– Una mentira fenomenal.
– Desde luego -afirmé-. Una mentira fenomenal que cambia el caso.
– Sin lugar a dudas. ¿Qué más?
– Bueno, tenemos las cartas de navegación -respondí-. No contienen gran cosa, pero me gustaría saber qué significa el número 44106818.
– Bien. ¿Y qué me dices de la arqueología en Plum Island?
– Desde luego eso ha sido toda una sorpresa para mí y plantea toda clase de incógnitas.
– ¿Por qué nos ha facilitado Paul Stevens esa información?
– Porque es del dominio público y no tardaríamos en averiguarlo.
– Claro. ¿Cuál es el significado del material arqueológico?
– No tengo la menor idea -respondí-. Pero no tiene nada que ver con la ciencia de la arqueología. Era una tapadera para algo, un pretexto para visitar lugares remotos de la isla.
– O puede que no signifique nada.
– Es posible. Pero luego tenemos la arcilla roja que vi en las zapatillas de los Gordon y luego en Plum Island. En el camino del laboratorio principal al aparcamiento, luego al autobús y a continuación al muelle no hay ningún lugar donde se pueda pisar arcilla roja.
– Supongo que recogiste una muestra cuando fuiste a orinar.
– Por supuesto. -Sonreí-. Pero, cuando regresé a mi taquilla, alguien había tenido la amabilidad de lavarme los pantalones.
– Ojalá hubieran lavado los míos -bromeó ella.
Ambos nos reímos.
– Pediré muestras de tierra -dijo Beth-. Pueden descontaminarlas si insisten en su política de No Retorno. He comprobado que eres partidario de la acción directa -agregó-, como apropiarte de los extractos financieros, robar tierra del gobierno y quién sabe qué otras cosas habrás hecho. Deberías aprender a seguir los protocolos y los procedimientos establecidos, detective Corey; especialmente, porque ésta no es tu jurisdicción ni tu caso. Vas a tener problemas y no me la jugaré por ti.
– Por supuesto que lo harás. A propósito, suelo ser bastante respetuoso con las normas relativas a las pruebas, los derechos de los sospechosos, la estructura de mando y toda esa mierda cuando sólo se trata de homicidios corrientes. Éste podía haber sido, o puede que todavía lo sea, la plaga que acabe con todas las plagas, de modo que he tomado algunos atajos. El tiempo es esencial, la teoría de la persecución implacable y todo lo demás. Si salvo el planeta, seré un héroe.
– Actuarás según las normas y seguirás los procedimientos establecidos. No hagas nada que pueda comprometer una acusación o una condena en el caso.
– Tranquilízate, no tenemos siquiera medio sospechoso y ya estás ante los tribunales.
– Así es como yo trabajo.
– Creo que aquí ya he hecho todo lo que he podido. Dimito como asesor de homicidios de esta ciudad.
– No te enfurruñes -titubeó-. Quiero que te quedes. Puede que incluso aprenda algo de ti.
Evidentemente nos gustábamos, a pesar de ciertos choques y confusiones, ciertas diferencias de opinión, distintos temperamentos, diferencias de edad y de formación, así como, probablemente, de grupo sanguíneo, gustos musicales y Dios sabe qué más. En realidad, si lo pensaba, no teníamos nada en común salvo el trabajo y ni siquiera en eso lográbamos ponernos de acuerdo. No obstante, estaba enamorado. Bueno, de acuerdo, era lujuria. Pero una lujuria significativa. Me sentía firmemente comprometido con esa lujuria.
Nos miramos de nuevo y una vez más sonreímos. Era una bobada, realmente estúpido. Me sentía como un imbécil. Era tan exquisitamente hermosa… Me encantaba su voz, su sonrisa, su cabello cobrizo a la luz del sol, sus movimientos, sus manos… y olía de nuevo a jabón de la ducha. Adoraba ese olor; relacionaba el jabón con el sexo. Es una larga historia.
– ¿Qué terreno inútil? -pregunto finalmente Beth.
– ¿Cómo? Ah, claro. Los Gordon.
Le hablé del asiento en su talonario y de mi conversación con Margaret Wiley.
– No soy del campo, pero no creo que la gente sin dinero se gaste veinticinco de los grandes sólo para poseer sus propios árboles a los que abrazarse.
– Es extraño -reconoció Beth-, pero la tierra es algo emotivo. Mi padre fue uno de los últimos agricultores en el oeste del condado de Suffolk, rodeado de subdivisiones a diferentes niveles. Amaba su tierra, pero el campo había cambiado; los bosques, los arroyos y los demás agricultores habían desaparecido. Vendió su propiedad, pero ya no volvió a ser el mismo, ni siquiera con un millón de dólares en el banco.
»Supongo que deberíamos hablar con Margaret Wiley -prosiguió después de unos momentos de silencio- y ver ese terreno, aunque no creo que sea significativo para el caso.
– Creo que el hecho de que los Gordon nunca me mencionaran que poseían un terreno es significativo. Igual que las excavaciones arqueológicas. Las cosas que no tienen sentido exigen una explicación.
– Gracias, detective Corey.
– No pretendo darte lecciones -respondí-, pero doy clases en John Jay y de vez en cuando se me escapa alguna frase.
– Nunca sé si me estás tomando el pelo -dijo después de mirarme unos instantes.
En realidad, lo que deseaba era jugar con su pelo, pero alejé el pensamiento de mi mente.
– Realmente doy clases en John Jay.
Se trata del Colegio de Justicia Criminal John Jay en Manhattan, uno de los mejores del país en su género, y supongo que Beth tenía un problema de credibilidad respecto a John Corey como profesor.
– ¿De qué das clases? -preguntó.
– Te aseguro que no de las normas sobre pruebas, de los derechos de los sospechosos, ni de nada por el estilo.
– Claro está.
– Doy clases de investigación práctica de homicidios. Escenarios del crimen y cosas semejantes. Los viernes por la noche. Es la mejor noche para los misterios sobre asesinatos. Te invito a que asistas si algún día vuelvo. Tal vez en enero.
– Puede que lo haga.
– Ven temprano. La clase está siempre llena; soy muy divertido.
– Estoy segura.
Y yo estaba seguro de que la señora Beth Penrose por fin pensaba en eso. Eso.
El transbordador reducía la velocidad al acercarse al muelle.
– ¿Has hablado ya con los Murphy? -pregunté.
– No. Max lo ha hecho. Yo pienso hacerlo hoy.
– Bien. Iré contigo.
– Creí que dimitías.
– Mañana.
Sacó su cuaderno del bolso y empezó a hojearlo.
– Necesito las copias de ordenador que has tomado prestadas -dijo.
– Están en mi casa.
– De acuerdo -respondió y luego siguió mirando su cuaderno-. Llamaré a los especialistas en huellas dactilares y al forense. Además, he solicitado una orden a la fiscalía para investigar las llamadas telefónicas de los Gordon durante los dos últimos años.
– Bien. Consigue también una lista de los propietarios de pistolas registrados en el municipio de Southold.
– ¿Crees que el arma homicida puede ser una pistola registrada en la localidad? -preguntó.
– Tal vez.
– ¿Por qué lo supones?
– Una corazonada. Entretanto, que sigan dragando y buceando en busca de las balas.
– Lo hacen, pero será difícil llegar al fondo de la cuestión. Con perdón por el juego de palabras.
– Tengo mucha tolerancia con los juegos de palabras.
– Me pregunto por qué.
– Además, si consigues una lista del armamento de Plum Island, asegúrate de que sea el condado y no el FBI quien realice las pruebas balísticas.
– Lo sé.
Detalló otro montón de cosas que era preciso hacer y comprobé que tenía una mente clara y ordenada. También era intuitiva e inquisitiva. A mi parecer, sólo le faltaba experiencia para ser realmente una buena detective. Para convertirse en una gran detective debía aprender a relajarse, a lograr que la gente hablara con libertad y en demasía. Pecaba ligeramente de severa y decidida, de modo que la mayoría de los testigos, por no mencionar a los colegas, se ponían a la defensiva.