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– Bravo -exclamó Beth.

– Gracias.

– Entonces ¿quién mató a los Gordon? -preguntó.

– No tengo ni la más remota idea.

Capítulo 15

Nos detuvimos en la soleada calle, cerca del coche negro de Beth Penrose. Eran casi las seis.

– ¿Te apetece un cóctel? -pregunté.

– ¿Sabes cómo llegar a casa de Margaret Wiley? -respondió Beth.

– Tal vez. ¿Sirve cócteles?

– Se lo preguntaremos. Sube.

Subí, arrancó el motor y nos dirigimos al norte por Nassau Point, cruzamos el arrecife y seguimos por la zona norte de Long Island.

– ¿Hacia dónde? -preguntó.

– Creo que a la derecha.

Chirriaron los neumáticos en la curva.

– Más despacio -dije.

Redujo la velocidad.

Era agradable circular con las ventanas abiertas, la puesta de sol, el aire puro y todo eso. Nos habíamos alejado de la bahía para penetrar en terreno agrícola y de viñedos.

– Cuando yo era niño -dije- había dos clases de cultivos. Los de patatas, a cargo de familias polacas y alemanas, llegadas a principios de siglo, y los de fruta y hortalizas, en manos generalmente de descendientes de los primeros colonos. Ciertas granjas habían pertenecido a la misma familia desde hacía trescientos cincuenta años. Es difícil de comprender.

– Mi familia fue propietaria de la misma granja durante un siglo -dijo Beth después de un prolongado silencio.

– ¿En serio? ¿Y tu padre la vendió?

– Tuvo que hacerlo. Cuando yo nací, los campos estaban rodeados de zonas residenciales. Nos tomaban por gente rara. En la escuela se reían de mí por ser hija de un agricultor. -Sonrió-. Pero papá fue el último en reírse. Le pagaron un millón de dólares por la tierra. Entonces era mucho dinero.

– También es mucho dinero ahora. ¿Has heredado?

– Todavía no. Pero me dedico a dilapidar un fondo de inversión.

– ¿Quieres casarte conmigo?

– No, pero te permitiré conducir mi BMW.

– Despacio y gira ahí a la izquierda.

Giró y nos dirigimos de nuevo hacia el norte.

– Tenía entendido que estabas casado -dijo después de mirarme fugazmente.

– Divorciado.

– ¿Firmado, sellado y con todos los papeles?

– Eso creo -respondí, aunque en realidad no recordaba haber recibido el certificado definitivo.

– Recuerdo algo que vi por televisión… cuando te dispararon… Una atractiva esposa que visitaba el hospital acompañada del alcalde, el comisario de policía… ¿No lo recuerdas?

– Pues no. Me lo comentaron -respondí-. A la derecha y luego inmediatamente a la izquierda.

Llegamos a la carretera del faro.

– Sigue despacio para ver los números de las casas -dije.

A ambos lados de la estrecha carretera que conducía al faro de Horton Point, a un kilómetro y medio de distancia aproximadamente, había pequeñas casas rodeadas de viñedos.

Llegamos a una atractiva villa de ladrillo, en cuyo buzón figuraba el nombre de Wiley. Beth detuvo el coche en el arcén con hierba.

– Supongo que hemos llegado.

– Probablemente. Por cierto, la guía telefónica está llena de Wiley. Seguramente, pobladores originales.

Nos apeamos y nos dirigimos a la puerta principal por un camino de piedra. No había timbre y golpeamos la puerta. Esperamos. Había un coche aparcado bajo un gran roble junto a la casa. Nos dirigimos al costado del edificio y luego a la parte trasera.

Por el huerto circulaba una mujer delgada de unos setenta años, con un vestido veraniego estampado.

– ¿Señora Wiley? -exclamé.

Levantó la cabeza y se nos acercó. Nos encontramos en un parterre de césped entre el huerto y la casa.

– Soy el detective John Corey -dije-. Anoche la llamé por teléfono. Ésta es mi compañera, la detective Beth Penrose.

Miró fijamente mi pantalón corto y pensé que tal vez me había dejado la bragueta abierta.

Beth le mostró su placa y la señora Wiley pareció sentirse satisfecha con ella, pero insegura en cuanto a mí.

Le sonreí. Tenía unos ojos color gris claro, cabello gris y una cara interesante de piel traslúcida que recordaba un cuadro antiguo; ningún estilo, obra, ni artista en particular, simplemente un cuadro viejo.

– Llamó usted muy tarde -dijo después de mirarme.

– No podía dormir -respondí-. Ese doble asesinato me impedía conciliar el sueño, señora Wiley. Lo siento.

– Supongo que no es preciso que se disculpe. ¿Qué puedo hacer por ustedes?

– Estamos interesados en la parcela que les vendió a los Gordon -contesté.

– Creo que ya le he contado todo lo que sé.

– Sí señora, probablemente lo ha hecho. Sólo pretendemos hacerle algunas preguntas.

– Siéntense aquí -dijo mientras nos conducía hasta un grupo de sillas verdes bajo un sauce llorón, y nos sentamos.

Aquellas sillas estilo indio, que habían sido muy populares durante mi infancia, se habían puesto nuevamente de moda y se encontraban ahora por todas partes. Sospeché que las del jardín de la señora Wiley eran todavía originales. La casa, el jardín, la dama con su largo vestido de algodón, el sauce, los columpios oxidados y el viejo neumático, suspendido del roble por una cuerda, eran todo reminiscencias de los años cuarenta o cincuenta, como una antigua fotografía coloreada. Aquí el tiempo avanzaba claramente más despacio. Se decía que en Manhattan el presente era tan poderoso que oscurecía el pasado. Pero aquí, el pasado era tan poderoso que oscurecía el presente.

Se olía el mar y el canal de Long Island, a medio kilómetro de distancia, y también me pareció oler las uvas caídas al suelo en el cercano viñedo. Era un entorno excepcional de mar, campo y viñedos, que sólo se podía encontrar en algunos lugares de la costa Este.

– Es un lugar encantador -dije.

– Gracias -respondió la señora Wiley.

Margaret Wiley era mi tercera persona mayor del día y me propuse llevarme mejor con ella que con Edgar y Agnes. En realidad, Margaret Wiley no estaba dispuesta a tolerar ninguna insolencia de mi parte; me había dado cuenta inmediatamente. Era una de esas personas chapadas a la antigua, que no se anda con monsergas y exige un trato directo y buenos modales. Yo soy un buen interrogador porque sé distinguir temperamentos y personalidades, y adaptarme a ellos. Eso no significa que sea simpático, sensible ni compasivo. Soy un repugnante machista despótico, egocéntrico y vanidoso; así es como me siento cómodo. Pero escucho y digo lo necesario, forma parte de mi trabajo.

– ¿Se ocupa usted sola de este lugar? -pregunté.

– En gran parte -respondió la señora Wiley-. Tengo un hijo y dos hijas, todos ellos casados, que viven en la zona. Y cuatro nietos. Mi esposo, Thad, murió hace seis años.

Beth dijo que lo sentía.

– ¿Es usted propietaria de estos viñedos? -preguntó Beth a continuación.

– Parte de esta tierra es mía. La alquilo a los vinateros. Los agricultores alquilan por temporadas, pero los vinateros, según dicen, necesitan veinte años. Yo no sé nada de cepas -respondió antes de mirar a Beth-. ¿Responde eso a su pregunta?

– Sí señora. ¿Por qué les vendió una parcela a los Gordon?

– ¿Qué tiene eso que ver con los asesinatos?

– No lo sabremos hasta que averigüemos algo más acerca de la transacción -respondió Beth.

– Fue una simple venta de terreno.

– Para serle sincera, señora, me parece extraño que los Gordon se gastaran tanto dinero en un terreno inútil.

– Creo que ya se lo dije, detective, querían contemplar el canal.

– Sí señora. ¿Mencionaron alguna otra utilidad que pensaran darle al terreno? Por ejemplo, pescar, navegar, acampar.

– Acampar. Mencionaron que instalarían una tienda de campaña. Y pescar. Querían pescar de noche desde su propia playa. También dijeron algo relacionado con la compra de un telescopio. Querían estudiar astronomía. Habían visitado el Instituto Custer. ¿Han estado ustedes allí?