– Esto es romántico.
– Podría serlo, pero no ahora.
Se puso de pie, agarró la cuerda y subió a la cima. Esperé a que llegara y la seguí.
Beth enrolló la cuerda y la dejó al pie del árbol, donde la había encontrado. Cuando se volvió, estábamos cara a cara a poco más de un palmo de distancia. Fue uno de esos momentos embarazosos y permanecimos inmóviles exactamente tres segundos, luego levanté la mano para acariciarle el cabello y a continuación la mejilla. Entonces me dispuse a darle un beso en los labios, convencido de que el momento había llegado, pero ella retrocedió y pronunció la palabra mágica para la que todos los hombres estadounidenses tenemos una reacción pavloviana programada:
– No.
Di inmediatamente un salto atrás de dos metros y me llevé las manos a la espalda. Mi muñequito se desplomó como un árbol recién talado y exclamé:
– Confundí tu amabilidad con una insinuación. Discúlpame.
A decir verdad, eso no fue exactamente lo que sucedió. Ella dijo que no, pero yo titubeé y la miré decepcionado.
– Ahora no -dijo luego, que no está mal-, tal vez más tarde -añadió, que está mejor-. Me gustas -afirmó, que está mucho mejor.
– No te precipites -respondí sinceramente, a condición de que no tardara más de setenta y dos horas en decidirse, que es mi límite.
En realidad, he esperado más.
No se habló más del asunto. Bajamos del promontorio y subimos al coche.
Beth arrancó el motor, puso el vehículo en marcha, luego paró de nuevo y se inclinó hacia mí, me dio un beso de amigo en la mejilla, arrancó de nuevo y salimos envueltos en una nube de polvo.
Un kilómetro y medio más adelante, estábamos en la carretera central. Tenía un buen sentido de la orientación y llegó a Nassau Point sin mi ayuda.
Vio una estación de servicio abierta y ambos fuimos a lavarnos las manos, como suele decirse. No recordaba la última vez que me había visto tan sucio. Soy bastante elegante en mi trabajo, un dandi de Manhattan que usa trajes a medida. Me sentí de nuevo como un chiquillo, el desharrapado Johnny que hurgaba en los campos funerarios de los indios.
En la estación de servicio compré unos bocadillos auténticamente repugnantes: ternera picada, manteca y ositos azucarados. En el coche le ofrecí uno a Beth, pero no quiso.
– Si te lo comes todo junto -dije-, sabe como un plato tailandés llamado Sandang Phon. Lo descubrí accidentalmente.
– Eso espero.
Circulamos unos minutos. El sabor de aquella combinación era verdaderamente desagradable, pero me moría de hambre y quería eliminar el polvo de mi garganta.
– ¿Qué opinas? -pregunté-. Me refiero al promontorio.
– Creo que me habrían gustado los Gordon -respondió Beth después de reflexionar unos instantes.
– Estoy seguro.
– ¿Estás triste?
– Sí… No éramos amigos íntimos… Los conocía sólo desde hace unos meses, pero eran buenas personas, repletas de vida y alegría. Eran demasiado jóvenes para acabar de ese modo.
Beth asintió.
Cruzamos el istmo hasta Nassau Point. Empezaba a oscurecer..
– La cabeza me dice que ese terreno es lo que parece -declaró Beth-. Un refugio romántico, un lugar realmente suyo. Procedían del Medio Oeste, probablemente de familias de terratenientes, y ahora eran inquilinos en un lugar donde la tierra significa mucho, como en su lugar de origen… ¿no crees?
– Sí.
– Sin embargo…
– Efectivamente. Sin embargo… podían haberse ahorrado veinte mil dólares y alquilar el terreno por cinco años -agregué-. Tenían que ser propietarios del terreno. Piénsalo.
– Lo estoy pensando.
Llegamos a la casa de los Gordon y Beth paró detrás de mi Jeep.
– Ha sido un día agotador -dijo Beth.
– Ven a mi casa. Sígueme.
– No, esta noche me voy a la mía.
– ¿Por qué?
– Ya no hay ninguna razón para seguir aquí veinticuatro horas al día y el condado no paga el motel.
– Pasa antes por mi casa; debo entregarte los impresos del ordenador.
– Pueden esperar a mañana -respondió Beth-. Por la mañana debo ir a mi despacho. ¿Qué te parece si me reúno contigo a eso de las cinco?
– En mi casa.
– De acuerdo. En tu casa a las cinco. Entonces, tendré alguna información.
– Yo también.
– Preferiría que no hicieras nada hasta que nos viéramos -dijo Beth.
– De acuerdo.
– Aclara tu posición con el jefe Maxwell.
– Lo haré.
– Descansa.
– Tú también.
– Bájate de mi coche. -Sonrió-. Y vete a casa.
– Lo haré.
Me apeé, Beth dio media vuelta, saludó con la mano y se alejó.
Subí a mi Jeep decidido a no hacer nada que lo impulsara a hablar en francés. Cinturón abrochado, puertas cerradas y freno de mano libre. Arranqué el motor y el vehículo no dijo ni mu.
Cuando me dirigía a la bahía junto a la finca, o a la finca junto a la bahía, recordé que no había utilizado el control remoto para arrancar el motor. Bueno, ¿qué importaba? En todo caso, las bombas modernas para coches estallan a los cinco minutos. Además, nadie intentaba matarme. Bueno, alguien lo había intentado, pero era por otra cuestión. Posiblemente una casualidad, o si había sido premeditado, los asesinos consideraban que me habían inutilizado y se habían vengado de lo que pudiera haberlos molestado, sin necesidad de matarme. Así era como funcionaba la mafia; si la víctima sobrevivía, por regla general no la molestaban. Pero los caballeros que me habían disparado eran decididamente hispanos. Y para ellos, a veces, el trabajo no estaba terminado hasta que uno yacía sepultado.
Pero eso no era lo que me preocupaba ahora. Estaba más interesado por lo que sucedía aquí, fuera lo que fuera. Me encontraba en un lugar muy pacífico del planeta, intentando sanar mi cuerpo y mi mente, pero bajo la superficie se urdían toda clase de intrigas. No dejaba de pensar en aquel cerdo al que le sangraban las orejas, la nariz, la boca… Me había dado cuenta de que el personal de aquella pequeña isla había descubierto elementos capaces de exterminar a casi todas las formas de vida del planeta.
Lo bueno de la guerra biológica ha sido siempre la facilidad para negar su existencia y la imposibilidad de localizar su origen. La investigación biológica y el desarrollo de armas han estado desde el primer momento impregnados de mentiras, engaños y negativas.
Entré en el camino de la casa de mi tío Harry. Las conchas crujían bajo mis neumáticos. La casa estaba a oscuras y, cuando apagué las luces del coche, el mundo entero se sumió en la oscuridad. ¿Cómo puede la población rural vivir a oscuras?
Me metí la camiseta por dentro de los pantalones para tener a mano la culata de mi treinta y ocho. Ni siquiera sabía si alguien había manipulado el arma. Alguien dispuesto a manosear el pantalón corto de un individuo también sería capaz, ciertamente, de hacerlo con su revólver. Debí haberlo comprobado antes.
En cualquier caso, abrí la puerta principal con las llaves en la mano izquierda, mientras la diestra permanecía libre para agarrar el arma. El revólver debía haber estado en la mano derecha, pero los hombres, incluso cuando estamos completamente solos, debemos demostrar que tenemos agallas. Después de todo, alguien podría verte. Supongo que soy yo quien se ve a sí mismo. Tienes agallas, Corey. Eres todo un hombre. Todo un hombre, con la necesidad inminente de orinar, cosa que hice en el baño que hay junto a la cocina.
Sin encender las luces, observé el contestador automático en la sala de estar y comprobé que tenía diez mensajes; no estaba mal para un individuo que no había tenido ninguno en toda la semana anterior.
Después de considerar que ninguno de aquellos mensajes sería particularmente agradable o gratificante, me serví un generoso brandy de la botella de cristal de mi tío en una de sus copas de cristal.