeste, cuando mi vida se escurría hacia las malditas cloacas y veía y sabía Cómo se sentía el cerdo al ver que se desangraba, oír el burbujeo de su propia sangre, los latidos en su pecho conforme disminuía la presión y al acelerar la respiración para intentar compensarlo, a sabiendas de que iba a cesar.

Oí la voz de Zollner en la lejanía.

– ¿Señor Corey? ¿Señor Corey? Puede retirarse de la ventana. Deje que los demás echen una ojeada. ¿Señor Corey?

Capítulo 13

– No queremos que ningún virus ni ninguna bacteria se traslade a tierra firme -declaró redundantemente el doctor Zollner.

Nos desnudamos, dejamos las batas y las zapatillas en una cesta y arrojamos la ropa interior de papel a un cubo de basura.

Yo no estaba plenamente concentrado y me limitaba a hacer lo mismo que los demás.

Max, Nash, Foster y yo seguimos al doctor Z a las duchas, donde nos lavamos el pelo con un champú especial y nos limpiamos las uñas con un cepillo y desinfectante. Nos enjuagamos la boca con un líquido horrible y lo escupimos. Yo no dejé de enjabonarme y frotarme hasta que finalmente Zollner me llamó la atención.

– Ya basta. Cogerá una neumonía y se morirá -dijo con una carcajada.

Después de secarme arrojé la toalla a una cesta y me dirigí a mi taquilla desnudo, libre de gérmenes e impecablemente limpio, por lo menos exteriormente.

Salvo los individuos con los que había entrado, no había nadie a la vista. Ni siquiera el celador. Comprendí que alguien podía sacar clandestinamente algo con suma facilidad y llevárselo al vestuario. Pero no creía que eso hubiera sucedido, de modo que no importaba que fuera posible o dejara de serlo.

Zollner había desaparecido y regresó con las llaves de las taquillas, que distribuyó. Abrí la mía y empecé a vestirme. Alguien sumamente considerado, con toda probabilidad el señor Stevens, había tenido la amabilidad de lavar mi pantalón corto y retirar distraídamente la arcilla roja de mi bolsillo. Qué le vamos a hacer. Otra vez será, Corey.

Examiné mi treinta y ocho y parecía que estaba bien, pero uno nunca sabe cuándo algún gracioso le limará el percutor, obturará el cañón o vaciará la pólvora de las balas. Decidí que en casa examinaría detenidamente el arma y la munición.

– Toda una experiencia -dijo Max, cuya taquilla estaba junto a la mía.

Asentí y le pregunté:

– ¿Te sientes ahora mejor, viviendo a sotavento de Plum Island?

– ¡Joder! Me siento de maravilla.

– Me ha impresionado la sección de biocontención -dije-. Lo último en tecnología.

– Sí, pero pienso en la posibilidad de un huracán o de un ataque terrorista.

– El señor Stevens protegerá Plum Island de un ataque terrorista.

– Sí. ¿Y qué me dices de un huracán?

– El mismo procedimiento que en un ataque nuclear: te agachas, colocas la cabeza entre las piernas y te despides del culo con un beso.

– Claro -respondió y me miró-. Por cierto, ¿te sientes bien?

– Por supuesto.

– Ahí dentro parecía que estabas en las nubes.

– Cansado. Me cuesta respirar.

– Me siento responsable por haberte metido en esto.

– Me pregunto por qué.

– Si logras ligarte a esa estrecha, me deberás una. -Sonrió.

– No sé de qué hablas -respondí, me puse las zapatillas y me levanté-. Debes de ser alérgico al jabón -agregué-. Tienes la cara cubierta de manchas.

– ¿Cómo? -exclamó llevándose las manos a las mejillas y buscando el espejo más próximo, donde se examinó minuciosamente-. ¿De qué diablos estás hablando? Mi piel está perfecta.

– Debe de ser efecto de la luz.

– Déjate de tonterías, Corey. No tiene ninguna gracia.

– Tienes razón -respondí y me acerqué a la puerta del vestuario, donde esperaba el doctor Z-. A pesar de mis malos modales, me ha impresionado mucho cómo trabaja y le doy las gracias por el tiempo que nos ha dedicado.

– He disfrutado de su compañía, señor Corey. Lamento haberle conocido en estas tristes circunstancias.

Se acercó George Foster y se dirigió al doctor Zollner.