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Capítulo 14

Me dirigí al oeste por la carretera principal, con el ronroneo del motor, una buena música en la radio, sucesivas escenas rurales, un cielo azul, gaviotas; lo mejor que puede ofrecer el tercer planeta a partir del sol.

Sonó el teléfono del coche y contesté:

– Servicio de semental. ¿En qué puedo servirle?

– Reúnete conmigo en la residencia de los Murphy -dijo la detective Penrose.

– Me parece que no -respondí.

– ¿Por qué no?

– Creo que me han despedido. Si no es así, dimito.

– Se te ha contratado por semanas. Debes terminar los siete días.

– ¿Quién lo dice?

– En casa de los Murphy -se limitó a decir antes de colgar.

Detesto a las mujeres mandonas. No obstante, conduje veinte minutos hasta la casa de los Murphy y vi a la detective Penrose frente a la residencia, sentada en su Ford LTD negro sin distintivos.

Aparqué mi Jeep a varias casas de distancia, paré el motor y me apeé. A la derecha de la casa de los Murphy, el escenario del crimen seguía precintado y había un agente de la policía de Southold en la puerta. El furgón del cuartel general móvil del condado seguía frente a la casa.

Beth, que estaba hablando por su móvil cuando me acerqué, colgó y se apeó.

– Acabo de facilitarle a mi jefe un extenso informe oral -dijo-. Todo el mundo parece satisfecho con la idea de la vacuna contra el Ébola.

– ¿Le has mencionado a tu jefe que no te crees ni una palabra de esta historia?

– No… dejemos descansar esa idea y resolvamos el doble asesinato.

Nos acercamos a la puerta principal de la casa de los Murphy y tocamos el timbre. Era un edificio estilo rancho de los años sesenta, en estado original, según se dice, bastante feo pero bien conservado.

Una mujer de unos setenta años abrió la puerta y nos presentamos. La mujer miró fijamente mi pantalón corto, probablemente pensó en lo bien lavado y planchado que estaba y en lo bien que olía. Le brindó una sonrisa a Beth y nos invitó a entrar en la casa.

– ¡Ed! ¡Otra vez la policía! -exclamó después de dirigirse a la parte posterior del edificio.

Regresó al salón y nos indicó que nos sentáramos en un pequeño sofá, donde mi mejilla estaba a poca distancia de la de Beth.

– ¿Les apetece un refresco? -preguntó la señora Agnes Murphy.

– No, gracias señora; estoy de servicio -respondí.

Beth también rechazó la oferta.

La señora Murphy se sentó frente a nosotros en una mecedora.

Miré a mi alrededor. El estilo de la decoración era lo que yo llamo antigua mierda clásica: oscuro, rancio, abarrotado de mobiliario, centenares de horribles baratijas, recuerdos increíblemente chabacanos, fotografías de los nietos, etcétera. Las paredes eran de un verde blanquecino, como un caramelo de menta, y la moqueta… bueno, ¿a quién le importa?

La señora Murphy llevaba un traje color rosa, de una fibra sintética que duraría unos tres mil años.

– ¿Le gustaban los Gordon? -pregunté.

La pregunta la desconcertó, como se suponía que debía hacerlo, y reflexionó antes de responder.

– No les conocíamos muy bien, pero eran sobre todo silenciosos.

– ¿Por qué cree que los asesinaron?

– ¿Cómo quiere que yo lo sepa? -respondió sin dejar de mirarme-. Puede que tuviera algo que ver con su trabajo.

Entró Edgar Murphy limpiándose las manos con un trapo.

Nos explicó que estaba en el garaje reparando su segadora mecánica. Parecía tener cerca de ochenta años y, de haber estado en el pellejo de Beth Penrose, pensando en un juicio futuro, no confiaría en que Edgar llegara al estrado.

Llevaba un mono verde, zapatos de trabajo y estaba tan pálido como su esposa. Me puse de pie y estreché la mano del señor Murphy. Volví a sentarme y él se acomodó en una tumbona, que inclinó hasta quedarse mirando al techo. Intenté mirarlo a los ojos, pero era sumamente difícil dadas nuestras posiciones respectivas. Entonces recordé por qué no visitaba a mis padres.

– Ya he hablado con el jefe Maxwell -dijo Edgar Murphy.

– Sí señor -respondió Beth-. Yo soy de homicidios.

– ¿De dónde es él?

– Trabajo para el jefe Maxwell -respondí.

– No es verdad. Conozco a todos los policías locales.

Aquello estaba a punto de convertirse en un triple homicidio. Miré al techo, en el lugar aproximado donde estaba enfocada su mirada, y hablé como si mandara la señal a un satélite para que éste la transmitiera al receptor.

– Soy un asesor. Escúcheme, señor Murphy…

– Ed, ¿no puedes sentarte correctamente? -interrumpió la señora Murphy-. Es de muy mala educación sentarse de ese modo.

– No es verdad, estoy en mi casa. Puede oírme perfectamente. Usted me oye, ¿no es cierto?

– Sí señor.

Beth hizo un pequeño resumen preliminar, alterando deliberadamente algunos detalles, y el señor Murphy la corrigió, con lo que quedó demostrado que poseía una buena memoria a corto plazo. La señora Murphy también matizó algunos acontecimientos del día anterior. Parecían testigos fiables y me avergoncé de haberme impacientado con aquellos ancianos; me sentí abochornado por haber deseado aplastar a Edgar en su tumbona.

En todo caso, al hablar con Edgar y Agnes era evidente que quedaba poco por descubrir respecto a los hechos básicos: los Murphy estaban en su galería a las cinco y media de la tarde, después de cenar -los ancianos cenan a eso de las cuatro de la tarde-. Miraban la televisión cuando oyeron el barco de los Gordon; reconocieron sus potentes motores.

– Válgame Dios, son unos motores muy ruidosos -aclaró la señora Murphy-. ¿Para qué necesitará la gente unos motores tan grandes y escandalosos?

Para molestar a sus vecinos, señora Murphy.

– ¿Vieron ustedes el barco? -pregunté.

– No -respondió la señora Murphy-. No nos molestamos en mirar.

– ¿Pero podían verlo desde su galería?

– Sí, podemos ver el mar. Pero mirábamos la televisión.

– Mejor que contemplar esa estúpida bahía.

– John -dijo Beth.

Soy, realmente, una persona de muchos prejuicios y me odio a mí mismo por todos ellos, pero soy producto de mi edad, mi sexo, mi época y mi cultura.

– Tiene una casa hermosa -dije con una sonrisa a la señora Murphy.

– Gracias.

Beth tomó temporalmente el relevo del interrogatorio.

– ¿Y están seguros de no haber oído ningún ruido que pudiera haber sido un disparo? -preguntó.

– No -respondió Edgar Murphy-. Mi oído es bastante bueno. He oído claramente a Agnes cuando me llamaba.

– A veces los disparos no suenan como suponemos que deberían sonar. Ya sabe, por televisión suenan de cierta manera, pero en la vida real pueden parecer un petardo, un chasquido agudo o la falsa explosión de un motor de coche. ¿Oyeron algún ruido cuando pararon los motores?

– No.

– Bien, oyeron que pararon los motores -dije, llegado mi turno-. ¿Miraban todavía la televisión?

– Sí. Pero la vemos con el volumen bastante bajo. Nos sentamos cerca del receptor.

– ¿De espaldas a las ventanas?

– Sí.

– Bien, siguieron mirando la televisión otros diez minutos… ¿Qué le impulsó a levantarse?

– Era uno de los programas que le gustan a Agnes. Un estúpido programa de entrevistas. Montel Williams.

– Entonces se dirigió a la casa del vecino para charlar con Tom Gordon.

– Quería pedirle prestado un alargador.

Edgar explicó que pasó por la abertura de los setos, entró en la plataforma del jardín de los Gordon y se quedó atónito al ver a Tom y a Judy muertos.