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– Le aseguro que escribiré un informe favorable respecto a sus procedimientos de biocontención.

– Gracias.

– Pero creo que la seguridad del perímetro podría mejorar y propondré que se haga un estudio.

Zollner asintió.

– Afortunadamente, parece que los Gordon no robaron ninguna sustancia peligrosa y si sustrajeron algo, fue una vacuna experimental -agregó Foster.

El doctor Zollner asintió de nuevo.

– Recomendaré que se instale permanentemente un destacamento de marines en Fort Terry -concluyó Foster.

Yo estaba ansioso por salir del vestuario anaranjado y ver el sol. Me acerqué a la puerta y los demás me siguieron.

Al llegar al amplio y resplandeciente vestíbulo, el doctor Z miró a su alrededor en busca de Beth, sin haber comprendido todavía.

Luego nos dirigimos al mostrador de recepción, donde cambiamos nuestras tarjetas de identificación de plástico blanco por las azules originales.

– ¿Hay alguna tienda donde podamos comprar recuerdos y camisetas? -le pregunté a Zollner.

– No -rió el doctor-, pero lo propondré en Washington. Entretanto, dé gracias a Dios por no haber atrapado otro recuerdo.

– Gracias, doctor.

– Pueden coger el transbordador de las cuatro menos cuarto si lo desean o regresar a mi despacho si hay algo más que hablar -dijo el doctor Zollner después de consultar su reloj.

Me apetecía volver a las baterías y explorar los pasajes subterráneos, pero consideré que si lo sugería, tendría ante mí un motín. Además, para ser sincero, no estaba en condiciones de hacer otra excursión por la isla.

– Esperaremos a la jefa -respondí-. Sin ella no tomamos ninguna decisión importante.

El doctor Z asintió y sonrió.

Tuve la impresión de que Zollner no estaba particularmente preocupado por nada de lo que sucedía, que se cuestionara su seguridad o sus procedimientos de biocontención, ni siquiera le inquietaba la posibilidad de que sus dos científicos estelares hubieran robado algo bueno y valioso, o algo nocivo y mortífero. Se me ocurrió que no estaba preocupado porque, aunque hubiera metido la pata, o pudiera considerársele responsable del error de otro, se le había eximido ya de toda culpa; había llegado a un acuerdo con el gobierno y cooperaba en la operación de encubrimiento, a cambio de salir inmune de la situación. También existía la posibilidad, aunque remota, de que el doctor Z hubiera asesinado a los Gordon o supiera quién lo había hecho. Para mí, todos los que estaban cerca de los Gordon eran sospechosos.

Beth salió del vestuario femenino y se reunió con nosotros en la recepción. Comprobé que no se había maquillado del todo y sus mejillas brillaban con un nuevo frescor.

Efectuó el cambio de tarjeta y el doctor Zollner repitió sus ofertas y nuestras opciones.

– Yo ya he visto suficiente -respondió después de mirarnos-, a no ser que alguien quiera examinar los bunkers subterráneos o alguna otra cosa.

Todos movimos la cabeza.

– Nos reservamos el derecho a visitar de nuevo la isla, en cualquier momento, hasta la conclusión de este caso -dijo dirigiéndose al doctor Zollner.

– En lo que a mí concierne pueden venir cuando lo deseen -respondió el doctor-. Pero no soy yo quien lo decide.

Se oyó una bocina en el exterior y miré por la puerta de cristal. En la puerta había un autobús blanco, al que subían varios empleados.

– Disculpen que no les acompañe al transbordador -dijo el doctor Z.

Nos estrechó a todos la mano y se despidió calurosamente sin el menor indicio de alivio. Un auténtico caballero.

Salimos al sol y respiramos toneladas de aire fresco antes de subir al autobús. El conductor era un agente de seguridad y supongo que nuestro vigilante.

Había sólo seis empleados en el vehículo y no reconocí a ninguno de ellos de nuestra visita.

En cinco minutos, el autobús llegó al muelle y se detuvo.

Todos nos apeamos para dirigirnos al transbordador azul y blanco, The Plum Runner. Entramos en la cabina principal, sonó la sirena y el buque soltó amarras.

Los cinco permanecimos de pie, charlando. Uno de los tripulantes, un curtido caballero, se nos acercó para recoger los pases.

– ¿Les ha gustado la isla del doctor Moreau?

La referencia literaria por parte de un viejo marino me desconcertó. Charlamos con él un minuto y descubrimos que se llamaba Pete. También nos dijo que le apenaba bastante lo sucedido a los Gordon.

Después de disculparse, subió por la escalera que conducía a la cubierta superior y al puente. Le seguí.

– ¿Dispone de un minuto? -pregunté antes de que abriera la puerta del puente.

– Desde luego.

– ¿Conocía usted a los Gordon?

– Por supuesto. Nos desplazamos juntos en este barco intermitentemente durante dos años.

– Me habían dicho que utilizaban su propio barco para desplazarse.

– Algunas veces. Bonito barco el Fórmula 303. Dos motores Mercedes. Veloz como el viento.

– ¿Es posible que transportaran drogas en esa embarcación? -pregunté sin tapujos.

– ¿Drogas? Imposible. Eran incapaces de encontrar una isla y mucho menos un barco de contrabando.

– ¿Cómo lo sabe?

– De vez en cuando hablábamos de barcos. Sus conocimientos de navegación eran inexistentes. ¿Sabe que ni siquiera llevaban instrumentos de navegación a bordo?

Después de mencionarlo Pete, recordé que no había visto equipos de navegación por satélite en el barco y, para hacer contrabando de drogas, son indispensables.

– Puede que le engañaran. Tal vez eran los mejores navegantes después de Magallanes.

– ¿Quién?

– ¿Por qué supone que no sabían navegar?

– Intenté convencerlos para que participaran en la carrera del Escuadrón de Velocidad, ¿comprende?, pero no estaban interesados.

Pete era un poco duro de entendederas y lo intenté de nuevo.

– Tal vez fingían que no sabían navegar para que nadie sospechara que hacían contrabando de drogas.

– ¿Usted cree? -dijo mientras se rascaba la cabeza-. Quizá, pero no lo creo. No les gustaba el mar abierto. Si estaban en su barco y veían el transbordador, se situaban a sotavento y no nos abandonaban en todo el camino. Nunca perdían de vista la costa, ¿le parece propio de un contrabandista de drogas?

– Supongo que no. Entonces, dígame, Pete, ¿quién los asesinó y por qué?

Movió exageradamente la cabeza antes de responder.

– Yo qué sé.

– Sabe que ha pensado en ello, Pete. ¿Quién y por qué? ¿Qué fue lo primero que se le ocurrió? ¿Qué comentaba la gente?

Pete farfulló y refunfuñó antes de responder.

– Supongo que pensé que habían robado algo del laboratorio, algo que podría destruir el mundo, y que iban a vendérselo a algún extranjero o algo por el estilo, pero luego el trato no funcionó y los eliminaron.

– ¿Y ahora ya no lo cree?

– Bueno, he oído otra cosa.

– ¿Qué?

– Que habían robado una vacuna que vale millones -respondió mirándome-. ¿Es cierto?

– Lo es.

– Querían darse prisa en enriquecerse y, en su lugar, se han dado prisa en morirse.

– El precio del pecado es la muerte.

– Sí -respondió Pete, se disculpó y entró en el puente.

Era curioso, pensé, que Pete y probablemente todos los demás, incluido un servidor, reaccionáramos inicialmente del mismo modo ante la muerte de los Gordon. Luego, en segundo lugar, se me ocurrió lo de las drogas. Ahora lo atribuíamos a una vacuna. Pero a veces, la primera reacción, la espontánea, es la correcta. En todo caso, lo que las tres teorías tenían en común era el dinero.

Permanecí en cubierta y observé cómo se alejaba la orilla de Plum Island. El sol estaba todavía alto en el oeste y me producía una sensación agradable en la piel. Disfrutaba del viaje, del olor del mar e incluso del movimiento del barco. Tuve la desconcertante sensación de estar convirtiéndome en un lugareño. El siguiente paso sería comer almejas, fueran lo que fuesen.