– Relájate.
– ¿Cómo dices? -preguntó después de levantar la mirada de su cuaderno.
– Relájate.
– Estoy un poco angustiada con este caso -respondió después de unos momentos de silencio.
– Todo el mundo lo está. Relájate.
– Lo intentaré. -Sonrió-. Puedo hacer imitaciones. Podría imitarte a ti. ¿Quieres verlo?
– No.
Dejó caer los hombros, empezó a moverse, se metió una mano en el bolsillo mientras se rascaba el pecho con la otra y comenzó a hablar en un tono grave con acento neoyorquino.
– Eh, bueno, ¿qué coño pasa con este caso? ¿Me oyes? ¿Qué pasa con ese tío, Nash? ¿Eh? Ese tío no distingue una pizza de una vaca. Tiene tanto cerebro como un saco de arena. ¿Me oyes? Ese tío…
– Gracias -interrumpí fríamente.
– Relájate -exclamó Beth después de soltar una carcajada.
– Yo no hablo con ese acento neoyorquino tan exagerado.
– Bueno, aquí lo parece.
Estaba un poco molesto pero también un poco divertido, supongo.
Pasamos varios minutos en silencio.
– Creo que este caso ya no llama tanto la atención y eso es bueno -comenté al rato.
Beth asintió.
– Menos personas con las que tratar -proseguí-. Ningún federal, ningún político, ningún periodista, ni te mandarán más ayuda de la que necesites. Cuando resuelvas el caso serás una heroína.
– ¿Crees que lo resolveremos? -preguntó después de mirarme prolongadamente.
– Por supuesto.
– ¿Y si no lo hacemos?
– Para mí no hay nada en juego. Sin embargo, en lo que a ti concierne, supondrá un problema en tu carrera.
– Gracias.
El transbordador rozó las defensas del muelle y los marineros arrojaron dos cabos.
– De modo que además de la posibilidad de gérmenes nocivos y drogas, ahora tenemos la posibilidad de algún buen medicamento -dijo como si hablara para sí-, sin olvidar que Max declaró a la prensa que se trataba del doble asesinato de unos propietarios que habían sorprendido a un ladrón al regresar a su casa. ¿Y sabes lo que te digo? Podría ser cierto.
– Hay otra posibilidad, que no debes repetir a nadie -respondí después de mirarla-. Imagina que Tom y Judy Gordon supieran algo que no deberían haber sabido o que hubieran visto algo que no deberían haber visto. Imagina que alguien como el señor Stevens, o tu amigo el señor Nash, los hubiera eliminado. Imagínatelo.
– Suena como una mala película -dijo después de un prolongado silencio-. Pero me lo pensaré.
– Todos a tierra -exclamó Max desde la cubierta inferior.
– ¿Cuál es el número de tu móvil? -preguntó Beth después de dirigirse hacia la escalera.
Se lo di.
– Nos separaremos en el aparcamiento y te llamaré dentro de unos veinte minutos -agregó.
Nos reunimos con Max, Nash y Foster en la cubierta de popa y desembarcamos con los seis empleados de Plum Island. Había sólo tres personas en el muelle para el viaje de regreso a la isla y pensé una vez más en el aislamiento de Plum Island.
– Estoy satisfecho de que se haya aclarado el aspecto más preocupante de este caso -dijo a todos los presentes el jefe Sylvester Maxwell, del Departamento de Policía de Southold, al llegar al aparcamiento-. Puesto que yo tengo otras obligaciones que atender, dejo que la detective Penrose se ocupe de todo lo concerniente a los asesinatos.
– Parece que se ha robado algo que pertenece al gobierno, así que el FBI continuará investigando el caso -declaró el señor Foster-. Hoy regresaré a Washington para presentar mi informe. La oficina local del FBI tomará el mando del caso y alguien se pondrá en contacto con usted, jefe. O con usted -agregó después de mirar a Beth- o con sus superiores.
– Bien, parece que ahora me toca a mí -dijo la detective Elizabeth Penrose, del Departamento de Policía del condado de Suffolk-. Gracias a todos por su ayuda.
Estábamos listos para marcharnos, pero a Ted y a mí nos faltaba todavía intercambiar algunos cumplidos. Ted tomó la iniciativa.
– Espero sinceramente que volvamos a vernos, detective Corey.
– Estoy seguro de que lo haremos, Ted. La próxima vez intente hacerse pasar por mujer; seguramente le será más fácil que fingir ser funcionario de agricultura.
– Por cierto, había olvidado mencionar que conozco a su jefe, el teniente Wolfe -dijo después de mirarme fijamente.
– El mundo es un pañuelo. Él también es un cretino. Pero no olvide hablarle bien de mí, ¿de acuerdo, amigo?
– Tenga la seguridad de que le mandaré recuerdos suyos y le diré que parece estar en buena forma para reincorporarse al trabajo.
– Han sido unas veinticuatro horas intensas e interesantes -interrumpió Foster, como de costumbre-. Creo que esta combinación de fuerzas puede sentirse orgullosa del resultado alcanzado y tengo la seguridad de que la policía local conducirá este caso a una feliz conclusión.
– En resumen -dije yo-, muchas horas, buen trabajo y buena suerte.
Todos se estrechaban las manos, incluso yo, aunque no sabía si me había quedado sin empleo, si es que alguna vez lo había tenido. En todo caso, nos despedimos brevemente sin que nadie se pusiera sentimental, prometiera escribir o verse de nuevo, y sin besos, abrazos ni nada por el estilo. A los pocos minutos, Max, Beth, Nash y Foster habían subido a sus respectivos coches y habían desaparecido. Yo me quedé solo en el aparcamiento hurgándome la nariz. Asombroso. Anoche todo el mundo creía que había llegado el apocalipsis, que el jinete de la muerte había emprendido su terrible carrera. Sin embargo, ahora, a nadie le importaban un rábano los dos ladrones de vacunas que yacían en el depósito de cadáveres.
Empecé a caminar hacia mi coche. ¿Quién estaba involucrado en la tapadera? Evidentemente, Ted Nash y su gente, así como George Foster, ya que estaba con Nash y los cuatro individuos trajeados que habían viajado en el transbordador anterior y desaparecido en un Caprice negro. Probablemente, también lo estaba Paul Stevens y el doctor Zollner.
Estaba seguro de que ciertas secciones del gobierno federal habían organizado una tapadera suficientemente satisfactoria para los medios de comunicación, para el país y para el mundo en general. Pero no lo era para los detectives John Co- rey y Elizabeth Penrose. No señor, no lo era. Me pregunté si Max se lo habría tragado. Por regla general, la gente desea creer en las buenas noticias y Max era tan paranoico con los gérmenes, que realmente anhelaba creer que Plum Island despedía a la atmósfera antibióticos y vacunas. Debería hablar con Max. Tal vez.
La otra cuestión era que si encubrían algo, ¿de qué se trataba? Se me ocurrió que tal vez no supieran lo que ocultaban. Necesitaban convertir aquel caso sensacionalista y aterrador en un vulgar robo y debían hacerlo con rapidez para evitar el interés general. Ahora podían empezar a averiguar qué diablos ocurría. Puede que Nash y Foster supieran tan poco como yo sobre la razón por la que los Gordon habían sido asesinados.
Segunda teoría: sabían por qué y quién había asesinado a los Gordon y puede, incluso, que hubieran sido ellos mismos. Realmente, no sabía quiénes eran esos dos payasos.
Con esas ideas de conspiración en mi mente, recordé lo que Beth había dicho respecto a Nash…. Yo no me enfrentaría a un hombre como ése.
Me detuve a unos veinte metros de mi Jeep y miré a mi alrededor.
Ahora había unos cien coches de empleados de Plum Island en el aparcamiento del transbordador, pero no había nadie a la vista. Me situé tras una furgoneta y saqué el llavero. Otra característica de mi vehículo de cuarenta mil pavos era el mando de arranque a distancia. Pulsé la secuencia indicada, dos pulsaciones largas y una corta, y esperé la explosión. No estalló; el motor arrancó. Lo dejé funcionando un minuto antes de acercarme y subirme.
Me pregunté si estaba exagerando ligeramente las precauciones. Supongo que si mi vehículo hubiera estallado, la respuesta habría sido no. Siempre he considerado que más vale prevenir que curar. Hasta que descubriera la identidad del asesino ó asesinos, mi norma sería la paranoia.