– ¿A qué distancia estaba usted de los cadáveres? -preguntó Beth.
– A menos de siete metros.
– ¿Está seguro?
– Sí. Yo estaba al borde de la plataforma de madera y ellos yacían frente a la puerta de cristal. Unos siete metros.
– De acuerdo. ¿Cómo supo que eran los Gordon?
– Al principio no lo supe. Pero vi… bueno, lo que parecía un tercer ojo en la frente de Tom, ¿comprende? Permanecían completamente inmóviles. Y sus ojos estaban abiertos, sin respirar ni gemir. Nada.
– ¿Qué hizo usted entonces? -preguntó Beth.
– Salí pitando.
Mi turno.
– ¿Cuánto tiempo cree que permaneció en su jardín? -pregunté.
– No lo sé.
– ¿Media hora?
– Claro que no. Unos quince segundos.
Probablemente unos cinco segundos, pensé. Repasé aquellos pocos segundos con Edgar un par de veces, para que intentara recordar si había visto u oído algo inusual durante aquel período, algo que hubiera olvidado mencionar, pero fue en vano. Incluso le pregunté si recordaba haber olido a pólvora, pero estaba seguro de sus recuerdos; ya se lo había contado todo al jefe Maxwell y no había más que decir. La señora Murphy estaba de acuerdo.
Me pregunté qué habría sucedido si Edgar hubiera cruzado los setos diez minutos antes. Probablemente, no estaría ahora con nosotros. Me pregunté si se le habría ocurrido pensar en ello.
– ¿Cómo cree que huyó el asesino si usted no vio ni oyó ningún coche ni ningún barco? -pregunté.
– He pensado en ello.
– ¿Y?
– Por aquí hay mucha gente que pasea, circula en bicicleta o corre, ya sabe. No creo que a nadie le llamara la atención que alguien hiciera cualquiera de esas cosas.
– Claro.
Pero alguien corriendo con una nevera sobre la cabeza podría llamar la atención. Parecía probable que el asesino estuviera todavía en la zona cuando Edgar descubrió los cadáveres.
Dejé la hora y el escenario del asesinato para cambiar el enfoque del interrogatorio, y me dirigí a la señora Murphy.
– ¿Recibían los Gordon muchas visitas?
– Bastantes -respondió-. Cocinaban mucho al aire libre. Siempre les acompañaba alguien.
– ¿Utilizaban el barco hasta tarde? -preguntó Beth.
– Algunas veces -respondió Edgar-. Es difícil no oír esos motores. A veces regresaban muy tarde.
– ¿Cómo de tarde?
– A eso de las dos o las tres de la madrugada. Supongo que pescaban de noche -agregó.
Es posible pescar desde un Fórmula 303, como yo había hecho algunas veces con los Gordon, pero el Fórmula 303 no es un barco de pesca y estoy seguro de que Edgar lo sabía. Sin embargo, el señor Murphy era un caballero de la vieja escuela y no creía que debiera hablar mal de los muertos, a no ser que se le presionara.
Preguntamos una y otra vez por los hábitos de los Gordon, vehículos inusuales, etcétera. Evidentemente, nunca había trabajado con Beth Penrose pero formábamos un buen dúo.
– Formaban una pareja realmente atractiva -opinó la señora Murphy al cabo de unos minutos.
– ¿Cree usted que él tenía alguna amiga íntima? -pregunté, aprovechando la insinuación.
– No pretendía sugerir…
– ¿Tenía ella algún amigo especial?
– Pues…
– ¿No es cierto que cuando él no estaba en casa ella recibía alguna visita masculina?
– Bueno, no pretendo afirmar que se tratara de un novio ni nada por el estilo.
– Cuéntenoslo.
Y lo hizo, pero no tenía mucho interés. En una ocasión, en el mes de junio, cuando Tom estaba trabajando y Judy se había quedado en casa, había aparecido un individuo apuesto, bien vestido, barbudo, con un coche deportivo blanco de marca indeterminada y se había marchado al cabo de una hora. Interesante, pero no demostraba la existencia de una ardorosa relación que pudiera conducir a un crimen pasional. Más tarde, hacía unas semanas, un sábado en el que Tom había salido en su barco, había llegado un individuo en un Jeep verde, se había dirigido al jardín, donde la señora Gordon tomaba el sol con un diminuto biquini, se había quitado la camisa y se había sentado un rato junto a ella.
– No me parece correcto cuando el marido no está en casa -dijo la señora Murphy-. Ella estaba casi desnuda y ese individuo se quita la camisa, se tumba junto a ella, charlan un rato, luego se levanta y se marcha antes de que regrese el marido. ¿Qué podía significar eso?
– Algo perfectamente inocente -respondí-. Vine porque tenía que hablar con Tom.
La señora Murphy me miró y me percaté de que Beth también me observaba.
– Los Gordon eran amigos míos -dije.
– Ah… -exclamó la señora Murphy.
El señor Murphy soltó una carcajada, sin dejar de contemplar el techo.
– Mi esposa siempre piensa lo peor.
– Yo también. -Y le pregunté a la señora Murphy-: ¿Habían alternado alguna vez con los Gordon?
– Les invitamos a cenar en una ocasión cuando llegaron, hace unos dos años. Poco después, ellos nos invitaron a una barbacoa. Nunca volvimos a reunimos desde entonces.
Me pregunté por qué.
– ¿Conocía el nombre de alguno de sus amigos?
– No. Supongo que eran gente de Plum Island. Un montón de bichos raros, si le interesa mi opinión.
Y así sucesivamente. Les encantaba hablar. La señora Murphy se mecía y el señor Murphy jugaba con la palanca de su tumbona, que variaba la inclinación del respaldo.
– ¿Qué hicieron? -preguntó en uno de los momentos en que yacía en posición horizontal-, ¿robar un montón de gérmenes para arrasar el mundo?
– No, robaron una vacuna que vale mucho dinero. Querían ser ricos.
– ¿Ah, sí? ¿Sabía que en esa casa eran sólo inquilinos?
– Sí.
– Pagaban un alquiler exagerado.
– ¿Cómo lo sabe?
– Conozco al propietario, un joven llamado Sanders. Es constructor. Les compró la casa a los Hoffmann, que eran amigos nuestros. Sanders pagó un precio excesivo, luego la renovó y se la alquiló a los Gordon. Pagaban demasiado alquiler.
– Permítame que le hable con franqueza, señor Murphy -dijo Beth-. Hay quien cree que los Gordon traficaban con drogas. ¿Qué opina usted?
– Es posible -respondió sin el menor titubeo-. Salían con el barco a horas muy extrañas. No me sorprendería.
– Salvo el barbudo del coche deportivo y yo, ¿vieron algún otro sospechoso en el jardín o en la entrada de la casa? -pregunté.
– Pues… para serle sincero -respondió el señor Murphy-, no creo haber visto a nadie.
– ¿Señora Murphy?
– No, creo que no. La mayoría de la gente parecía respetable. Tomaban demasiado vino… el contenedor de cristal estaba lleno de botellas… a veces se ponían eufóricos después de beber, pero la música era suave, no esas locuras que se oyen hoy en día.
– ¿Tenía una llave de su casa?
Vi que la señora Murphy miraba fugazmente a su marido, que tenía la vista fija en el techo. Se hizo un silencio antes de que respondiera el señor Murphy.
– Sí, teníamos una llave. Les vigilábamos la propiedad porque nosotros solemos estar en casa.
– ¿Y?
– Pues… hace aproximadamente una semana, vimos el vehículo de un cerrajero ahí delante. Cuando se marchó, fui a probar mi llave y ya no funcionaba. Esperaba que Tom me diera otra, pero no lo hizo. Él tiene la llave de mi casa, ¿comprende? De modo que llamé a Gil Sanders y se lo pregunté, porque se supone que el propietario debe tener la llave, ya sabe, pero no estaba al corriente de nada. No es asunto mío, pero si los Gordon querían que les vigilara la casa, supongo que debían haberme facilitado una llave. Ahora me pregunto si habían escondido algo ahí dentro -agregó.
– Vamos a nombrarle ayudante honorario, señor Murphy. Por cierto, no repita nada de lo que nos ha contado, salvo al jefe Maxwell. Si aparece alguien que alega pertenecer al FBI, a la policía del condado de Suffolk, a la del Estado de Nueva York o algo por el estilo, puede que mientan. Llame al jefe Maxwell o a la detective Penrose. ¿De acuerdo?