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Beth Penrose subió a cubierta y contempló un rato la estela, luego se apoyó en el pasamano, con el sol en la cara.

– Tú pronosticaste lo que Zollner nos contaría -dije.

– Tiene sentido -asintió-, cuadra con los hechos, resuelve el problema que teníamos en creer que los Gordon eran capaces de robar organismos mortíferos y también el de suponer que hacían contrabando de drogas. Los Gordon robaron algo bueno, algo rentable. Dinero. El dinero como motivo. El oro seductor de los santos, como dijo Shakespeare.

– Creo que ya he tenido suficiente Shakespeare para el resto del año -respondí antes de reflexionar unos instantes-. No comprendo por qué no se me ocurrió… Estábamos tan obsesionados con eso de la plaga que no pensamos en los antídotos: vacunas, antibióticos, antivíricos y todo lo demás. Eso es lo que estudian los científicos en Plum Island y eso fue lo que robaron los Gordon. Maldita sea, me estoy volviendo torpe.

– Pues para serte sincera -dijo Beth sonriendo-, yo empecé a pensar en las vacunas anoche y, cuando Stevens mencionó la vacuna de la glosopeda, supe hacia dónde nos encaminábamos.

– Claro. Ahora todos podemos descansar tranquilos. Sin pánico ni histeria ni alarma nacional. Creía que todos habríamos muerto antes del día de Todos los Santos.

Nos miramos y ella dijo:

– Todo es mentira, evidentemente.

– Sí. Pero una mentira realmente convincente. Una mentira que elimina la presión sobre Plum Island y sobre los federales en general. Entretanto, el FBI y la CIA pueden trabajar discretamente en el caso sin nuestra intromisión ni la de la prensa. A ti, a Max y a mí se nos ha eliminado de la parte del caso que concierne a Plum Island.

– Exactamente. Pero todavía nos queda por resolver un doble asesinato. Por nuestra cuenta.

– Tienes razón -respondí- y creo que echaré de menos a Ted Nash.

– Yo no me enfrentaría a un hombre como ése -dijo Beth con toda seriedad después de brindarme una sonrisa.

– Que lo zurzan.

– Así que eres un tipo duro.

– Recibí diez balazos y acabé de tomarme el café antes de ir andando al hospital.

– Fueron tres, pasaste un mes en el hospital y todavía no te has recuperado del todo.

– Has estado hablando con Max. Maravilloso.

No respondió. Había comprobado que raramente mordía el anzuelo. Debía recordarlo.

– ¿Qué te ha parecido Stevens? -preguntó Beth.

– El hombre indicado para su trabajo.

– ¿Miente?

– Por supuesto.

– ¿Y Zollner?

– Me ha gustado.

– ¿Miente?

– No de un modo natural como Stevens, pero le han escrito un guión y lo ha ensayado.

– ¿Está asustado? -preguntó después de asentir.

– No.

– ¿Por qué no?

– No tiene por qué estarlo; todo está bajo control. Stevens y Zollner han hecho sus tratos con el gobierno.

– Ésa ha sido mi impresión -asintió Beth-. La tapadera se concibió, se escribió y se dirigió durante las últimas horas de anoche y las primeras de esta madrugada. En Washington y en Plum Island no se han apagado las luces en toda la noche. Esta mañana hemos presenciado la obra.

– Efectivamente -respondí-. Ya te advertí que desconfiaras de esos dos payasos.

Ella asintió de nuevo.

– Nunca me he encontrado en una situación en la que no pudiera confiar en la gente con quien trabajaba -dijo luego.

– Yo sí. Es un verdadero reto. Hay que vigilar lo que uno dice, protegerse, tener ojos en la nuca, olfatear las ratas y prestar atención a lo que se calla.

– ¿Te sentías bien ahí dentro? -preguntó después de echarme una ojeada.

– Estoy perfectamente.

– Deberías descansar.

– Nash la tiene diminuta -dije sin preocuparme de su consejo.

– Gracias por compartir esa información conmigo.

– Bueno, quería que lo supieras porque vi que te interesabas por él y no quería que perdieras el tiempo con un individuo que tiene un tercer meñique entre las piernas.

– Muy considerado por tu parte. ¿Por qué no te ocupas de tus propios asuntos?

– De acuerdo.

El mar se picó un poco en medio del canal y me sujeté al pasamano. Miré a Beth, que tenía ahora los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás para aprovechar los pocos rayos ultravioleta. Puede que haya mencionado que tenía un rostro estilo cupido, ingenuo y sensual a la vez. Poco más de treinta años, como dije, y casada una vez, como dijo ella. Me pregunté si su ex marido era policía, si él detestaba que ella lo fuera, o qué problema habían tenido. Las personas de su edad llevan cierto bagaje, las de la mía, un almacén lleno de contenedores.

– ¿Qué harías si te declararan inútil? -preguntó sin abrir los ojos.

– No lo sé -respondí antes de pensarlo-. Max me ofrecería trabajo.

– ¿No se supone que no debes realizar trabajos policiales si te han declarado inútil?

– Supongo que no. No sé lo que haría. Manhattan es caro, allí es donde vivo. Creo que debería mudarme. Puede que me trasladara aquí.

– ¿Qué harías aquí?

– Cultivar vino.

– Uvas. Se cultivan las uvas, el vino se elabora.

– Eso.

Abrió sus ojos azul verdoso y me miró. Se cruzaron nuestras miradas, buscaron, penetraron y todo lo demás. Luego cerró de nuevo los ojos.

Durante un minuto guardamos silencio.

– ¿Por qué no creemos que los Gordon robaron una vacuna milagrosa para ganar una fortuna? -preguntó después de volver a abrirlos.

– Porque eso deja demasiadas preguntas sin respuesta. En primer lugar, ¿qué me dices de la lancha? No se necesita un barco de cien mil dólares para hacer un solo viaje de contrabando con la vacuna mágica, ¿no te parece?

– Tal vez sabían que robarían la vacuna y, puesto que podrían permitírselo a la larga, disfrutarían entretanto. ¿Cuándo compraron el barco?

– En abril del año pasado -respondí-. Inmediatamente antes de que empezara la temporada de navegación. Diez mil de entrada y el resto a plazos.

– ¿Qué otra razón tenemos para no creer en la versión de Plum Island?

– ¿Por qué tendrían que matar a dos personas los clientes de esa vacuna? Especialmente, si la persona o personas del jardín de los Gordon no podían estar seguros del contenido de la nevera.

– En cuanto a los asesinatos -dijo Beth-, ambos sabemos que la gente mata por razones insignificantes. Respecto al contenido de la nevera… ¿no podían haber tenido los Gordon algún cómplice en Plum Island que cargara la vacuna en su barco? La persona de la isla podía haber llamado a la persona o personas que esperaban a los Gordon y advertirles que la mercancía estaba de camino. Piensa en posibles cómplices en Plum Island: el señor Stevens, el doctor Zollner, la doctora Chen, Kenneth Gibbs o cualquier otra persona de la isla.

– De acuerdo… lo pondremos en el saco de las pistas.

– ¿Algo más? -preguntó Beth.

– No soy un experto en geopolítica, pero el Ébola es bastante inusual y las probabilidades de que la Organización Mundial de la Salud o los gobiernos de los países africanos afectados se interesen por grandes cantidades de ese material parecen bastante remotas. La gente muere en África de toda clase de enfermedades evitables, como la malaria y la tuberculosis, y nadie les compra cientos de millones de dosis.

– Desde luego, pero nosotros desconocemos los tejemanejes del comercio de medicamentos, ya sean robados, mercado negro, imitaciones, etcétera.

– De acuerdo, ¿pero no te parece inverosímil que los Gordon robaran esa vacuna?

– No -respondió Beth-. Me parece factible. Pero tengo la sensación de que es mentira.

– Exactamente. Una mentira factible.