En realidad, el glaciar estaba ahora delante de mí.
– Gracias por su tiempo y su paciencia, señora Wiley.
Empezó a alejarse, pero luego volvió la cabeza y miró a Beth.
– ¿Tienen alguna idea de quién puede haberlo hecho?
– No señora.
– ¿Estaba relacionado con su trabajo?
– En cierto modo. Pero no tiene nada que ver con la guerra biológica ni nada peligroso.
Margaret Wiley no parecía convencida. Regresó a su coche, arrancó el motor y se alejó envuelta en una nube de polvo.
– Hártate de polvo, Margaret. Vieja…
– ¡John!
Me sacudí de nuevo el polvo de la ropa.
– ¿Sabes por qué las hijas de la revolución norteamericana no hacen el amor en grupo? -pregunté.
– No, pero estoy a punto de descubrirlo -respondió Beth.
– Efectivamente. Las hijas de la revolución norteamericana no hacen el amor en grupo porque no quieren molestarse en escribir tantas notas de agradecimiento.
– ¿Proceden esos chistes de un pozo inagotable?
– Sabes que sí -respondí y ambos miramos el promontorio-. Vamos a contemplar esa vista de veinticinco de los grandes.
Encontramos el sendero e inicié el ascenso. El camino pasaba entre encinas y matorrales, y algunos árboles de mayor tamaño que parecían arces, pero por lo que yo sé podían haber sido palmeras.
Beth, con su falda de popelín caqui y sus zapatos de tacón, tenía ciertas dificultades. Le tendí una mano en algunos tramos. Se levantó o arremangó la falda y exhibió un par de piernas perfectas.
Medía sólo unos quince metros hasta la cima, equivalentes a cinco pisos sin ascensor, que en otra época era capaz de subir con suficiente energía restante para derribar la puerta de un puntapié, arrojar a un maleante al suelo, esposarlo, arrastrarlo hasta la calle y meterlo en un coche de policía. Pero eso era en otra época. Esto ocurría ahora y me temblaban las piernas. Unos puntitos negros danzaban ante mis ojos y tuve que detenerme y agacharme.
– ¿Estás bien? -preguntó Beth.
– Sí… Sólo un momento…
Respiré profundamente varias veces y proseguí.
Llegamos a la cima del promontorio. Allí la vegetación era mucho menos frondosa debido al viento y la sal. Contemplamos el canal de Long Island, realmente era una vista maravillosa. A pesar de que la ladera sur del promontorio medía sólo unos quince metros desde la base hasta la cima, la ladera norte, que descendía hasta la playa, medía unos treinta metros. Era, como la señora Wiley nos había advertido, muy empinada. Desde la cima se veían algunas plantas, rocas erosionadas, barro caído y piedras desprendidas hasta una larga y hermosa playa que se extendía varios kilómetros de este a oeste.
El canal estaba tranquilo y vimos varios veleros y algunas lanchas. Un enorme barco de carga navegaba rumbo oeste, en dirección a Nueva York o a alguno de los puertos de la costa de Connecticut.
El acantilado se prolongaba algo más de un kilómetro al oeste, hasta desaparecer en un brazo de tierra que penetraba en el canal. Hacia el este se extendía varios kilómetros y acababa en Horton Point, reconocible por el faro.
A nuestra espalda, por donde habíamos llegado, se encontraban las tierras llanas de cultivo, que desde la cima se veían cubiertas de campos de patatas y de maíz, huertos y viñedos. Unas curiosas casas de madera y graneros, no rojos sino blancos, contrastaban con el verde de los campos.
– Vaya vista -exclamé.
– Espléndida -reconoció Beth-. ¿Pero vale veinticinco mil? -preguntó.
– Ésa es la cuestión. ¿Tú qué opinas?
– En teoría, no. Pero desde esta cima, sí.
– Bien dicho.
Vi una piedra entre hierbajos y me senté sobre ella para contemplar el mar. Beth se situó junto a mí para admirar también el panorama. Estábamos ambos sudados, sucios, polvorientos y agotados.
– Hora de tomar un cóctel -dije-. Regresemos.
– Un momento. Seamos Tom y Judy. Dime lo que querían aquí, lo que buscaban.
– De acuerdo…
Me puse de pie sobre la piedra y miré a mi alrededor. Se ponía el sol y el cielo de levante era morado. Al oeste era rojizo y encima azul. Las gaviotas navegaban en el viento, las olas cruzaban velozmente el canal, los pájaros piaban en los árboles, soplaba una brisa del noreste y en el aire se olía el otoño y la sal.
– Hemos pasado el día en Plum Island -dije-. Hemos estado toda la jornada en biocontención, con ropa de laboratorio y rodeados de virus. Después de ducharnos nos hemos apresurado para llegar al Spirochete o al transbordador, hemos cruzado el estrecho, subido al coche y llegado aquí. Esto es abierto, limpio, estimulante. Esto es vida… Hemos traído Una botella de vino y una manta. Nos tomamos el vino, hacemos el amor, nos quedamos tumbados sobre la manta y vemos salir las estrellas. Tal vez bajamos a la playa y nos bañamos o pescamos bajo el cielo estrellado y la luna. Estamos a un millón de kilómetros del laboratorio. Regresamos a casa, listos para un nuevo día en biocontención.
Beth mantuvo el silencio unos minutos, luego, sin responder, se acercó al borde del acantilado, dio media vuelta y se acercó al único árbol considerable de la cima, un nudoso roble de tres metros de altura. Se agachó y volvió a levantarse con una cuerda en la mano.
– Mira esto.
Me acerqué para examinar lo que había encontrado. Era una cuerda de nilón verde, de aproximadamente un centímetro y medio de diámetro, con nudos cada metro más o menos, como agarraderos. Uno de los extremos estaba atado a la base del árbol.
– Aquí hay probablemente cuerda suficiente para llegar a la playa -dijo Beth.
– Eso permitiría, indudablemente, subir y bajar con mayor facilidad -asentí.
– Desde luego.
Se agachó y miró por la pendiente. Yo hice lo mismo. Vimos los sitios donde la hierba estaba pisada. Era una cuesta muy empinada, pero no excesivamente difícil para alguien en buena forma, incluso sin la ayuda de una cuerda.
Cuando me incliné al borde de la pendiente, vi franjas rojizas de arcilla y hierro en el suelo, en los lugares donde había saltado la hierba. También observé que, a unos tres metros de la cima, había una especie de repisa o plataforma.
– Voy a echar una ojeada -dijo Beth, que también la había visto.
Tiró de la cuerda, se aseguró de que estuviera firmemente sujeta al árbol y el árbol firmemente sujeto al suelo, se agarró con ambas manos y descendió de espaldas por la pendiente.
– Ven. Es interesante -dijo desde la plataforma.
– De acuerdo -respondí y descendí, con la cuerda en una mano, hasta llegar junto a Beth en la plataforma.
– Mira esto -dijo.
La repisa medía unos tres metros de longitud y un metro en el lugar más ancho. En el centro había una cueva, que evidentemente no era natural. En realidad, se veían las marcas de la pala. Beth y yo nos agachamos y miramos en su interior. Era pequeña, de sólo un metro de diámetro y poco más de un metro de profundidad. No había nada dentro de la excavación. No podía imaginar para qué servía, pero especulé:
– Aquí se podría guardar la cesta de la merienda y una nevera para el vino.
– Incluso se podrían introducir las piernas, dejar el cuerpo en la plataforma y dormir -agregó Beth.
– O hacer el amor.
– ¿Por qué sabía que dirías eso?
– Porque es cierto -respondí después de incorporarme-. Puede que quisieran agrandarla.
– ¿Para qué?
– No lo sé -dije y me senté al borde de la plataforma a contemplar el canal-. Es muy bonito. Siéntate.
– Empiezo a coger frío.
– Toma, puedes usar mi camiseta.
– No, huele.
– Tú no hueles exactamente a flores.
– Estoy cansada, sucia, se me han roto las medias y necesito ir al lavabo.